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Juan María Hernández Puértolas

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¿Todo empezó en el 68?

En 1968 se produjo la colisión de dos placas tectónicas, el conservadurismo tradicional y el progresismo heredado del “New Deal”. Las secuelas son profundas y algunas se arrastran hasta hoy

Foto: Veteranos de Vietnam escuchan al presidente Barack Obama en el Memorial Day, en el cementerio de Arlington, en Washington (Reuters).
Veteranos de Vietnam escuchan al presidente Barack Obama en el Memorial Day, en el cementerio de Arlington, en Washington (Reuters).

El periodista y ensayista Michael A. Cohen ha invertido casi cinco años en completar lo que a mi juicio es una obra maestra sobre la política norteamericana en los años sesenta del pasado siglo, demostrando fehacientemente cómo esos acontecimientos que transcurrieron hace casi cincuenta años siguen dominando el panorama político estadounidense.

“American Maelstrom”, que ése es el título del ensayo de Cohen -podría traducirse como “Remolino Americano”-, va mucho más allá de la simple crónica de las elecciones presidenciales de 1968, lo que dejaría fríos a muchos de nuestros “millennials”, tan alejados en valores y estilo de vida de “baby boomers” como Donald Trump o el matrimonio Clinton, ya al filo de los 70 años y que vivieron directamente esos hechos (Barack Obama, nacido en 1961, estaría a caballo entre ambas generaciones). Su tesis es que ese año se produjo la colisión de dos placas tectónicas, la del conservadurismo tradicional y la del progresismo heredado del “New Deal”, que transformaron radicalmente su esencia, un terremoto cuyas consecuencias aún se dejan sentir en la América de hoy.

La simple relación telegráfica de las muchas cosas que ocurrieron esos meses en Estados Unidos -a este lado del Atlántico tuvimos el llamado Mayo francés y el fin de la Primavera de Praga tras la invasión de Checoslovaquia por parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia- excede con mucho las posibilidades de esta columna. Sin embargo, es imprescindible recordar cómo la guerra en Vietnam dividió profundamente a la sociedad norteamericana, propiciando ya en el otoño de 1967 la búsqueda en el seno del Partido Demócrata de un candidato que disputara el nombramiento presidencial a nada menos que al presidente en ejercicio de su propio partido, Lyndon Johnson. Fue, salvando las siderales distancias, como si un diputado del PP desafiara hoy a Mariano Rajoy a presentarse a unas primarias para decidir la investidura.

El caso es que hubo un político que dio ese paso al frente, el senador Eugene McCarthy, quien en las elecciones primarias de Nuevo Hampshire que abrían formalmente el 12 de marzo el proceso electoral de 1968 obtuvo un resultado más que digno, un 42%, frente al 49% del presidente.

A partir de entonces, los acontecimientos se precipitaron. Robert Kennedy, reacio hasta entonces a competir con Johnson para no dividir el partido y para que no le acusaran de apresurarse en ocupar el sillón de su hermano el presidente mártir, comprobó que esa división era ya irreversible y presentó su candidatura tres días después.

Para sorpresa de propios y extraños, el presidente Johnson anunció el 31 de marzo que iba a explorar nuevas vías de negociación con el Gobierno de Vietnam del Norte, que esa tarea iba a exigir toda su atención y que, por lo tanto, no se presentaría a la nominación demócrata.

placeholder Kennedy (d) junto a sus hermanos Robert (i) y Edward en la Casa Blanca, en Washington (Reuters).
Kennedy (d) junto a sus hermanos Robert (i) y Edward en la Casa Blanca, en Washington (Reuters).

El 4 de abril, en plena Semana Santa, un autoproclamado supremacista blanco, James Earl Ray, asesinó en Memphis al reverendo afroamericano y Premio Nobel de la Paz, Martin Luther King. El país, que ya había conocido pavorosos disturbios raciales en los años anteriores en Los Angeles (Watts), Newark o Detroit, se enfrentó a una verdadera insurrección de muchos barrios de población afroamericana, especialmente en Washington DC, Chicago, Baltimore y Kansas City. Solo en la capital federal ardieron más de 1.200 edificios, patrullando sus calles soldados y carros de combate y registrándose enfrentamientos a apenas dos manzanas de la Casa Blanca. Hubo medio centenar de muertos, una cifra sin duda significativa pero baja en relación a la magnitud de las protestas.

Cuestiones como la lucha por los derechos civiles, el activismo del Gobierno federal o la guerra contra la pobreza, que formaban parte del ADN del Partido Demócrata, se fueron haciendo cada vez más impopulares entre el electorado blanco

A este respecto puedo contar una anécdota personal. Unos compañeros del colegio de un par de cursos por encima del mío hicieron el viaje de estudios a Estados Unidos durante esa fatídica Semana Santa y al llegar a Washington, para consternación de sus padres y educadores, creyeron que se estaba produciendo un golpe de estado, suplicando entre sollozos volver ipso facto a casa… Algunos barrios de la capital federal no se reconstruyeron hasta finales de los años noventa y años más tarde aún daban la sensación de que hubieran sufrido un bombardeo.

