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La doble lectura del acuerdo de inversión entre la UE y China
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La doble lectura del acuerdo de inversión entre la UE y China

No quiero decir que China no tenga un interés muy fuerte en sellar un pacto con la UE, pero quizá los motivos no son solamente los anunciados

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En pocas semanas se presenta el Acuerdo Global de Inversiones UE-China (CAI, por sus siglas en inglés), establecido a finales de 2020, para su ratificación en el Parlamento Europeo. Este acuerdo, en teoría, iguala las condiciones para las empresas chinas y europeas, abre nuevas oportunidades de inversión, mejora la protección de consumidores y trabajadores y aporta claridad sobre determinados sectores abiertos a los inversores transfronterizos. Idealmente permitirá flujos de inversión china hacia los principales sectores (estratégicos) europeos, como el transporte aéreo, la computación en la nube o los servicios financieros, a cambio de un supuesto mayor acceso europeo al mercado chino.

Sin embargo, recientemente se ha disparado la tensión como resultado de las sanciones por supuestos problemas de derechos humanos y trabajo forzado en Xinjiang. Tal es así que, el 23 de marzo, el Parlamento de la UE canceló su reunión de revisión del acuerdo. Más allá del contenido y de los objetivos literales establecidos con el tratado cabe una doble lectura: aunque aparentemente tiene dos intenciones oficiales, como son facilitar la relación económica igualitaria entre ambos socios comerciales al tiempo que servir de instrumento para hacer valer los principios que rigen la estrategia europea por la sostenibilidad y los derechos sociales, es presumible que ni el nivel de compromiso ni los réditos sean los que espera la UE.

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Si bien por un lado es reseñable que China se haya comprometido a respetar las normas internacionales sobre cambio climático y derechos laborales, al mismo tiempo hay que reconocer que esto se ha hecho sobre un texto con el que es difícil obligar al país a adoptar normas internacionales en materia de derechos humanos y laborales. Los acontecimientos recientes son un claro ejemplo. Esto hace esperable que, como viene siendo tradición, no altere ni un ápice a lo que considera un derecho soberano, a saber: reafirmar sus propios valores dentro de sus fronteras y, en especial, en lo que concierne a sus propias minorías. Ni si quiera por un acuerdo de inversión, por muy beneficioso que sea, resulta creíble que pueda ceder a las premisas del trato y, al fin y al cabo, acabe resultando mera apariencia para cerrarlo sin una verdadera intención de adherirse a sus términos, como hizo al entrar en la OMC.

Con esta idea, no quiero decir que China no tenga un interés muy fuerte en sellar un pacto con la UE, pero quizá los motivos no son solamente los anunciados. Y aquí la segunda lectura. Para China, el CAI es mucho más que un acuerdo económico, dado que su ratificación puede constituir una traba para la profundización en las alianzas de la UE con EEUU. Ya existe, de hecho, un clima de tensión dada la insistencia de Biden en que ambos (la UE) se esperaran para una revisión de este en el espíritu multilateral que promueve la nueva administración americana. Alemania, principal promotor del CAI (con mucho el mayor socio comercial de China en la UE) aclaró en un ejemplo de autonomía estratégica no necesitar la aprobación de Washington.

Por tanto, más allá de las dudas generadas en las últimas semanas, no cabe duda de que para algunas empresas europeas el CAI supondría también una forma de mitigar el impacto de la pandemia y equilibrar el bajo rendimiento de las inversiones en otros mercados. Es por ello que las autoridades deben calibrar las consecuencias de la decisión que se tome en las próximas semanas. Déjenme poner en duda que, dado el interés que tiene Alemania, esto no vaya a salir adelante de una forma u otra. Pronto lo veremos.

En pocas semanas se presenta el Acuerdo Global de Inversiones UE-China (CAI, por sus siglas en inglés), establecido a finales de 2020, para su ratificación en el Parlamento Europeo. Este acuerdo, en teoría, iguala las condiciones para las empresas chinas y europeas, abre nuevas oportunidades de inversión, mejora la protección de consumidores y trabajadores y aporta claridad sobre determinados sectores abiertos a los inversores transfronterizos. Idealmente permitirá flujos de inversión china hacia los principales sectores (estratégicos) europeos, como el transporte aéreo, la computación en la nube o los servicios financieros, a cambio de un supuesto mayor acceso europeo al mercado chino.

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