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Buenafuente y el coste invisible del estrés
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Sonia Pardo

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Buenafuente y el coste invisible del estrés

Lo ocurrido es más habitual de lo que parece. La situación que describe Buenafuente forma parte de la experiencia cotidiana de muchas personas

Foto: Andreu Buenafuente. (RTVE)
Andreu Buenafuente. (RTVE)

Quince días antes de las campanadas de fin de año, Andreu Buenafuente comunicó que no las presentaría. La decisión llegó cuando el programa ya estaba anunciado y cerrado. No hubo discrepancias profesionales ni problemas técnicos. El motivo fue su salud. "No veo ninguna cosa buena en forzarme", explicó. Habló de estrés.

La reacción fue inmediata. Durante horas, la conversación no giró en torno a quién presentaría las campanadas, sino a la causa de la renuncia y a cómo lo explicó en un vídeo que se hizo viral. Y es que el estrés rara vez aparece como una urgencia clínica sino más bien como un proceso gradual: dificultad para concentrarse, fatiga persistente, fallos de memoria, irritabilidad, insomnio. Síntomas compatibles con la actividad diaria durante mucho tiempo, hasta que dejan de serlo.

Buenafuente se limitó a describir una sobrecarga acumulada y la necesidad de parar. Esa explicación, simple y directa, convirtió un relevo televisivo en algo más que una noticia cultural. Permitió reconocer una experiencia compartida por millones de personas que continúan trabajando mientras su rendimiento, su atención y su salud se deterioran de forma progresiva.

Lo ocurrido es más habitual de lo que parece. La situación que describe Buenafuente forma parte de la experiencia cotidiana de muchas personas. La diferencia es que, en este caso, alguien con visibilidad pública decidió contarlo. Y eso ayuda a situar el problema donde corresponde: el estrés no es una cuestión individual ni un rasgo de carácter, sino un fenómeno ampliamente documentado por la ciencia y por las instituciones sanitarias, considerado hoy uno de los principales problemas de salud pública en las sociedades avanzadas, con consecuencias médicas, psicológicas y económicas de gran alcance.

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En los últimos años, otras figuras públicas han hablado de experiencias similares. Antonio Banderas explicó que, tras su infarto, una de sus prioridades fue alejarse del estrés asociado a su vida profesional y reorganizar su ritmo de vida. Carolina Marín, campeona olímpica, se refirió de forma explícita al estrés, la ansiedad y la presión mental incluso en momentos de máximo éxito deportivo. En todos los casos aparece un elemento común: personas con talento, recursos y reconocimiento que comprueban que el cuerpo tiene límites.

Estas declaraciones son relevantes no por la notoriedad de quienes las hacen, sino porque cuestionan una idea muy extendida: que el estrés es una debilidad individual o un problema de mala gestión personal. Cuando alguien con una trayectoria reconocida admite que necesita parar, introduce un matiz distinto en un discurso que suele premiar la resistencia a cualquier precio. Ese cambio facilita algo poco habitual: entender el estrés como un problema compartido, no como un fallo personal.

El estrés, a diferencia de otras enfermedades, tiene una característica que dificulta su detección y su tratamiento. No invalida de golpe ni obliga a parar de inmediato. Se manifiesta de forma progresiva: reduce la memoria, la atención y la capacidad de tomar decisiones. Afecta al rendimiento justo cuando más se exige, pero permite seguir funcionando durante mucho tiempo. Esa es una de sus trampas. Porque mientras se sigue cumpliendo, el deterioro avanza. Hasta que un día ya no es posible continuar.

De dónde viene el estrés

El estrés no aparece de forma espontánea. En la mayoría de los casos tiene causas concretas que se van acumulando. Los problemas económicos persistentes —la dificultad para llegar a fin de mes, la incertidumbre sobre el empleo, el temor a perder ingresos— generan una presión que no se apaga al terminar la jornada. Esa preocupación nos acompaña incluso en fines de semana o vacaciones, porque afecta a nuestra seguridad básica.

A esa tensión se añaden con frecuencia exigencias laborales constantes: cargas de trabajo elevadas, plazos difíciles de cumplir, evaluación permanente, falta de descanso y la sensación de que nunca es suficiente. Cuando estas condiciones se prolongan y no vienen acompañadas de estabilidad o reconocimiento, el organismo permanece activado de forma continua, dentro y fuera del trabajo.

Otro factor decisivo es la falta de control. No poder decidir horarios, tareas o ritmos; depender de decisiones ajenas; convivir con cambios continuos o instrucciones contradictorias. La evidencia científica muestra que esta sensación de impotencia es uno de los detonantes más potentes del estrés crónico, incluso cuando la carga objetiva se puede sobrellevar.

