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Tres grandes mitos norteamericanos
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Juan María Hernández Puértolas

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Tres grandes mitos norteamericanos

Baja participación, escaso interés por lo que sucede en el mundo, igualdad ideológica entre ambos partidos... a dos meses de las presidenciales, ¿son mitos todavía vigentes?

Foto: Votantes de Hillary Clinton esperan una intervención de la candidata demócrata en un acto de campaña, en Brooklyn, Nueva York. (Reuters)
Votantes de Hillary Clinton esperan una intervención de la candidata demócrata en un acto de campaña, en Brooklyn, Nueva York. (Reuters)

Visité Estados Unidos por primera vez en septiembre de 1971, en el transcurso de un viaje organizado por la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA, en sus siglas en inglés), un organismo autónomo que en 1999 pasó a depender del Departamento de Estado (el equivalente a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores). A no confundir con la legendaria CIA, la USIA ha invitado a lo largo del tiempo a miles de visitantes de todo el mundo a trabar conocimiento del 'american way of life', una política institucional y educativa que se antojaba especialmente apropiada en aquellos años de la Guerra Fría.

Richard Nixon estaba en la Casa Blanca, Spiro Agnew era su deslenguado vicepresidente y aunque ya no morían tantos soldados estadounidenses en Vietnam, la guerra seguía manteniendo en ebullición a determinados ámbitos sociales del país, algo especialmente visible en los campus universitarios.

El caso es que este españolito llegó a Washington con tres prejuicios profundamente arraigados en su tierna psique: que los estadounidenses registraban muy bajos índices de participación en las elecciones, que muy pocos de ellos estaban interesados en lo que sucedía más allá de sus fronteras -lo que se traducía en porcentajes ridículos de titulares de pasaportes- y que las diferencias ideológicas entre republicanos y demócratas eran tan marcadas (?) como las que separaban a la Coca-Cola de la Pepsi-Cola.

Todos los prejuicios tienen algo de tópico y algo de realidad, pero cuando faltan poco más de dos meses para que Estados Unidos se enfrente a sus elecciones presidenciales más atípicas -primera mujer candidata oficial, primer candidato a la presidencia sin experiencia previa en cargo electo en más de 60 años-, quizá sea bueno repasar la vigencia de esos mitos.

placeholder Estadounidenses escuchan el himno nacional antes de un mitin de Trump en Everett, Washington, el 30 de agosto de 2016. (Reuters)
Estadounidenses escuchan el himno nacional antes de un mitin de Trump en Everett, Washington, el 30 de agosto de 2016. (Reuters)

El nivel récord de participación en unas elecciones presidenciales estadounidenses en la época moderna se estableció en 1960, cuando John F. Kennedy se impuso muy ajustadamente al entonces vicepresidente, Richard Nixon. Fue un porcentaje (62,8%) perfectamente homologable al de aquellos regímenes democráticos occidentales en los que la votación no es obligatoria. La vez que más se han acercado unas elecciones presidenciales a esa cota fue en 2008, cuando el senador Barack Obama derrotó a su colega de la Cámara Alta y héroe de la guerra de Vietnam John McCain, con una participación del 57,1%. Por el contrario, el récord de abstención se estableció en 1996, cuando en la reelección del presidente Clinton frente al senador Bob Dole y al candidato independiente Ross Perot solo participó el 49% del censo.

Trump obtuvo 13 millones de votos para conseguir la nominación republicana, un récord para un candidato de ese partido, pero se calcula que en noviembre necesitaría un mínimo de 63 millones para ser elegido presidente

¿Es mucho, es poco? Para un país en el que es preciso registrarse previamente para votar -en algunos estados, con meses de antelación-, en el que existe una gran movilidad geográfica y en el que se vota habitualmente en día laborable sin que la inmensa mayoría de las empresas conceda permiso pagado a sus empleados para acudir a las urnas, no parece un dato alarmante. Sin embargo, sí resulta inquietante que en torno a un tercio del censo no esté registrado y quede al margen del proceso político. De ahí las energías, el tiempo y el dinero que las organizaciones de las campañas dedican a registrar nuevos votantes.

Huelga decir que en comicios para otros cargos -gobernadores, senadores, congresistas, primarias presidenciales, etcétera-, la participación es aún más baja. Tras todo el carrusel de primarias, Donald Trump obtuvo 13 millones de votos para conseguir la nominación republicana, un récord para un candidato de ese partido, pero se calcula que en noviembre necesitaría un mínimo de 63 millones para ser elegido presidente.

