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La mediocridad: la trampa de parecer en vez de ser
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La mediocridad: la trampa de parecer en vez de ser

La partida entre meritocracia y mediocridad revela cómo el conformismo y la falta de cuestionamiento perpetúan un sistema que premia la docilidad sobre el talento y la innovación

Foto: Trabajadora de una empresa. (iStock)
Trabajadora de una empresa. (iStock)

Una mesa. Dos jugadores. Silencio. Y un tablero de dominó en el centro. En un lado, la meritocracia: afilada, serena, con mirada larga. En el otro lado, la mediocridad: cómoda, estratégica, siempre pendiente del espejo.

Empieza la partida. La meritocracia coloca su primera ficha: talento. La mediocridad responde con algo parecido… pero no lo es. Se llama apariencia.

Siguiente turno. La meritocracia juega esfuerzo. La mediocridad lo esquiva con un movimiento hábil: adorno, postureo, repetir sin arriesgar.

Y así avanza la partida. Una quiere cambiar el tablero. La otra, mantenerlo exactamente igual.

Foto: Grupo de trabajadores de una empresa. (iStock) Opinión

Porque el dominó tiene una lógica perfecta: encajar, repetir, desaparecer. Y lo inquietante es esto: nos hemos acostumbrado tanto a esa lógica que ya ni la cuestionamos.

Muchas personas viven igual. Muchas organizaciones también. Premian a quien no molesta. A quien cumple sin brillar. A quien hace lo justo para seguir en la fila.

Y así se gana en el juego de la mediocridad. Pero se pierde en todo lo demás.

Foto: (iStock). Opinión
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Se pierde cuando se prefiere al obediente frente al creativo. Cuando pensar por uno mismo empieza a sonar peligroso. Cuando quien se atreve a cuestionar no es valorado, sino observado con recelo. Cuando innovar se interpreta como una amenaza al orden establecido. Cuando preguntar incomoda más que callar.

En ese momento, el tablero ya no premia el valor, sino la docilidad. Y cuando eso ocurre, lo que florece no es el talento, sino el miedo a destacar.

Y ahí es donde la mediocridad se siente cómoda. Cuando tiene forma, tiene funcionalidad… incluso tiene buen aspecto. Se convierte en un sándwich mixto: a nadie le ofende, pero nadie lo elegiría para su última cena. No destaca, pero tampoco molesta. Cumple. Suma calorías. No genera conflicto. Es lo que te ofrecen cuando la cocina ya ha cerrado… y ya nadie espera algo mejor.

Foto: Trabajo en equipo. (iStock) Opinión
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Y ahí estamos: desayunando, comiendo y cenando sándwiches mixtos institucionales, profesionales, políticos y culturales.

Nos hemos acostumbrado tanto a lo aceptable… que ya no reconocemos lo excelente, aunque lo tengamos delante. Y eso hace que la mediocridad se contagie, como un virus. Baja el listón sin que lo notemos. Y lo peor: nos hace olvidar que alguna vez existió uno.

La trampa de encajar (demasiado bien)

Hay quienes, con el tiempo, se han hecho expertos en lo mínimo. Han convertido el "cumplir sin molestar" en un arte. En lugar de rodearse de inspiración, buscan aceptación. En lugar de mejorar, se justifican.

Foto: Foto: Istock. Opinión

En lugar de aprender, se acomodan. Y no es casualidad que se aferren con fuerza a sus cargos, pero hayan renunciado hace tiempo a aportar valor.

La trampa está ahí. En lo que no se dice. En esa forma de instalarse en lo justo y convertirlo en norma. En llevar tantos años funcionando en lo mínimo que, llegado el momento, ya ni recuerdan cómo era dar lo mejor de sí mismos.

Viven en la lógica del dominó: colocar fichas, encajar donde toca, no arriesgar, esperar turno… y desaparecer sin haber cambiado nada. Y para muchos, eso basta.

Foto: Sólo la gente ambiciosa puede llegar a puestos directivos de importancia. (iStock)

Esto es una dinámica perfecta para quienes entienden el trabajo como trámite, la política como espectáculo y la vida como una sucesión de placeres inmediatos.

Su objetivo no es avanzar, es conservar. No aspiran a crecer, sino a que todo siga más o menos igual. No aprenden. No cuestionan. No se esfuerzan. Pero han aprendido a sobrevivir en el terreno pantanoso del conformismo, parecen eficientes, pero rara vez aportan algo real.

