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¿Sigue siendo la economía, listo?
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Juan María Hernández Puértolas

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¿Sigue siendo la economía, listo?

El problema no es tanto el brutal incremento del déficit y de la deuda que se produciría en caso de aplicarse al pie de la letra las recetas de Trump. El problema va más allá

Foto: La candidata demócrata Hillary Clinton a punto de entrar en su avión de campaña en Middletown, Pennsylvania, el 4 de octubre de 2016 (Reuters).
La candidata demócrata Hillary Clinton a punto de entrar en su avión de campaña en Middletown, Pennsylvania, el 4 de octubre de 2016 (Reuters).

Fue James Carville, jefe de estrategia de la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992, quien acuñó la frase -“es la economía, estúpido”- que hizo fortuna universal, pero el bolsillo siempre ha formado parte de las prioridades de los estadounidenses en el momento de ir a votar.

El propio George Bush padre declaró públicamente que uno de los principales responsables de su derrota en las urnas había sido el presidente de la Reserva Federal más icónico de la historia de esa institución, el legendario Alan Greenspan. Bush lo expresó con un juego de palabras de difícil traducción –“I reappointed him, and he disappointed me”-, dando a entender que Greenspan había sido un ingrato al no corresponder al gesto de la Casa Blanca de nombrarle para un nuevo mandato al frente de la Fed.

El supuesto pecado de Greenspan habría sido no bajar los tipos de interés a tiempo, proporcionando así una cierta alegría en los mercados, lo que a su vez hubiera facilitado la reelección del presidente. Lo cierto es que al último presidente que no consiguió renovar su mandato le condenó la candidatura independiente del empresario Ross Perot, que propició la división del voto conservador, y su rectificación en materia fiscal, obligado a subir impuestos ante el océano de números rojos propiciado por la reducción tributaria acordada en tiempos de Reagan. Bush padre no fue un mal presidente, especialmente en política exterior, pero era un pésimo candidato; de hecho, algunos historiadores afirman que su victoria en 1988 se debió a la extraordinaria popularidad de Ronald Reagan, al que sirvió fielmente como vicepresidente durante ocho años.

Pero, ¿de qué estamos hablando exactamente al referirnos a la economía en relación a los comicios? Me temo que, como sucede en España, no muchos estadounidenses estén al corriente de los programas -"platforms" se llaman allí- que los dos grandes partidos aprobaron en sus respectivas convenciones. Da más bien la sensación de que lo que valorará primordialmente el electorado es el historial gestor de ambos candidatos y la capacidad para cumplir sus respectivas promesas. Y, como el valor en el Ejército, a un buen gestor la integridad se le supone.

Ahí empiezan los problemas. Cuando Donald Trump llama a su rival “crooked Hillary”, Hillary la corrupta, está intentando obviamente llamar la atención de los votantes sobre las supuestas prácticas venales de la fundación que lleva el nombre del matrimonio Clinton, especialmente durante los cuatro años en los que la candidata demócrata fue secretaria de Estado. La acusación subyacente es que a los contribuyentes a esa ONG, especialmente a los extranjeros, no les guiaban motivos altruistas, sino la posibilidad de tener acceso privilegiado a la Administración Obama. En el ánimo de muchos votantes de cierta edad también deben pesar los embrollos judiciales en los que se vio involucrado el matrimonio Clinton en la recta final del pasado siglo, en el llamado caso Whitewater, un negocio inmobiliario que supuestamente generó a la pareja abundantes plusvalías. Aunque nunca pudo probarse nada, la sombra de la sospecha sigue allí, probablemente agudizada por las afirmaciones de Hillary Clinton en el sentido de que las minutas legales propiciaron que abandonaran la Casa Blanca con una mano delante y la otra detrás, no sin antes indultar a algunos tipos poco recomendables.

El caso es que el historial de Donald Trump, por mucho que se escude en un hecho cierto, que ha dedicado toda su vida al mundo de la empresa y no al de la política, no es precisamente ejemplar. Su contumaz negativa a hacer públicas sus declaraciones de impuestos, rompiendo con una tradición seguida por todos los candidatos a la presidencia desde 1976, no induce obviamente a la confianza. Hasta hace unos días, se atribuía esta negativa a un intento de ocultar que no era tan rico como pregona o, más probablemente, a que apenas ha pagado impuestos a lo largo de toda su vida profesional. El reportaje publicado recientemente por el 'New York Times', cuyos aspectos esenciales no ha negado Trump, apuntan a unas pérdidas multimillonarias del empresario a finales de los años noventa –se habla de 916 millones de dólares-, lo que le habría permitido no pagar apenas impuestos a lo largo de los siguientes 20 años. Parafraseando al propio Donald en su primer debate televisado con Hillary Clinton, eso demostraría lo listo que es. Impagable.

placeholder Simpatizantes del candidato republicano Donald Trump rezan antes de un mitin de campaña en Prescott Valley, Arizona (Reuters).
Simpatizantes del candidato republicano Donald Trump rezan antes de un mitin de campaña en Prescott Valley, Arizona (Reuters).