¿Son los norteamericanos tan pueblerinos como a veces se les presenta? ¿Hasta qué punto es cierto el manido tópico de que no saben situar a España en el mapa y de que muchos creen que somos una república sudamericana? Es difícil dar una respuesta científica a este interrogante, pero sí que hay algún dato significativo si admitimos que ese síndrome se supera viajando. En 1989, apenas siete millones de estadounidenses tenían pasaporte, un ridículo 3% de la población, cifra que se incrementó modestamente hasta el final del siglo, cuando llegó a los 48 millones (16,5%). El último estudio disponible data de 2012 y eleva el número hasta los 110 millones, un ya respetable 35% de la población.

Curiosamente, el terrorismo ha tenido bastante que ver con este mayor cosmopolitismo, así como la propia globalización del terror. Antes del 11 de septiembre, los estadounidenses podían viajar sin pasaporte a Canadá y México, sus dos grandes vecinos terrestres. Y, aunque sea una obviedad, los espacios físicos imponen y propician los desplazamientos interiores más que los ultramarinos; Francia, Dinamarca y el Benelux caben en el estado de Texas, y aún sobraría sitio, cuesta casi una hora más volar desde Nueva York a Los Ángeles -cinco horas- que de Lisboa a Helsinki.

placeholder Simpatizantes del candidato libertario Gary Johnson, durante un acto de campaña en Boston, Massachusetts, el 27 de agosto de 2016. (Reuters)
Simpatizantes del candidato libertario Gary Johnson, durante un acto de campaña en Boston, Massachusetts, el 27 de agosto de 2016. (Reuters)

Pero, indudablemente, el tópico que más ha cambiado es el de la presunta igualdad ideológica entre los dos grandes partidos. En aquella época, a finales de los años sesenta del pasado siglo, aún cabían en el Partido Republicano notables progresistas como el gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller. El denostado Richard Nixon intentó sin éxito implantar la asistencia sanitaria universal mucho antes que Obama, fundó la Agencia de Protección Medioambiental -EPA, en sus siglas en inglés- y, horror de los horrores para la ortodoxia conservadora, introdujo el control de precios y salarios en un momento de su mandato.

En cuanto a los demócratas, desde la época del New Deal del presidente Roosevelt hasta la revolución de los derechos civiles se produjo una forzada coexistencia entre el ala progresista del partido en el nordeste del país con la carcundia más reaccionaria del sur; la resultante fue la aprobación de medidas más o menos avanzadas en materia social a cambio de mantener un régimen de virtual 'apartheid', de rígida segregación racial, en los estados de la antigua Confederación.

Hoy en día, con la posible excepción de un puñado de moderados en ambos partidos, el Partido Demócrata se sitúa en términos europeos en el centro izquierda del espectro político, mientras que el Partido Republicano, especialmente tras ser cooptado por el Tea Party, se ubica en la extrema derecha, incluso aplicando los generosos estándares norteamericanos en la materia. Geográficamente, también se ha producido un giro copernicano; en los tormentosos años sesenta, el sur era casi unánimemente demócrata, mientras que ahora los únicos congresistas demócratas que sobreviven en esa zona del país suelen ser afroamericanos en representación de urbes como Atlanta o Nuevo Orleans. El resto es un océano republicano. Por el contrario, cada vez es más difícil encontrar a un legislador republicano en Nueva Inglaterra o en amplias zonas de la costa oeste.

Este es uno de los cambios más profundos que ha experimentado la sociedad norteamericana en los últimos tiempos, esa deriva hacia una extrema y aparentemente irreconciliable polarización, lo que hace extremadamente difícil el gobierno por consenso, que es lo que sabiamente previeron los padres de la Constitución hace casi 230 años.

Visité Estados Unidos por primera vez en septiembre de 1971, en el transcurso de un viaje organizado por la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA, en sus siglas en inglés), un organismo autónomo que en 1999 pasó a depender del Departamento de Estado (el equivalente a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores). A no confundir con la legendaria CIA, la USIA ha invitado a lo largo del tiempo a miles de visitantes de todo el mundo a trabar conocimiento del 'american way of life', una política institucional y educativa que se antojaba especialmente apropiada en aquellos años de la Guerra Fría.

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