Hablan mucho. Actúan poco. Domina la pose. El discurso perfectamente aceptable que no incomoda a nadie. Lo importante no es mejorar, sino parecer impecables. No es construir, sino mantenerse a salvo. Nadie los señala porque no hacen ruido. No cometen errores visibles. No pisan fuerte, pero tampoco tropiezan. Su misión es sobrevivir.

Foto: Víctor Kuppers (Foto cedida)

Lo inquietante es que, sin arriesgar ni hacer ruido, logran silenciar a quienes sí quieren avanzar. No por maldad, sino por miedo: porque saben que la autenticidad, cuando aparece, les pone un espejo delante. Y ahí, se les cae la máscara.

Encajar no siempre es un mérito

Sigamos con el dominó: a veces, encajar es una renuncia. Una forma elegante de no incomodar. De sobrevivir sin asumir ningún riesgo. De pasar sin dejar huella. Encajar, cuando se convierte en objetivo, puede ser una forma muy silenciosa de desaparecer. Pero no tiene por qué ser así. Existe otra forma de mirar el mérito. Una más valiente, más comprometida, más justa.

Como explica Samantha Lubanzu, la verdadera meritocracia se basa en reglas claras, transparencia y valentía. Así, el mérito deja de ser un privilegio y se convierte en el fruto natural del trabajo honesto, la colaboración y la mejora constante. Pero sólo florece cuando se eliminan los favoritismos discretos y las recompensas vacías.

Porque, como ella misma resume, "una organización con alma se transforma cuando ganan los mejores argumentos, no los egos más inflados". Cuando las ideas pesan más que los nombres. Cuando el mérito se cultiva… los valiosos se quedan. Cuando no, los mediocres se multiplican.

La diferencia entre fichas y líderes

Por eso es importante diferenciar entre fichas y líderes. Las fichas no deciden. Esperan. Se colocan donde toca. Van al ritmo que impone el sistema. Y salen del tablero sin haber elegido nada.

Un líder auténtico —y todos podemos ser líderes en cualquier ámbito de nuestra vida, y da igual nuestro cargo, como diría Robin Sharma— hace justo lo contrario.

Foto: tomas-paramo-maria-garcia-de-jaime-libro

— Se pregunta si ese tablero merece la pena.
— Cuestiona si esa partida le representa.
— Y, si no, propone otra forma de jugar.

Porque eso hacen los líderes: no repiten jugadas. Vuelven a diseñar el juego.

Los mediocres, en cambio, se mueven con soltura en aguas burocráticas. No arriesgan. No crean. Pero sobreviven. Y no solo eso: ascienden, se blindan, se reproducen.

Foto: Mario Alonso Puig en una de sus conferencias. (Cortesía/Mario Alonso Puig)

Aparecen justo cuando hay un error que señalar —eso sí, con copia a alguien superior— pero desaparecen cuando toca arremangarse o asumir un fallo propio. Jamás se ensucian. Jamás se exponen.

No sabrás realmente quiénes son. Ni qué piensan. Ni qué defienden. Son fríos. Opacos. Amables en público, demoledores en privado. Saben que empatizar es peligroso, que decir la verdad puede costar caro, y que hacer el trabajo demasiado bien… es una amenaza.

En la cultura del "sálvese quien pueda", no saltan. Se aseguran de que otro lo haga primero. Rara vez crea. No empuja. No arriesga. Pero sabe arrimarse. Se instala con sigilo en los proyectos, en los equipos, incluso en las amistades… y también en las parejas, en los vínculos familiares, en los círculos de confianza más íntimos. Vive —literalmente— del esfuerzo ajeno: del tiempo de los demás, de su energía, de sus ideas… y sí, de su dinero también.

Aprovecha el sudor ajeno con una sonrisa, se cuelga de los méritos sin haberlos trabajado, y aprende a extraer y a exigir sin dar mucho a cambio. Si puede, se mimetiza tan bien que cuesta ver que, en realidad, es un parásito bien vestido.

Foto: Una de las señales más claras de la felicidad. (Pexels)

Pero el problema no es solo que existan —porque siempre existieron—. El verdadero problema es que hemos creado sistemas que los protegen. Ecosistemas enteros que los alimentan, los premian, los toleran. Organizaciones adictas al sándwich mixto: ni tan malas como para hundirse, ni tan valientes como para brillar.