A todo ello se suman situaciones que reducen aún más la capacidad de adaptación: problemas de salud propios o de personas cercanas, responsabilidades de cuidado, conflictos familiares o ausencia de una red de apoyo. Cada uno de estos factores, por separado, puede gestionarse. Cuando se acumulan, el margen de recuperación es cada vez más difícil de lograr.

El cerebro humano tolera mal los escenarios abiertos: ante la falta de certezas, tiende a anticipar amenazas y repasar posibles desenlaces

La incertidumbre juega un papel central. No saber qué pasará con el trabajo, con la economía o con la salud mantiene al cerebro en estado de vigilancia. El cerebro humano tolera mal los escenarios abiertos: ante la falta de certezas, tiende a anticipar amenazas, repasar posibles desenlaces y prepararse para situaciones que, en muchos casos, nunca llegan a producirse. Esa anticipación activa los mismos sistemas biológicos que se pondrían en marcha ante un peligro real.

En ese contexto aparece el sobrepensar los problemas. Una rumiación persistente que no conduce a soluciones, pero sí prolonga la respuesta de estrés. Pensar una y otra vez en lo que salió mal, en lo que puede fallar o en decisiones que no se pueden cerrar mantiene al organismo en alerta.

Cuando una persona imagina de forma repetida escenarios negativos —lo que podría salir mal, lo que podría perder, lo que podría ocurrir— el cerebro activa los mismos sistemas de respuesta que ante una amenaza inmediata. Se acelera el pulso, se liberan hormonas del estrés y el organismo se prepara para responder, aunque no esté ocurriendo nada en ese momento. Si esa anticipación se repite día tras día, el cuerpo permanece activado como si la amenaza fuera constante, con efectos acumulativos sobre la salud.

El resultado no suele ser un colapso inmediato. Es un deterioro gradual que permite seguir funcionando durante un tiempo, pero a costa de la memoria, la atención, el sueño, el estado de ánimo y, finalmente, la salud.

El estrés como epidemia social

Lo que comienza como una respuesta a problemas concretos —económicos, laborales, familiares o de incertidumbre— puede acabar convirtiéndose en un problema de salud de gran escala. La ciencia lleva años advirtiéndolo: el estrés crónico se ha extendido hasta convertirse en un fenómeno estructural en las sociedades avanzadas. La Organización Mundial de la Salud lo sitúa entre los principales desafíos de salud pública del siglo XXI, no solo por su impacto psicológico, sino porque afecta a todo el organismo.

Para explicar ese proceso, los investigadores utilizan el concepto de carga alostática, que describe el coste fisiológico que paga nuestro cuerpo cuando tiene que adaptarse de forma constante a situaciones de presión. El estrés puntual no es el problema. El organismo está preparado para activarse ante una amenaza: acelera el pulso, libera energía, mejora la atención y moviliza nuestras defensas. Esa respuesta es eficaz cuando es breve y va seguida de recuperación.

La dificultad aparece cuando esa activación deja de ser excepcional y se mantiene en el tiempo. Si el cuerpo no dispone de pausas reales para desactivarse, los mismos mecanismos que ayudan a rendir mejor de forma inmediata empiezan a perder eficacia y a generarnos daño. Las hormonas del estrés permanecen elevadas, el sistema nervioso se mantiene en alerta y los procesos de reparación y regulación no funcionan bien.

Con el paso de los meses o los años, este estado tiene consecuencias devastadoras. Se desarrolla una inflamación persistente que denominan "de bajo grado" que afecta a vasos sanguíneos y tejidos. El sistema hormonal regula peor las funciones básicas como el sueño, el apetito y el estado de ánimo. En el cerebro, la exposición prolongada al estrés reduce la capacidad de adaptación, dificulta el aprendizaje y la toma de decisiones y afecta a la memoria. Son alteraciones funcionales, no percepciones subjetivas.

Lo que comienza como una respuesta a problemas concretos puede acabar convirtiéndose en un problema de salud

El impacto se extiende al sistema cardiovascular y al sistema inmunitario. La presión arterial tiende a mantenerse elevada, aumenta el riesgo de enfermedad cardíaca y el organismo responde peor a infecciones y a los procesos de recuperación. Todo ello ocurre mientras la persona sigue funcionando, trabajando y cumpliendo, porque la carga alostática no nos incapacita de inmediato.

Ahí reside el núcleo del problema. El cuerpo entra en un modo de supervivencia pensado para emergencias breves y permanece en él durante demasiado tiempo. Lo que debía ser una respuesta puntual se convierte en un estado crónico. Y cuando eso ocurre, el desgaste deja de ser una sensación difusa y pasa a ser un proceso biológico con consecuencias reales para nuestra salud.

