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Hablar salva vidas, el silencio mata: la herida del suicidio en España
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Sonia Pardo

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Hablar salva vidas, el silencio mata: la herida del suicidio en España

Miles de personas atraviesan sufrimiento invisible y buscan apoyo sin encontrarlo; la falta de recursos y el estigma dificultan la prevención y dejan a familias marcadas por la pérdida

Foto: Foto: iStock.
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Eran las 2 de la madrugada y llovía con fuerza. Una madre se despertó de golpe, como si algo la hubiera arrancado del sueño. Caminó hasta la habitación de su hijo y la encontró vacía. El corazón le dio un vuelco. Lo buscó en el salón y allí estaba: de pie, junto a la ventana abierta de un quinto piso, con la lluvia entrando en ráfagas frías.

Era un buen estudiante, inteligente, querido por todos. Pero por dentro estaba roto. Sentía que no encajaba en el mundo, que la sociedad no tenía un lugar para él. El dolor interior lo desbordaba: había intentado acallarlo con cortes en la piel, con golpes contra sí mismo, con cualquier cosa que le hiciera olvidar por un segundo. Nada funcionaba. Esa noche pensó que solo había una salida: saltar.

En el último segundo, sin embargo, algo se quebró dentro de él. No pudo. Se derrumbó hacia dentro, llorando como nunca. Entonces su madre lo alcanzó. Lo abrazó con toda la fuerza que tenía, como quien sujeta un cuerpo y un alma al borde del precipicio. Ese abrazo lo cambió todo. Fue el principio de otro camino.

A la mañana siguiente buscaron ayuda profesional. Empezó un camino duro, lleno de terapia, trabajo interior, lágrimas, recaídas y abrazos. Hoy ese joven quiere tender la mano a otros que se asoman al mismo abismo en el que él estuvo. Ha encontrado su pasión, su lugar. Después de mucho dolor y mucha ayuda, siente que tiene su sitio en el mundo.

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Unos meses después, en otro lugar, la escena fue distinta. Un alto directivo, premiado y reconocido, con una familia que lo quería y solvencia financiera, vivía bajo una presión que no dejaba de crecer: ajustes laborales, cierre de fábricas, accionistas reclamando resultados. Estaba agotado, pero convencido de que podría con todo.

Un sábado, su mujer se despertó temprano y pensó que había salido a caminar, como siempre. Pero las horas pasaron y no regresó. El final fue devastador: él había decidido marcharse para siempre.

Dos escenas, dos familias. Una vida que se salva, otra que se pierde. El mismo dolor que golpea edades, profesiones, clases sociales. El suicidio no distingue entre jóvenes y adultos, entre ricos y pobres, entre jefes y empleados.

Los datos que estremecen

En España, más de 4.000 personas al año no llegan a tiempo al abrazo, a la chispa, a la ayuda que puede salvarlos. Cada día, 11 familias reciben la noticia que nunca imaginaron: un hijo, una madre, un hermano que no vuelve. En 2023 fueron 4.116 muertes por suicidio, el doble de las que se producen en accidentes de tráfico.

La Línea 024, el teléfono nacional de atención en crisis, es un espejo de este sufrimiento: solo en 2024 atendió 164.081 interacciones, entre llamadas (146.122) y chats (17.959). De ellas, 6 de cada 10 correspondieron a personas con ideación suicida en distinto grado. Y lo más estremecedor: casi 3 de cada 10 eran menores de 30 años. El grupo más numeroso fue el de 20 a 24 años.

El dolor se mide también en urgencias: más de 10.400 llamadas fueron derivadas al 112 porque la vida pendía de un hilo; 4 de cada 10 eran intentos de suicidio en curso. En el chat, 2 de cada 10 interacciones fueron con adolescentes de 15 a 19 años: una generación que pide ayuda en secreto, escondida tras una pantalla, cuando siente que no puede más.

Detrás de estas cifras hay algo claro: el suicidio no es una anomalía aislada, sino un problema estructural, una herida social que desangra a miles de familias cada año.

Factores de riesgo invisibles

Nadie se quita la vida por una sola razón. La ciencia lo ha demostrado: el suicidio es el resultado de una tormenta de factores que se acumulan hasta que la persona siente que no puede más.

  • Trastornos de salud mental: la depresión multiplica por 11 el riesgo; la esquizofrenia, casi por 8; el trastorno límite de la personalidad, por 9. En definitiva, 7 de cada 10 personas que mueren por suicidio sufrían un trastorno mental en ese momento.
  • Intentos previos: haberlo intentado una vez multiplica por 10 el riesgo. No es una sentencia, pero sí una alerta roja.
  • Golpes vitales: un despido, una ruptura, una deuda o un problema legal pueden multiplicar por 5 el riesgo. Y si ocurre en el mes anterior, el peligro se dispara hasta 10.
  • Herencia invisible: crecer en una familia marcada por la enfermedad mental o por un suicidio previo aumenta la vulnerabilidad.
  • Soledad y aislamiento: aunque se tenga trabajo, familia o éxito aparente, sentirse solo y sin raíces pesa como una losa.

