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El negocio de la falsa felicidad (II)
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Kike Vázquez

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El negocio de la falsa felicidad (II)

Buscando felicidad en las redes sociales, hemos cambiado nuestra forma de comportarnos y no para mejor. Necesitamos desconectar para conectar de verdad con los que nos rodean

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En agosto escribí un artículo llamado “El negocio de la falsa felicidad”. En él se introducía la siguiente problemática: ¿somos más felices usando los servicios y productos de numerosas empresas que solo nos ofrecen gratificaciones instantáneas? Mi conclusión era que, en ese proceso, en lugar de encontrar la verdadera felicidad, habíamos tropezado con el placer como objetivo, volviéndonos adictos a las pequeñas recompensas cortoplacistas.

En otras palabras. En lugar de buscar la felicidad en los amigos, en la familia, en el amor… construcciones que requieren dedicación y tiempo, pero que otorgan un verdadero bienestar emocional a largo plazo, en lugar de eso usamos Facebook. O Twitter, o WhatsApp, o Instagram, o la aplicación de turno. Cambiamos charlas por ‘retweets’, carcajadas por emoticonos y sentimientos por ‘likes’.

La conclusión es extrapolable a muchos otros negocios, todos juegan con nuestra dopamina cortoplacista. Todas las empresas tratan de jugar con nuestra psicología desde que, hace casi un siglo, empezaron a ser capaces de producir mucho más de lo que se demanda. A partir de ahí comenzaron a utilizar nuestra psicología para vendernos sus productos y no ser víctimas del exceso de oferta.

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Pero quizá el fenómeno nunca se había extendido tanto, ni había condicionado tanto nuestra conducta, como lo está haciendo actualmente la tecnología. Quizá porque éramos conscientes de que los excesos son malos, quizá porque nuestra economía nos limitaba, el hecho es que las empresas nunca habían tenido tanto éxito ‘hackeando’ nuestra mente como hasta ahora. Vincular a ‘Coca-Cola’ con ‘felicidad’ se queda muy corto con el efecto social de las tecnologías actuales.

La tecnología está bien vista socialmente. Además, es gratuita o barata, ¿por qué parar? ¿Por qué limitar algo ‘bueno’ que además nos hace ‘felices’? Sin darnos cuenta, nos hemos vuelto yonquis de las redes sociales y dependientes del ‘F5’. Buscamos online lo que no encontramos en el mundo real, y cada vez lo buscamos con más ahínco porque nuestro mundo real se desvanece más. La dopamina digital instantánea lo sustituye. No a unos pocos con un uso excesivo, sino que es un fenómeno social colectivo.

Suena alarmista. Quizá exagerado. Pero lo cierto es que se han publicado numerosas noticias en las últimas semanas que nos indican que este hecho es muy real. La semana pasada por ejemplo, un antiguo directivo de Facebook, Chamat Palihapitiya, afirmó que: “la cortoplacista retroalimentación de dopamina que hemos creado está destruyendo cómo funciona la sociedad: no hay discurso civil, no hay cooperación… desinformación, falsedad. No es un problema estadounidense. No son los anuncios rusos. Es un problema global”.

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La frase es muy contundente. Yo en mi artículo hablaba de la felicidad, Chamat, responsable durante 4 años del crecimiento de usuarios en Facebook, va mucho más lejos: no sólo es la felicidad, es nuestro comportamiento general. No es sólo que nos olvidemos de cómo ser felices, además nos volvemos más individualistas y nuestra forma de percibir información cambia, siendo mucho más manipulable.

Sean Parker, cofundador entre otros de Napster y primer Presidente de Facebook, también dijo hace dos semanas algo parecido. “Cambia nuestra forma de relacionarnos con la sociedad, los unos con los otros… Probablemente interfiere con la productividad de maneras extrañas. Solo Dios sabe qué estará haciendo con los cerebros de nuestros hijos (…) Damos algo de dopamina con cada like o comentario, y así subirán más contenido, y cada vez más, y más likes y comentarios (…) Explotamos una vulnerabilidad de la psicología humana”.

Es posible que algo intuyesen Bill Gates o Steve Jobs, entre otros padres de Silicon Valley, y por eso decidiesen criar a sus hijos con un uso limitado de la tecnología. Gates por ejemplo limitaba los minutos en el ordenador y no les dejó usar móvil hasta los 14. Jobs no les dejó usar el iPad y también impuso restricciones. ¿Qué saben los maestros de la tecnología sobre sus propios productos que el resto de los mortales no sabemos?

Hay numerosos estudios al respecto. Recientemente uno de ellos analizaba una tendencia que se produce en EEUU: desde 2011 se mueren más adolescentes por suicidio que por homicidio. La causa, según el estudio, es que los adolescentes pasan cada vez menos tiempo acompañados, haciendo que sea ‘más probable’ morir individualmente que colectivamente. Sin embargo encontraron también que aquellos que usaban sus smartphones varias horas al día tenían un 27% más de probabilidades de suicidarse. Hablamos más, pero nos sentimos más vacios porque conectamos menos, como dice el MIT.

Facebook ha respondido a las acusaciones. Dice que Chamat Palihapitiya no trabaja con ellos desde 2011, y que desde aquel entonces muchas cosas han cambiado. ¿En serio es Facebook tan diferente a 2011? No todo el mundo lo cree, de hecho Bloomberg se plantea si la red social no podría morir de éxito ante la inminente regulación que se avecina por estos problemas (entre otras cuestiones, como los ‘fake news’ o su política fiscal). Francia, por ejemplo, ya ha dado el paso y prohibirá los móviles en las escuelas y estudia que los menores de 16 años no puedan usar redes sociales sin el permiso paterno. Otros países la seguirán.

No debemos centrarnos en Facebook, aunque más de la mitad de los internautas la usen. No debemos pensar que una ley, aunque necesaria, va a cambiarlo todo y que nuestras vidas volverán a la normalidad. Eso no pasará. No mientras no valoremos la verdadera felicidad y la construyamos con fuertes cimientos. Sus pilares no son las redes sociales, sino los amigos, la familia y el amor. No es la comunicación, sino la verdadera conexión. Esa que solo nuestros seres queridos pueden proporcionarnos.

En agosto escribí un artículo llamado “El negocio de la falsa felicidad”. En él se introducía la siguiente problemática: ¿somos más felices usando los servicios y productos de numerosas empresas que solo nos ofrecen gratificaciones instantáneas? Mi conclusión era que, en ese proceso, en lugar de encontrar la verdadera felicidad, habíamos tropezado con el placer como objetivo, volviéndonos adictos a las pequeñas recompensas cortoplacistas.