La evidencia que respalda esta relación es sólida. Grandes estudios internacionales muestran que el estrés crónico incrementa el riesgo de infarto y de ictus de forma comparable a factores como el tabaco, la hipertensión o la diabetes. Investigaciones con neuroimagen han demostrado que la activación sostenida de la amígdala, una región clave en la respuesta al miedo y la alerta, se asocia con inflamación arterial y con eventos cardiovasculares años después. El estrés, en definitiva, altera de forma objetiva el funcionamiento del cerebro y del cuerpo.

El estrés del billón de dólares

El impacto del estrés también es económico y de gran magnitud. En Europa, los costes asociados al estrés laboral y a la depresión, en general o que se llaman riesgos psicosociales, superan los 100.000 millones de euros al año, una cifra comparable al presupuesto anual de la sanidad pública de España. A escala global, la Organización Mundial de la Salud estima que la depresión y la ansiedad provocan la pérdida de 12.000 millones de días de trabajo cada año, con un coste cercano a un billón de dólares en productividad.

Y aun así, estas cifras no reflejan toda la dimensión del problema. Gran parte del coste del estrés se va acumulando en errores cotidianos, bajas que se alargan, rotación frecuente y decisiones peor tomadas. Es un coste que rara vez aparece de forma clara en las cuentas, pero que afecta de manera constante al funcionamiento de la economía y de la sociedad.

¡No normalicemos el estrés!

A la luz de todo lo que se sabe hoy, algunas conclusiones empiezan a ser difíciles de ignorar. La primera es que ajustar la carga y el ritmo de vida no es una cuestión de comodidad, sino de salud. Vivir permanentemente al límite, con urgencias continuas y sin margen de recuperación, puede sostenerse durante un tiempo, pero no sin consecuencias. El estrés no aparece cuando el rendimiento cae, sino mucho antes, cuando el cuerpo deja de tener espacio para desactivarse.

Algo similar ocurre con la disponibilidad constante. Estar siempre localizable, responder a cualquier hora y no distinguir entre tiempo de trabajo y tiempo de descanso mantiene al sistema nervioso en estado de alerta. Sin desconexión real no hay recuperación posible. Dormir mal es una señal de que los mecanismos de regulación están fallando. El sueño es una necesidad biológica básica, una de las pocas herramientas realmente eficaces para reducir la activación del estrés.

También importa cómo se habla del estrés. Silenciarlo favorece que se prolongue. Reconocer la sobrecarga, expresarla y poner límites no debilita a las personas ni a las organizaciones; permite afrontarlo antes de que el daño sea mayor. El estigma, en cambio, empuja a seguir funcionando cuando ya no se puede y acaba desplazando el problema hacia consecuencias más graves y difíciles de darles la vuelta.

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A todo ello se suma un factor cada vez más presente en nuestras vidas: la sobreestimulación constante. El asalto continuo de notificaciones, interrupciones y tareas simultáneas mantiene al cerebro en un estado de urgencia incluso cuando no existe una amenaza real. Reducir estímulos no significa rendir menos, sino permitir que el sistema recupere atención, claridad y capacidad de decisión.

Por encima de todo, la evidencia conduce a una conclusión difícil de esquivar: el estrés hay que tomárselo en serio. Repito, no como un rasgo de personalidad ni como una prueba de carácter, sino como lo que es: un proceso biológico que afecta al cerebro, al sistema inmunitario y al corazón. Ignorarlo no lo neutraliza; solo retrasa el momento en que el coste se convierte de invisible a visible.

Por eso decisiones como la de Andreu Buenafuente importan más allá de la televisión. No por su notoriedad, sino porque pone palabras a una experiencia que millones de personas viven sin micrófono. Cuando figuras públicas hablan de estrés, de presión o de la necesidad de parar, no relatan un caso aislado. Señalan un problema colectivo que durante demasiado tiempo se ha tratado como algo normal.

Escuchar esas voces —y la ciencia que las respalda— no es una concesión a la fragilidad. Es entender que una sociedad que no sabe frenar acaba pagando el precio. En salud, en economía y en vidas que continúan funcionando durante mucho tiempo, hasta que ya no pueden más.

Quince días antes de las campanadas de fin de año, Andreu Buenafuente comunicó que no las presentaría. La decisión llegó cuando el programa ya estaba anunciado y cerrado. No hubo discrepancias profesionales ni problemas técnicos. El motivo fue su salud. "No veo ninguna cosa buena en forzarme", explicó. Habló de estrés.

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