El antídoto más poderoso

Escuché a Xavier Marcet una idea que merece una reflexión: la combinación silenciosa que los mediocres no entienden es la de humildad y ambición.

Para el mediocre, la ambición es sinónimo de codicia. Trepar, pisar, hacer ruido, aparentar. Ganar como sea, aunque sea solo para sí mismo.

Pero los líderes que construyen valor de verdad no buscan el foco, buscan impacto. No necesitan gritar: se enfocan. Y entienden que la humildad no es sumisión, sino conciencia.

Conciencia de lo colectivo, de lo que aún queda por aprender, de todo lo que se construye con otros. Cuando esa humildad se combina con una ambición limpia, serena, orientada a propósito, se convierte en algo mucho más potente que una estrategia: es una forma de estar en el mundo.

Foto: Martha Nussbaum (Youtube)

Y también es el mejor antídoto contra la mediocridad. Porque mientras el mediocre quiere ganar la partida para sí mismo, el líder ambicioso y humilde quiere cambiar el juego para todos.

Pero ¡atención! Si nos descuidamos, todos podemos resbalar hacia la mediocridad. A veces por comodidad, otras por miedo, muchas por puro agotamiento. Por eso, cierro este texto con 10 ideas para hacerle frente a ese mediocre silencioso que —nos guste o no— todos llevamos dentro.

1. Aprende todos los días
Escucha con atención. Lee fuera de tus márgenes. Rodéate de quienes saben lo que tú no sabes. Aprender es crecer. Dejar de aprender... es empezar a apagarse.

2. Invita a que te cuestionen
No temas a quien te desafía. El pensamiento se afila en la fricción, no en la adulación. Construye con personas cerca de quien piensa distinto, porque eso también es liderar.

3. Sal de lo habitual, no de lo seguro
Haz lo que nunca haces. Escucha otras voces. Visita otros mundos. Tu mente no necesita más comodidad: necesita amplitud.

4. No seas el listo de la sala
Si siempre tienes la última palabra, algo va mal. Busca personas que te reten, que te obliguen a repensarte. Los líderes de verdad no buscan eco. Buscan contraste.

5. Deja hablar. Y escucha de verdad
No escuches para responder. Escucha para comprender. La empatía bien entrenada es inteligencia emocional en estado puro.

6. No trabajes de cara a la galería
Haz lo que importa, aunque nadie lo vea. Construir para presumir es vender aire. La mediocridad vive del escaparate. El valor, del oficio silencioso.

7. Ten vocación de esfuerzo
Nada valioso se construye sin trabajo. La cultura de lo fácil es la autopista de la mediocridad. Recupera la ética del detalle. Lo que vale, cuesta.

8. Construye ecosistemas, no egos
No levantes imperios personales. Crea espacios donde otros también puedan crecer. El talento compartido se multiplica.

9. No te rodees de palmeros
Evita los aplausos vacíos. Busca a quienes te digan la verdad con respeto. Los que no te doran la píldora, sino que te elevan con criterio.

10. Levántate del sofá
No te conformes. No te adormezcas. La acción coherente y sostenida es la mejor defensa contra el vacío que deja la mediocridad.

El dominó tiene una lógica perfecta. Una ficha tras otra. Todo encaja. Nadie desentona. Y al final, la partida se acaba… y nadie recuerda qué pieza cambió algo. Esa es la trampa de la mediocridad. Es el sándwich mixto institucional, profesional y emocional: suficiente para no tener hambre pero insuficiente para dejar buen sabor.

Por esta razón te reto con una pregunta incómoda: ¿estoy aquí para encajar… o para aportar algo que merezca la pena?

Porque la vida con propósito no se conforma con lo cómodo: busca crecer. No espera sentada a que las cosas sucedan. Se levanta. Las construye. Aprende, duda, se esfuerza. No se limita a sobrevivir: elige transformarse.

Vivir de verdad es eso: levantarse incluso cuando no hace falta, mejorar, aunque nadie lo exija, seguir adelante cuando sería más fácil es no hacer nada.

En definitiva, es ser auténtico, vivir con una brújula de valores sólidos… cuando lo más tentador es seguir aparentando.

Una mesa. Dos jugadores. Silencio. Y un tablero de dominó en el centro. En un lado, la meritocracia: afilada, serena, con mirada larga. En el otro lado, la mediocridad: cómoda, estratégica, siempre pendiente del espejo.

Cristina Pedroche Sergio Scariolo Partido Republicano