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Tribuna Mercados
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Europa puede (y debe) valerse por sí misma
El viejo continente lleva años hablando de autonomía estratégica, pero sin grandes avances. Tal vez, la necesidad impuesta por un socio impredecible como Trump sirva como catalizador
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Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, la escena internacional vuelve a llenarse de incertidumbre. Su visión del comercio internacional como un juego de suma cero y su desconfianza hacia las alianzas multilaterales —incluida la OTAN— obligan a la Unión Europea a repensar su estrategia tanto comercial como defensiva. Europa, que durante más de siete décadas ha gozado de paz y estabilidad bajo un paraguas institucional y atlántico, enfrenta ahora una encrucijada: redefinir su autonomía o aceptar un nuevo ciclo de dependencia estratégica.
Desde su origen como un experimento de integración entre seis países, la Unión Europea ha sido una historia de éxito en muchos sentidos. Nacida del deseo de evitar los errores del pasado y cimentada sobre proyectos económicos como la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), fue capaz de reconstruir Europa tras la Segunda Guerra Mundial y evitar nuevas confrontaciones armadas en su seno. Sin embargo, el componente defensivo de esa integración, como demuestra el fallido intento de crear una Comunidad Europea de Defensa en 1952 —bloqueada en 1954 por el Parlamento francés—, siempre ha sido su talón de Aquiles. Hoy, más de siete décadas después, las circunstancias hacen que aquella idea recupere vigencia. Con Vladimir Putin desafiando el orden europeo desde las puertas de Ucrania y con Estados Unidos mostrando signos de fatiga —y hasta desdén— por su rol de garante de la seguridad global, Europa se ve obligada a tomar decisiones que no puede seguir posponiendo.
La Cumbre de Gales de 2014 marcó un punto de inflexión para la OTAN. Los países miembros se comprometieron a alcanzar un gasto mínimo del 2% del PIB en defensa para 2024. El compromiso parecía razonable, sobre todo ante la creciente agresividad de Rusia y la inestabilidad en el flanco sur. Sin embargo, la realidad ha demostrado ser muy distinta: muchos países europeos —entre ellos España— han incumplido ese compromiso, ya sea por razones económicas tras la crisis financiera, o por la persistente retórica política que aboga por “menos tanques y más mantequilla”. Este discurso, aunque legítimo en términos democráticos, ignora una premisa fundamental: no puede haber prosperidad económica sin garantías de seguridad. La libertad, base del estado democrático moderno, necesita un marco estable que sólo puede ofrecerse con una defensa común robusta. Y es ahí donde la Unión Europea debe asumir su responsabilidad, superando sus complejos históricos y construyendo una verdadera política común de defensa.
Pero el desafío no es solo militar. En el ámbito económico, el retorno de Trump augura nuevos episodios de tensión. Su primer mandato ya dejó muestras claras de su escepticismo hacia el libre comercio. Impuso aranceles a productos europeos, promovió una política proteccionista bajo el lema “America First”, y no dudó en dinamitar consensos comerciales multilaterales. La Unión Europea, que ha construido buena parte de su prosperidad sobre la base del comercio internacional y el respeto a las reglas del juego, se ve ahora en desventaja. Acostumbrada a un modelo de “fair trade play”, se enfrenta a un Estados Unidos que actúa como un Leviatán comercial: mueve los mercados globales con sus decisiones unilaterales, hunde bolsas extranjeras y genera una enorme incertidumbre para los exportadores europeos.
No todo es pesimismo
Los sectores más sensibles —como la automoción, la industria agroalimentaria o la aeronáutica— ya han empezado a prepararse para lo peor. El miedo a nuevos aranceles o restricciones al acceso al mercado norteamericano ha vuelto a instalarse en Bruselas y en las principales capitales económicas del continente. Y aunque por ahora las aguas parecen haberse calmado —salvo en lo referente a China, blanco preferido de la nueva administración estadounidense—, nadie descarta una escalada en los próximos meses.
Sin embargo, no todo es pesimismo. Esta situación, aunque compleja, puede representar también una oportunidad histórica para Europa. El viejo continente lleva años hablando de autonomía estratégica, pero sin grandes avances. Tal vez, la necesidad impuesta por un socio impredecible como Trump sirva como catalizador. La Comisión Europea, liderada por Ursula von der Leyen, ya ha dado algunos pasos. Los proyectos de rearme y el impulso a una política industrial común de defensa, junto con propuestas para reforzar la Base Tecnológica e Industrial de Defensa Europea (EDTIB), apuntan en esa dirección.
En ese esfuerzo por blindar nuestra soberanía tecnológica y militar, los centros de datos deben ocupar un lugar prioritario en la nueva arquitectura de defensa europea. En un mundo digitalizado, donde cada buque de guerra, cada carro de combate, cada dron y cada avión de combate opera gracias a redes de datos, inteligencia artificial y sistemas de control remoto, proteger la información crítica es tan vital como blindar una frontera física. El desarrollo y la soberanía sobre centros de datos seguros, resilientes y ubicados en territorio europeo es ya una necesidad estratégica. No se trata sólo de proteger la privacidad de los ciudadanos, sino de salvaguardar los secretos industriales, tecnológicos y operativos que garantizan nuestra seguridad colectiva. La proliferación de ciberataques, la guerra híbrida y el espionaje digital exigen una respuesta europea unificada en el ámbito del almacenamiento, procesamiento y control de datos sensibles.
Proteger la información crítica es tan vital como blindar una frontera física
Por ello, invertir en infraestructuras de datos como parte del rearme europeo no es un lujo, sino una exigencia del siglo XXI. Centros de datos interconectados, soberanos, con estándares comunes de ciberseguridad y con capacidad para dar soporte a las plataformas de defensa conjuntas, pueden convertirse en un auténtico escudo digital europeo. Tal infraestructura sería clave tanto para coordinar respuestas militares, como para proteger la cadena de suministro de defensa y garantizar la independencia tecnológica ante presiones externas.
Europa se enfrenta a un momento definitorio. La guerra en Ucrania ha roto el espejismo de una paz perpetua en el continente. El regreso de Trump obliga a reconsiderar las alianzas y a asumir mayores cuotas de responsabilidad. Ya no basta con ser un mercado atractivo o un referente de derechos sociales: la Unión Europea debe ser también un actor geopolítico maduro. Para ello necesita unidad, decisión y liderazgo. Los discursos populistas que trivializan el papel de la defensa, o las inercias institucionales que impiden una respuesta común, deben dar paso a una nueva mentalidad. La libertad, la estabilidad y la prosperidad de Europa dependen hoy, más que nunca, de su capacidad para valerse por sí misma. Y quizá, en esa tensión impuesta desde Washington, se encuentre la fuerza que Europa necesita para completar por fin su integración política y estratégica.
Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, la escena internacional vuelve a llenarse de incertidumbre. Su visión del comercio internacional como un juego de suma cero y su desconfianza hacia las alianzas multilaterales —incluida la OTAN— obligan a la Unión Europea a repensar su estrategia tanto comercial como defensiva. Europa, que durante más de siete décadas ha gozado de paz y estabilidad bajo un paraguas institucional y atlántico, enfrenta ahora una encrucijada: redefinir su autonomía o aceptar un nuevo ciclo de dependencia estratégica.