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Sonia Pardo

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Serena Williams y la edad como liberación

La llegada de Serena Williams a Oviedo inspira una reflexión sobre la madurez, la autenticidad y la libertad de aceptarse, lejos de los prejuicios y las exigencias sociales sobre la imagen

Foto: Serena Williams en los  Premios Princesa de Asturias. (Reuters)
Serena Williams en los Premios Princesa de Asturias. (Reuters)

Serena Williams llegó a Oviedo en octubre de 2025 para recibir el Premio Princesa de Asturias de los Deportes. No era solo una deportista premiada: era una leyenda viva. La mujer que cambió la historia del tenis y, con ella, la idea misma de lo que una mujer podía ser en el deporte. Durante más de dos décadas dominó un territorio reservado a otros, rompiendo récords, barreras raciales y prejuicios de género con la misma contundencia con la que golpeaba una pelota.

Veintitrés títulos de Grand Slam. Cuatro medallas olímpicas de oro. Trescientas diecinueve semanas como número uno del mundo, ciento ochenta y seis de ellas consecutivas. Y, aun así, su mayor legado no son las cifras, sino su fuerza moral: esa mezcla de disciplina, carácter y vulnerabilidad que transformó el tenis femenino en un escenario de libertad.

Serena no solo ganó torneos: construyó un lenguaje nuevo. Uno donde la potencia no se opone a la elegancia, donde la ambición no excluye la ternura, donde ser mujer y ser fuerte dejaron de ser conceptos incompatibles.

Su liderazgo inspiró a millones de niñas negras en todo el mundo, y también a hombres y mujeres de cualquier origen que encontraron en ella un ejemplo de perseverancia y autoestima. Y, sin embargo, bastó que apareciera sobre el escenario de Oviedo para que las redes sociales se olvidaran de todo eso y se concentraran en su vestido. En sus tacones. En su cuerpo. En su imagen.

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Una parte de la sociedad —confío en que cada vez más pequeña y cansada de sí misma— todavía la juzga por lo que muestra, no por lo que representa. Pero Serena Williams no necesita validación: encarna la evolución de una época. Es la evidencia de que la grandeza femenina no pide permiso ni se justifica, porque se sostiene sola, con su propio peso. Y demuestra que el talento, cuando se vive con sentido y coherencia, deja de ser solo éxito: se convierte en libertad.

Esa reacción dice más de nosotros que de ella. Seguimos viviendo en una sociedad que idolatra la juventud y sospecha de la madurez, que aplaude la perfección, pero teme las arrugas, que finge admirar la autenticidad mientras exige filtros, retoques y corrección. Y, sin embargo, algo está cambiando.

Cada vez más figuras públicas —artistas, deportistas, escritores o líderes— están levantando la voz para reivindicar la edad como una forma de libertad. No de resignación, sino de liberación: un punto de inflexión donde el tiempo deja de ser una amenaza y se convierte en una conquista.

"A otros puede que no les guste, pero yo estoy cómoda conmigo misma. Me siento más libre. No quiero que envejecer sea algo que me importe"

"Me gusta quién soy ahora. A otros puede que no les guste, pero yo estoy cómoda conmigo misma. Me siento más libre. No quiero que envejecer sea algo que me importe", declaraba Meryl Streep con esa serenidad que solo concede la experiencia. No habla de conformarse, sino de reconocerse. De asumir que el cuerpo cambia, sí, pero que el alma gana territorio. Que envejecer, cuando se hace con conciencia, no es una pérdida, sino una depuración: se quedan los vínculos reales, las conversaciones honestas, los amores sin máscara.

George Clooney lo resumió con ironía lúcida:"No puedes intentar parecer más joven. Solo tienes que lucir lo mejor posible a la edad que tienes". Y Jamie Lee Curtis, rebelde y luminosa, completó el manifiesto diciendo que: "hay que eliminar la palabra anti-edad. Estoy a favor de envejecer. Quiero hacerlo con inteligencia y con gracia."

Lo que ellos —y tantos otros— están proclamando no es nostalgia, es revolución. Una revolución silenciosa pero imparable que consiste en dejar de fingir. Porque la madurez —la auténtica— no es un punto de llegada: es una forma de estar en el mundo.

Cumplir años no es una crisis, es un despertar

Es entender que hay cosas que ya no queremos disimular: los gestos, las ilusiones, las nostalgias. Madurar no es dejar de sentir, sino aprender a hacerlo sin culpa. Durante mucho tiempo pensé que crecer significaba contenerme, ser práctica, no hacer el ridículo. Pero ahora sé que lo ridículo sería dejar de sentir.

La adultez, esa palabra que antes sonaba a compostura y deber, hoy me parece una oportunidad para la honestidad: poder decir lo que pienso, reconocer lo que deseo y aceptar lo que ya no necesito. He aprendido que la autenticidad no se declara, se demuestra. Que no se trata de mostrarse, sino de descubrirse. Que la coherencia entre lo que piensas, sientes y haces es la forma más alta de libertad.

