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Trump frente a Clinton: mentiras, grandes mentiras y debates televisados
Los debates que se inician el lunes entre Clinton y Trump revisten un morbo especial. Es evidente que el magnate ha insultado a su rival durante la campaña, pero ¿será capaz de hacerlo en su propia cara?
El 26 de septiembre de 1960, curiosamente en el mismo mes y en el mismo día en que Hillary Clinton y Donald Trump celebrarán este año su primer debate, John Fitzgerald Kennedy y Richard Milhous Nixon protagonizaron desde un estudio de Chicago el primer debate televisado de la historia entre dos candidatos a la presidencia del país.
Aquel debate fue legendario, ya que gracias al bronceado y juvenil aspecto del senador Kennedy, en contraposición al rostro cerúleo y la cerrada barba de media tarde del vicepresidente Nixon, se atribuyó la victoria del primero en el debate y, consecuentemente, su triunfo en las elecciones presidenciales de aquel año.
En unas elecciones como aquellas, que se resolvieron por poco más de 100.000 votos de diferencia en un total aproximado de 68,5 millones, es obvio que cualquier detalle importa. Pero precisamente por eso, uno puede atribuir la victoria de Kennedy a otras muchas causas, desde las gestiones de su hermano Robert con un juez para sacar de una cárcel de Georgia al reverendo Martin Luther King, con el consiguiente impacto en el voto afroamericano, hasta la decisión de incluir al tejano Lyndon Johnson como candidato a la vicepresidencia, lo que con toda probabilidad inclinó a Texas del lado demócrata.
No me olvido de una potente leyenda urbana, la supuesta conspiración del padre de Kennedy y el alcalde de Chicago, Richard Daley, con la mediación del gánster Sam Giancana y de Frank Sinatra, para que unos cuantos miles de muertos votaran por el candidato demócrata y decantaran a su favor el estado de Illinois. Aunque así hubiera sido, se olvida con facilidad que la victoria de Kennedy fue mucho más holgada en el colegio electoral que en votos populares, así que la victoria en Illinois tampoco habría franqueado las puertas de la Casa Blanca a Nixon.
En cualquier caso, tan generalizada y duradera —hasta hoy— fue la sensación de que aquellas elecciones del 60 se habían decidido en aquel mano a mano de Chicago entre Kennedy y Nixon, que hubieron de transcurrir 16 años hasta que los candidatos a la presidencia volvieran a debatir ante las cámaras de televisión. En aquel debate, celebrado en Filadelfia en septiembre de 1976, ocurrió un incidente absolutamente simbólico de la rigidez que rodea a esta clase de eventos. Justo antes de empezar la emisión, con el presidente Gerald Ford y el gobernador Jimmy Carter ante sus respectivos atriles, falló el audio. Durante 27 interminables minutos, el tiempo que tardó en subsanarse el problema, ambos candidatos aguantaron impávidamente de pie sin cruzarse palabra alguna, temiendo probablemente que cualquier gesto o movimiento pudiera volverse en su contra.
A mi juicio, ese incidente revela nítidamente la esencia de esos debates, que luego ya se han venido celebrado ininterrumpidamente cada cuatro años. Debate al que ningún candidato en su sano juicio —incluyendo a Donald Trump— puede negarse a comparecer, salvo que esté dispuesto a arrostrar un descrédito personal inmenso. Y esa esencia consiste básicamente en no cometer errores y en presentar una imagen cordial y distendida; mejor parecer sencillo que pedante.
Por tanto, y contra lo que se argumenta insistentemente, estos debates rara vez han decidido las elecciones, pero sí constituyen un gran espectáculo, incluyendo ocasionalmente ribetes tragicómicos. Se recuerdan por ejemplo los suspiros condescendientes del vicepresidente Al Gore en un debate del año 2000 con el por entonces gobernador de Texas, George W. Bush, dando a entender que su oponente era un perfecto botarate. Que eso fuera probablemente cierto no quita para que evidenciara la insoportable arrogancia del único candidato a la presidencia galardonado con un Premio Nobel y un Oscar de Hollywood. También llamó la atención la imagen de Bush padre en 1992 mirando ostensiblemente su reloj de pulsera, evidenciando que no veía el momento de acabar el debate que sostenía con el elocuente gobernador de Arkansas, Bill Clinton, y el excéntrico empresario tejano Ross Perot.