De todas formas y en una suerte de mundo al revés, particularmente desde la perspectiva europea, da la sensación de que Hillary Clinton es la candidata favorita del 'establishment', incluyendo Wall Street, mientras que Donald Trump es el caudillo de los desposeídos de la fortuna, de las víctimas de la globalización. La paradoja es sangrante y probablemente nadie lo ha expresado mejor que Bernie Sanders, el senador que disputó a Hillary la nominación demócrata. Según Sanders, Trump está diciendo a la gente “tengo miles de millones de dólares, soy un empresario de éxito y no pago impuestos; pero tú, que ganas 15 dólares la hora, sí que pagas impuestos, no yo”. Pero tanto Trump como su improbable monaguillo, Rudolph Giuliani -qué manera de torcer su ejemplar trayectoria como alcalde de Nueva York durante el fatídico 11 de septiembre de 2001- vienen a insinuar que nada mejor que un evasor legal de impuestos para corregir el caótico ordenamiento fiscal estadounidense.

Por primera vez en la historia reciente del país, el Partido Republicano está representado por un candidato que es abiertamente contrario a la libertad de comercio, que reniega del Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica –NAFTA, en sus siglas en inglés- vigente los últimos 20 años y que se opone asimismo al tratado que eliminaría las barreras comerciales en 12 países a ambos lados del Pacífico, el Trans-Pacific Partnership (TPP). Por si fuera poco, propone un arancel del 35% a los productos de México y de un 45% a los procedentes de China, lo que, de llevarse a cabo, no sólo violaría los principios de la Organización Mundial de Comercio (OMC), sino que acarrearía con toda probabilidad una guerra comercial con ambos países. Hillary Clinton no llega tan lejos, pero rechaza el TPP en su redacción actual –tras haberlo calificado anteriormente como el patrón oro de este tipo de acuerdos- y propone incentivos fiscales para las compañías que fabriquen en Estados Unidos.

Según Sanders, Trump está diciendo a la gente 'tengo miles de millones de dólares, soy un empresario de éxito y no pago impuestos; pero tú, que ganas 15 dólares la hora, sí que pagas impuestos, no yo'

Las razones de esta súbita tentación proteccionista son obvias. A pesar de que a nivel nacional la tasa de desempleo se mueve en parámetros más que razonables –en torno al 5%-, los perjudicados por la globalización tienden a concentrarse en estados como Ohio, Michigan o Pennsylvania, que Trump debe ganar necesariamente para optar a la Casa Blanca.

En política fiscal las diferencias son mucho más acusadas. Trump propone rebajar del 39,6% actual al 25% el tramo más alto del impuesto sobre la renta y del 35% al 15% el impuesto de sociedades, lo que se compadece mal con un programa “multimillonario” -no precisa importe- para reconstruir carreteras, aeropuertos, puentes, redes hidráulicas y tendido eléctrico. Por su parte, Clinton propone que los hogares que ingresen más de 2 millones de dólares paguen al menos un tipo efectivo del 30%, así como un recargo del 4% para las rentas superiores a los 5 millones de dólares. Su programa de infraestructuras prevé unas inversiones de 275.000 millones de dólares durante los primeros 100 días de su mandato, lo que no deja de constituir un cierto brindis al sol ante la previsible continuidad de la mayoría republicana en el Congreso.

El problema no es tanto el brutal incremento del déficit y de la deuda pública que se produciría en caso de aplicarse al pie de la letra las recetas del candidato republicano, porque se supone que el sistema dispone de mecanismos autocorrectores que impiden según qué atropellos, sino el clima de desconfianza generalizada que puede producirse en caso de victoria apretada de cualquiera de los dos candidatos y no aceptada por el perdedor, un resultado más que probable, especialmente en el caso de que la candidata demócrata se alce con la victoria. Como se preguntaba recientemente un analista del 'Financial Times', ¿gozará la señora Clinton de la confianza popular si, durante su mandato, algún gran banco europeo o asiático necesita la ayuda de la Reserva Federal o la paciencia del regulador? ¿Qué hará el señor Trump si ese banco le hubiera denegado en el pasado un crédito, a él o a uno de sus casinos? Todo un motivo de reflexión…

Fue James Carville, jefe de estrategia de la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992, quien acuñó la frase -“es la economía, estúpido”- que hizo fortuna universal, pero el bolsillo siempre ha formado parte de las prioridades de los estadounidenses en el momento de ir a votar.

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