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Yo, ¿estudiar? ¡Si gano 3.000 pavos en el tajo!
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Alberto Artero

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Yo, ¿estudiar? ¡Si gano 3.000 pavos en el tajo!

La cita es literal. Al ocupar el apartamento que había alquilado para ese mes de agosto en Cádiz me encontré con un problema de albañilería. La

La cita es literal. Al ocupar el apartamento que había alquilado para ese mes de agosto en Cádiz me encontré con un problema de albañilería. La propiedad me envió a un chaval que apenas rozaría los 18 años, pelo rapado de pincho, cadenota de oro y mucho, mucho desparpajo. Se me ocurrió preguntarle por su formación y fue como abrir la espita a un geiser. “Aquí no estudia ni dios, quillo. Pa qué. Mira, con esto me levanto 3.000 pavos al mes y tengo pa tó. Que si el quad, que si las tías, que buen rollito por aquí y por allá. Soy el rey. Currar y disfrutar, que pa eso no hay que usar la cabeza”.

Era poco antes del momento álgido de la burbuja inmobiliaria y a servidor se le cayó el alma a los pies. Resultaba que en España la educación había pasado de ser una oportunidad que generaba rédito futuro, de ahí su obligatoriedad en las primeras etapas de escolarización, a ser percibida como un coste en sus fases posteriores, lastre que consumía los mejores años de la vida e impedía disfrutar de la misma.  Ni siquiera contemplaba mi interlocutor la posibilidad de acudir a la formación profesional como alternativa con objeto de hacer valer un oficio en el futuro. Pa qué. Trabajo en el tajo y juerga a destajo.

Me ha venido a la cabeza la conversación con este chaval al darme un garbeo por los últimos datos de paro dados a conocer en nuestro país coincidiendo con las vacaciones navideñas. Una estadística que empieza a importar poco en lo absoluto y a trascender mucho en lo relativo. Así, hay una cifra que cualquier partido político se debería grabar en el frontispicio de su programa electoral como elemento prioritario de actuación, si es que quedara en el parlamentarismo nacional algo de dignidad o de interés por el futuro de España: el 43% de desempleo juvenil, personas en situación laboral activa entre 16 y 24 años que, economía sumergida aparte, están de brazos cruzados –como casi seguro el chaval de mi ejemplo- contra el 17,5% de enero de 2007.

Las implicaciones negativas que este porcentaje tiene para el futuro de nuestro país son muy superiores a cualesquiera otras de las que ahora llenan las páginas de los periódicos como, por ejemplo, el estado de las cuentas públicas. De hecho, no se engañen, no se podrán arreglar estructuralmente los desequilibrios presupuestarios o el problema de competitividad o el de la falta de emprendedores, por poner sólo tres muestras, si no se resuelve previamente la incertidumbre que afecta a un escalón poblacional que algunos autores han dado ya en llamar la Generación Perdida (ABC-Darío Valcárcel, Lo que devora a España). Con todo lo que eso implica. Todo lo demás serán parches circunstanciales de poco recorrido. Ilusiones de cambio.

En efecto. Tradicionalmente se ha dicho que los factores determinantes del crecimiento a largo plazo son los recursos naturales, los humanos, el capital físico, el tecnológico y el marco institucional. De todos ellos el más importante es la fuerza laboral que fija con su voto el entorno administrativo y permite con su acción explotar las fuentes de riqueza intrínsecas de una economía y construir capacidad productiva y de servicios, innovar y crear a su vez empleo. Un círculo virtuoso cuya permanencia requiere de una juventud motivada y consciente del papel a desempeñar en el futuro, adecuadamente formada, capaz de asumir responsabilidades y de afrontar el fracaso, con vocación de cambio, rebeldía, insatisfacción y un punto de utopía, reivindicadora de sus derechos pero sabedora de sus deberes. Como lo fue esa Generación Cuéntame que hizo la Transición en España apostando a rojo o negro su futuro a cada minuto sólo por demostrar su valía ante sus padres y dar un porvenir mejor a sus hijos. Igualito que ahora, cuando prima en parte de nuestros jóvenes la desorientación por el abrupto despertar del sueño de la abundancia y la frustración de quienes creían que el bienestar es un derecho innato y no derivado del esfuerzo. Perversión de la injusticia.

Corregir esta incierta deriva exige una voluntad colectiva en la que prime el interés colectivo por encima del individual durante el tiempo necesario para su reconducción. Eso recibe el nombre de Pacto de Estado, acuerdo que abarque educación, formación, investigación, innovación y poca administración en el desarrollo de la iniciativa privada. Una tarea que se antoja imposible en la España de los reproches en la que nos desenvolvemos hoy. Sin embargo, sin una reflexión conjunta, primero, una ordenada puesta en común, después, y una ejecución consensuada, finalmente, que tome este toro por los cuernos y lo ponga en mejor suerte, seguiremos abonados al espejismo del optimismo mientras la Hidra de la desesperación ahoga a nuestra juventud, abonando así el terreno para la aparición de cualquier Heracles de medio pelo que prometan resolver el problema por la vía de la aglutinación del descontento, la exclusión y la xenofobia. En Vic ya han empezado. Quedan avisados.

Como siempre más en http://twitter.com/albertoartero y en la cuenta de Alberto Artero en Facebook.

La cita es literal. Al ocupar el apartamento que había alquilado para ese mes de agosto en Cádiz me encontré con un problema de albañilería. La propiedad me envió a un chaval que apenas rozaría los 18 años, pelo rapado de pincho, cadenota de oro y mucho, mucho desparpajo. Se me ocurrió preguntarle por su formación y fue como abrir la espita a un geiser. “Aquí no estudia ni dios, quillo. Pa qué. Mira, con esto me levanto 3.000 pavos al mes y tengo pa tó. Que si el quad, que si las tías, que buen rollito por aquí y por allá. Soy el rey. Currar y disfrutar, que pa eso no hay que usar la cabeza”.