La superioridad intelectual de Clinton está descontada y debe ir con cuidado para que no parezca arrogancia y levante más ampollas en ese sector del electorado al que calificó imprudentemente hace poco de cesta de deplorables
En muchos cursos de portavoces de medio mundo se recuerda la genialidad con la que Ronald Reagan desmontó el argumento de su presunta senilidad en las elecciones de 1984, cuando ya tenía 73 años, habiendo dado muestras en un debate anterior de pérdida de reflejos y desorientación. Ante el regocijo generalizado de la audiencia y la carcajada de su propio rival, el exvicepresidente Walter Mondale, Reagan proclamó: “Quiero que todos ustedes sepan que no usaré la edad como tema electoral en esta campaña. No voy a explotar por motivos políticos la juventud e inexperiencia de mi rival”.
Menos conocido resulta que para esos debates Reagan se preparó concienzudamente, quizás incluso en exceso, sometiéndose a cinco exhaustivos ensayos de hora y media cada uno con un notable polemista, David Stockman, una especie de Josep Borrell a la americana. Tanto se imbuyó Stockman de su papel que, en un momento dado, se puso a gritar como un poseso al presidente, acusándole de chochear, de vaguear y de no enterarse de nada. Se hizo un silencio sepulcral y Reagan abandonó la sala con rostro compungido. Stockman, que había sido un brillante director de la Oficina del Presupuesto en el primer mandato de Reagan, abandonó poco después la Administración.
El nombramiento de la entonces gobernadora de Alaska, Sarah Palin, como candidata republicana a la vicepresidencia en el tique encabezado por John McCain en 2008 causó auténtica sensación, pero pronto se reveló como un auténtico desastre. En el debate con su homólogo del Partido Demócrata, el senador Joe Biden, aparte de exhibir una supina ignorancia acerca de casi todo lo que allí se trató, la candidata empezó a guiñar compulsivamente un ojo, para pasmo y/o hilaridad de la audiencia. El propio Biden trató de tranquilizarla.
Obviamente, también se han producido meteduras de pata significativas, como cuando el presidente Ford afirmó, 15 años antes de la caída del muro de Berlín, que los países de la Europa del Este no estaban bajo el dominio de la Unión Soviética. Michael Dukakis, un animoso gobernador de Massachusetts que disputó en 1988 la presidencia al entonces vicepresidente George Bush, afirmó en el transcurso de un debate que no propondría la pena de muerte ni siquiera para el hipotético autor de la violación y el asesinato de su esposa, presente por cierto en el plató. La admirable coherencia de Dukakis contrastó con la tremenda frialdad con la que efectuó esa afirmación, que no le proporcionó rédito alguno.
Los debates que se inician el próximo lunes entre la exsecretaria de Estado Hillary Clinton y el magnate inmobiliario Donald Trump revisten ciertamente un morbo especial. A lo largo de los debates con sus correligionarios, es un decir, del Partido Republicano, Trump exhibió una insólita capacidad para el insulto y el desprecio personal, amén de acuñar motes dañinos y duraderos, como el del pequeño Rubio, el del mentiroso Ted (Cruz) o el del hipoenergético Jeb (Bush). Es evidente que ha insultado a su rival demócrata a lo largo de la campaña, pero ¿será capaz de hacerlo en su propia cara? ¿Cómo responderá esta?
Por otro lado, es obvio que la exprimera dama está mucho más preparada en todos los ámbitos por los que puede discurrir el debate, y tiene una fama acreditada de mantener el tipo en esta clase de eventos, tanto cuando disputó en 2008 la nominación demócrata a Barack Obama como este año frente al senador Bernie Sanders. Sin embargo, su superioridad intelectual está descontada y debe ir con cuidado para que no parezca arrogancia y levante más ampollas en ese sector del electorado al que calificó imprudentemente hace poco de cesta de deplorables.
La historia también demuestra que una mala noche la tiene cualquiera y que existe la posibilidad de revancha. De poco le sirvió a Walter Mondale superar nítidamente a Ronald Reagan en su primer debate o a Mitt Romney arrollar a un superconfiado Barack Obama, también en la primera ocasión en que se enfrentaron. El problema es que está todo tan pactado y negociado que la audiencia se queda más en el cómo se dicen las cosas que en lo que realmente dicen los candidatos. Lo dicho, lo importante es conservar a los propios y no cometer ningún error de bulto. No está tan claro, en cambio, que en un debate televisado rija la norma que con tanto éxito ha empleado Trump a lo largo de toda la campaña, que la notoriedad, buena o mala, es un éxito en sí misma. O como dice él mismo: “All press is good press”.
El 26 de septiembre de 1960, curiosamente en el mismo mes y en el mismo día en que Hillary Clinton y Donald Trump celebrarán este año su primer debate, John Fitzgerald Kennedy y Richard Milhous Nixon protagonizaron desde un estudio de Chicago el primer debate televisado de la historia entre dos candidatos a la presidencia del país.