Y esto es fruto de muchas cicatrices y experiencias. Entre ellas, que a mi edad hay cosas que ya no me da vergüenza reconocer. Que bailo sola frente al espejo cuando suena una canción que me recuerda a mis veinte. Que todavía espero llamadas que sé que no van a llegar. Que me ilusiono con historias que solo existen en mi imaginación. Y que, a veces, me duele aceptar que hay sueños que ya no persigo… pero me gusta pensar que aún podrían pasar.

He aprendido que la ilusión no es ingenuidad, es una forma de resistencia. Porque seguir soñando, incluso cuando sabes que algo no va a pasar, es mantener encendida la esperanza, esa chispa que nos recuerda que aún tenemos historias por vivir. La edad nos enseña que no todo es urgencia, que también hay belleza en la pausa. Que las cicatrices no restan: cuentan. Que la piel cambia, pero la mirada se vuelve más profunda, más libre, más sabia. Y que la serenidad es la nueva fuerza: la que no necesita demostrarse para ser real.

La serenidad es la nueva fuerza: la que no necesita demostrarse para ser real

Bailar frente al espejo es una forma de afirmación. Es mirarte y decirte: “aquí estoy, con mis años, mis miedos, mis errores y mis ganas”. Es celebrar lo que fuiste y honrar lo que eres. A mi edad he aprendido que ya no quiero ser perfecta; quiero estar en paz conmigo misma. Me abrazo con ternura. Me cuido sin exigirme tanto. Me permito ser contradictoria, vulnerable, intensa y, sobre todo, humana.

Cumplir años es un privilegio

Pero también, una forma de despertar. Porque con los años llega algo más valioso que la juventud: la claridad. Dejamos de complacer y empezamos a elegir. Aprendemos a decir no sin culpa, a rodearnos de lo que nos hace bien, a cuidar el silencio tanto como la palabra.

La madurez nos libera de la mirada ajena. Nos devuelve el poder de decidir sin miedo al juicio. Nos enseña que no hay éxito que compense la incoherencia, ni elogio que valga la traición a uno mismo. El filósofo alemán Erich Fromm escribió que "la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace". Y quizás esa sea la enseñanza más profunda que traen los años: la libertad emocional de ser quien eres, sin necesidad de explicarlo.

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El tiempo, bien vivido, nos quita lo superfluo y nos devuelve lo esencial. Nos hace menos impacientes y más sabios. Nos enseña que la verdadera plenitud no está en gustar, sino en estar en paz. Por eso, cada día que pasa no es un recordatorio de lo que perdemos, sino de lo que ganamos: libertad, lucidez, serenidad.

Los años, cuando se viven como aliados, se convierten en nuestra mayor revolución. Serena Williams, Meryl Streep, George Clooney, Jamie Lee Curtis, Antonio Banderas… todos, desde lugares distintos y con millones de seguidores en todo el mundo, han tenido el coraje de mostrarnos algo que, en el fondo, todos anhelamos sentir: que el verdadero poder está en aceptarse. Que envejecer no es renunciar, sino reconciliarse. Que lo más valiente, en un mundo que exige perfección, es atreverse a ser real.

A veces pienso que todos, en algún momento, deberíamos hacer lo que Serena hizo sin saberlo aquella tarde en Oviedo: subir al escenario de la vida con la cabeza alta, aunque el mundo nos mire con lupa. No pidió permiso. No bajó la mirada. Entró en el auditorio como entra en la pista: con paso firme, con garra, con esa mezcla de potencia y serenidad que solo tienen quienes saben quiénes son. Ante más de dos mil personas, habló con la misma fuerza con la que jugaba: sin miedo a su historia, sin miedo a su cuerpo. Habló desde un lugar que no se entrena: la autenticidad.

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Serena no trató de gustar. No fingió. No se contuvo. Parecía que venía de bailar ante su espejo: era ella misma, y así fluía con un liderazgo y una sonrisa únicas. En esa verdad nos recordó que la libertad no consiste en encajar, sino en ocupar tu lugar sin pedir perdón.

El verdadero carisma no está en la perfección, sino en la coherencia. Y cuando una persona se acepta del todo, arrastra la luz por donde pisa. No nos importa cómo nos ven. Vamos. Arrasamos. Hipnotizamos con la misma potencia con la que Serena golpeaba una pelota o pronunciaba su discurso.

Y si al final del día, frente al espejo, después de bailar, somos capaces de mirarnos con respeto, con calma y con esa fe serena en nuestra propia historia, entonces sí: habremos ganado nuestro Grand Slam.

Serena Williams llegó a Oviedo en octubre de 2025 para recibir el Premio Princesa de Asturias de los Deportes. No era solo una deportista premiada: era una leyenda viva. La mujer que cambió la historia del tenis y, con ella, la idea misma de lo que una mujer podía ser en el deporte. Durante más de dos décadas dominó un territorio reservado a otros, rompiendo récords, barreras raciales y prejuicios de género con la misma contundencia con la que golpeaba una pelota.

Antonio Banderas Tenis