El peso del trabajo y la economía

El suicidio no entiende de nóminas ni de cuentas corrientes. Afecta a la camarera que encadena contratos temporales y siente que nunca llegará a nada. Al operario que asiste impotente al cierre de la fábrica donde ha trabajado toda su vida. A la directiva que, mientras sonríe en las fotos de prensa, se desangra por dentro con la presión de los despidos y de los consejos de administración. Al autónomo que cada mes hace malabares para pagar facturas y teme que la próxima deuda lo derrumbe.

El estrés laboral, la precariedad y las dificultades económicas son detonantes silenciosos. Los datos de la Línea 024 lo reflejan: miles de llamadas derivadas a emergencias estaban relacionadas con el peso insoportable del trabajo o del dinero.

El suicidio se puede prevenir

El suicidio no es un destino escrito. No es inevitable. La mayoría de las personas que lo intentan no quieren morir: quieren dejar de sufrir.

Por eso es tan importante ver las señales: el aislamiento repentino, frases de desesperanza como "ya no puedo más", cambios bruscos de conducta, autolesiones, abandono de rutinas. Cada señal es una oportunidad para intervenir.

Y también es fundamental hablar. Preguntar directamente: "¿estás pensando en hacerte daño?", esto no empuja a nadie al suicidio; al contrario, abre una rendija para que entre la vida.

La prevención se sostiene en varias capas: la familia que abraza, el amigo que escucha, la escuela que enseña a gestionar emociones, los medios que informan con responsabilidad, un sistema sanitario capaz de responder rápido. Ningún gesto es pequeño. Un abrazo, una llamada, una palabra pueden salvar una vida.

España: un sistema saturado

Aquí es donde fallamos. En España, quienes piden ayuda se encuentran con listas de espera de semanas o meses. Profesionales desbordados, agendas imposibles, jóvenes con ideación suicida grave que esperan demasiado para una primera cita y más aún para un seguimiento. Demasiado tarde para quien siente que no puede aguantar ni un día más.

Nuestro país cuenta con la mitad de psiquiatras y psicólogos clínicos que la media europea. Ese déficit estrangula la atención pública y empuja a miles de familias a la sanidad privada.

La comparación con Alemania es significativa. Allí, la salud mental representa el 13,1 % del gasto sanitario —unos 10.493 euros por paciente grave cada 6 meses—, con 14 psiquiatras y 55 psicólogos por cada 100.000 habitantes. En España, apenas 5 % del gasto, con 6 psiquiatras y 12 psicólogos en la misma proporción.

El resultado es un sistema incapaz de absorber la demanda creciente. La saturación es la norma. Y cuando hablamos de jóvenes esa espera puede ser letal.

El eco en las familias

Cuando alguien se quita la vida, no solo muere una persona: muere una parte de toda su familia. Lo cuentan los padres que, entre lágrimas, repiten la misma pregunta imposible: "¿Por qué no lo vi?". Lo sienten los hermanos, que cargan con la culpa de no haber escuchado lo suficiente. Lo sufre un abuelo, que nunca entiende cómo su nieta decidió que vivir dolía demasiado.

El suicidio deja un duelo distinto a cualquier otro. Es una herida invisible que mezcla tristeza, rabia, incomprensión y una culpa que nunca se apaga. Los supervivientes —familiares y amigos— se convierten en víctimas silenciosas. Son quienes deben seguir adelante con un vacío lleno de preguntas que jamás obtendrán respuesta.

El eco del suicidio golpea con la fuerza de una ola y arrastra todo a su paso. Entenderlo es crucial para dejar de mirar hacia otro lado y comprender que el silencio no protege: mata.

Hablar, educar, cuidar

El suicidio no se combate en silencio. Se combate hablando. Normalizando la salud mental como parte esencial de la vida.

Eso significa educar en emociones desde la infancia, enseñar a los niños a pedir ayuda sin vergüenza, a no confundir silencio con fortaleza. Significa cuidar a los profesionales que sostienen este sistema con sus propias manos, a menudo desbordados, y reconocerlos como lo que son: guardianes de vidas.

Y significa, sobre todo, romper el tabú. Decir "estoy mal", escuchar de verdad cuando alguien lo confiesa, tender la mano antes de que sea tarde.

La prevención no empieza en hospitales ni teléfonos de emergencia: empieza en cada casa, en cada aula, en cada trabajo, en cada conversación que abre la puerta al dolor del otro.

El suicidio es complejo, sí. Pero no es inevitable. La diferencia entre la vida y la muerte puede estar en un gesto, una palabra, un abrazo. Y ese gesto está en nuestras manos. Hablar salva vidas. Escuchar salva vidas. El silencio, ese sí, mata.

Eran las 2 de la madrugada y llovía con fuerza. Una madre se despertó de golpe, como si algo la hubiera arrancado del sueño. Caminó hasta la habitación de su hijo y la encontró vacía. El corazón le dio un vuelco. Lo buscó en el salón y allí estaba: de pie, junto a la ventana abierta de un quinto piso, con la lluvia entrando en ráfagas frías.

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