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Rumbo Inversor
Por
OPA de BBVA a Sabadell: cómo atentar contra el interés general en tres pasos
Tres supervisores dijeron sí. Pero el cuarto poder, el político, todavía está pensando si le conviene
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La historia que hoy nos ocupa podría titularse «Manual de instrucciones para ahuyentar inversiones en tres cómodos pasos (sin mancharse las manos)». Paso uno: una empresa anuncia una operación estratégica. Paso dos: los supervisores independientes la autorizan tras evaluar los riesgos. Paso tres: el Gobierno entra en escena… y todo se complica.
Esto es exactamente lo que está ocurriendo con la OPA que BBVA ha lanzado sobre Banco Sabadell. Una operación empresarial legítima, que ha recibido el visto bueno del supervisor de los mercados (CNMV), del Banco Central Europeo (BCE) y de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC). Es decir, tres de tres en términos técnicos. Sin embargo, el Gobierno ha decidido tomar partido. ¿Cómo? Iniciando una consulta pública. O lo que es lo mismo: abriendo la puerta a intervenir sin decir aún ni cómo, ni por qué, ni con qué criterios.
La pregunta es tan sencilla como incómoda: ¿por qué, si los órganos competentes ya se han pronunciado, el Ejecutivo se reserva la última palabra? La respuesta aún no la conocemos. Y ese, precisamente, es el problema.
¿por qué, si los órganos competentes ya se han pronunciado, el Ejecutivo se reserva la última palabra?
Desde el punto de vista del inversor —sí, ese señor que pone su dinero esperando que le dejen, como mínimo, decidir qué hacer con él— la situación es desconcertante. Si se cumple con todos los requisitos legales, regulatorios y de competencia, pero aun así existe la posibilidad de que un gobierno se oponga, sin explicación clara ni límite definido, lo que hay no es un mercado. Es una tómbola política.
Este no es un caso aislado. El precedente más reciente lo tenemos en la OPA que el grupo húngaro Magyar Vagon (de la Unión Europea, recordemos) quería lanzar sobre Talgo. No fue una operación a escondidas, ni sospechosa. Simplemente no gustó. Y se archivó. La justificación oficial: motivos de «seguridad nacional». ¿Temor a que los trenes se convirtieran en armas móviles, como misiles sobre raíles? Técnicamente, claro, todo es posible. Pero si vamos a tomar decisiones de intervención en base a ese tipo de conjeturas, será mejor que vayamos desmontando también la industria de la automoción. Y los microondas. Y los ordenadores personales. Por si acaso.
¿Qué se pierde con estas decisiones?
Aquí es donde conviene ponerse serios. Porque esto no va solo de una OPA, ni de BBVA, ni de Talgo. Va de lo que se pierde cuando un país manda señales de que la iniciativa privada está subordinada a la voluntad gubernamental. Y lo que se pierde no es poco. Cuando un inversor ve que las reglas del juego pueden cambiar a mitad del partido, se retira. Y con él se retira su dinero. Y sin ese dinero, las empresas no pueden crecer; ni contratar; ni invertir en innovación; ni competir a nivel global. En otras palabras: España se empobrece.
No es un castigo. Es una decisión racional. El capital va donde se le respeta. Donde puede asumir riesgos, sí, pero con la certeza de que esos riesgos no son caprichosos ni arbitrarios. Si el mercado español se convierte en un lugar donde los accionistas no son los que deciden, sino un ente político con intereses cambiantes, el capital buscará otros destinos. Y no hay nada más global que el dinero.
A menudo, desde el Gobierno se alega que estas decisiones se toman por el bien del interés general. Que hay que proteger la economía; el empleo; la soberanía financiera o los equilibrios regionales. Pero proteger no es intervenir sin criterio. Proteger no es bloquear. Proteger, en un entorno maduro, consiste en crear un marco legal claro, estable y justo que aplique a todas las empresas de cada sector. No en jugar a ser árbitro y delantero al mismo tiempo.
Cuando un inversor ve que las reglas del juego pueden cambiar a mitad del partido, se retira
Lo que acaba ocurriendo cuando se confunde protección con control es que nadie quiere entrar al campo. Porque el resultado está decidido antes de que empiece el partido.
La consecuencia de este clima de inseguridad regulatoria y política no se nota solo en las cotizaciones. Se nota en la financiación que no llega; en los proyectos que no despegan; en los empleos que no se crean; en la menor recaudación fiscal; en la fuga de talento; en la desconfianza creciente hacia un país que debería ser una tierra fértil para el desarrollo empresarial, y que corre el riesgo de convertirse en un páramo para el inversor.
Y todo esto ocurre sin que nadie en el Gobierno parezca darse por aludido. Se actúa con la soltura de quien piensa que el progreso se decreta desde el BOE. Que basta con tener buenas intenciones y una rueda de prensa para que el PIB crezca.
Lo verdaderamente preocupante es que la confianza, una vez perdida, no se recupera fácilmente. Y sin confianza, no hay economía que aguante. Por eso, la posición que finalmente adopte el Gobierno en la OPA de BBVA sobre Sabadell será observada con lupa. No solo por los protagonistas de la operación, sino por el conjunto del ecosistema inversor.
¿Se respetará la voluntad de los accionistas, que son los verdaderos dueños de las compañías?
¿Se respetará la voluntad de los accionistas, que son los verdaderos dueños de las compañías? ¿Será el mismo criterio que en la unión entre Caixabank y Bankia? ¿O se impondrá un nuevo precedente donde el mercado queda sometido al juicio variable de quienes gobiernan?
Como inversor que no tiene acciones de BBVA ni de Sabadell, mi interés no es económico. Es sistémico. Me preocupa la salud del mercado español. Porque es de ese mercado de donde salen las oportunidades, el empleo, el conocimiento y el bienestar. Para todos. Salvo para aquellos pocos beneficiados directamente por el favor político.
Así que sí: hay mucho en juego. Y si no lo vemos, el próximo tren que pierda España no será uno de Talgo. Será el del desarrollo. Y esta vez, no por falta de vías, sino por exceso de barreras.
La historia que hoy nos ocupa podría titularse «Manual de instrucciones para ahuyentar inversiones en tres cómodos pasos (sin mancharse las manos)». Paso uno: una empresa anuncia una operación estratégica. Paso dos: los supervisores independientes la autorizan tras evaluar los riesgos. Paso tres: el Gobierno entra en escena… y todo se complica.