Apenas habían transcurrido dos meses del asesinato de King y a los cuatro años y pico del magnicidio de Dallas, otro Kennedy fue víctima de un atentado mortal. Tras imponerse ajustadamente al senador McCarthy en las elecciones primarias de California, Bobby Kennedy fue asesinado en la despensa del Hotel Ambassador de Los Angeles. Solo tenía 42 años.

El Partido Demócrata celebró a fines de agosto en Chicago su convención nacional, que nombró al vicepresidente Humphrey candidato a la presidencia en medio de un caos total. La policía cargó duramente contra los manifestantes pacifistas y Humphrey fue incapaz de apartarse ni un milímetro de la posición oficial de la Administración Johnson sobre la guerra, que expresada muy crudamente consistía en arrastrar a bombazos a los norvietnamitas a la mesa de negociación.

placeholder Estadounidenses visitan el monumento en memoria de los veteranos de Vietnam, en Washington, el Día de los Veteranos (Reuters).
Estadounidenses visitan el monumento en memoria de los veteranos de Vietnam, en Washington, el Día de los Veteranos (Reuters).

En el bando republicano, Richard Nixon, quien seis años antes había anunciado su retirada de la política tras haber perdido las elecciones a gobernador de California, se lo repensó y supo colocarse hábilmente en el centro del partido. Tantos años de patearse el país costa a costa le sirvieron para conseguir la nominación de su partido con relativa facilidad. A la derecha de ambas formaciones se situó la candidatura independiente del gobernador George Wallace, con un lenguaje xenófobo y populista no muy distinto al desarrollado actualmente por Donald Trump.

Nixon mantuvo la ventaja en las encuestas toda la campaña, pero al final sólo le sacó medio millón de votos al vicepresidente Humphrey. Wallace sacó casi el 15% de los votos y se impuso en cinco estados del sur profundo, el último candidato independiente hasta la fecha capaz de conseguir votos electorales, que son los que se apunta un candidato cuando es el más votado en un estado concreto.

Ese año marcó el principio del fin del ala progresista del Partido Republicano. De hecho y a pesar de su retórica, Nixon fue un presidente centrista, ampliamente desbordado a su derecha por Reagan

Hasta aquí, los hechos. Las secuelas son profundas y algunas se arrastran hasta hoy. Apuntaremos algunas de las más evidentes:

.- Ese año marcó el principio del fin del ala progresista del Partido Republicano. De hecho y a pesar de su retórica, Nixon fue un presidente centrista, ampliamente desbordado a su derecha por Ronald Reagan en la recta final del siglo XX.

.- Cuestiones como la lucha por los derechos civiles, el activismo del Gobierno federal o la guerra contra la pobreza y la desigualdad, que formaban parte del ADN del Partido Demócrata, se fueron haciendo cada vez más impopulares entre el electorado blanco, que los codifica crecientemente en términos raciales. En cambio, cada vez seduce más el mantra de los republicanos: menos impuestos, menos regulaciones y menos gobierno.

.- La paradoja republicana es que esas políticas se proclaman de boquilla, pero que, a la hora de la verdad, el pueblo no quiere que se eliminen los programas de asistencia social. Durante los ocho años de Reagan, el presupuesto federal en educación aumento un 47%, mientras que George Bush hijo incluyó en el presupuesto sanitario, a un coste considerable, los medicamentos con receta.

.- Los demócratas, que tenía fama de halcones en política exterior y bajo cuyas administraciones se iniciaron las dos grandes guerras mundiales, así como las de Corea y Vietnam, adquieren fama de blandengues a raíz de las grandes movilizaciones pacifistas de los años sesenta y setenta. Ni Al Gore, candidato en el año 2000, ni John Kerry, candidato en el 2004, pudieron quitarse esa etiqueta, pese a haber servido ambos en Vietnam. Además, el muro de Berlín cae bajo la administración de Bush padre. El equilibrio sólo empieza a restaurarse a raíz de la catastrófica intervención en Iraq impulsada por Bush hijo. De hecho, hoy se ve más intervencionista en política exterior a Hillary Clinton que a Donald Trump.

.- Finalmente, el consenso bipartidista que se prolongó hasta bien entrada la presidencia de Ronald Reagan pero que empezó a resquebrajarse hace ahora 50 años, se encuentra hoy en estado semicomatoso. La intransigencia de unos y de otros, más de los republicanos que de los demócratas, ésa es la verdad, ha propiciado varios cierres del Gobierno federal y una polarización extrema. Obama dejará la presidencia el próximo 20 de enero con un país profundamente dividido y no da la sensación de que Hillary Clinton, ni mucho menos Donald Trump, sean capaces de volver a unirlo.

El periodista y ensayista Michael A. Cohen ha invertido casi cinco años en completar lo que a mi juicio es una obra maestra sobre la política norteamericana en los años sesenta del pasado siglo, demostrando fehacientemente cómo esos acontecimientos que transcurrieron hace casi cincuenta años siguen dominando el panorama político estadounidense.

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