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El cisma del Partido Republicano
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Juan María Hernández Puértolas

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El cisma del Partido Republicano

La previsible derrota de Trump debería propiciar un regreso a un debate político más racional y menos crispado, pero el 'trumpismo' está en EEUU para permanecer. He aquí las razones

Foto: Estadounidenses cantan el himno nacional antes de un mitin del candidato Donald Trump en Akron, Ohio (Reuters).
Estadounidenses cantan el himno nacional antes de un mitin del candidato Donald Trump en Akron, Ohio (Reuters).

El enésimo enfrentamiento entre Donald Trump, el insólito candidato del Partido Republicano a la presidencia, y Paul Ryan, speaker (presidente) de la Cámara de Representantes y, por tanto, el cargo electo del mismo partido de mayor importancia institucional, visualiza meridianamente el cisma, quizás definitivo, en el Grand Old Party (GOP), como también es conocida la formación política que dio al país presidentes históricos como Abraham Lincoln, Teddy Roosevelt o Ronald Reagan.

La razón fueron los comentarios despectivos y obscenos sobre las mujeres que efectuó Trump hace once años y que se han conocido ahora, pero el cisma viene de lejos y se fundamenta en poderosas razones sociológicas, identitarias e ideológicas. Es la tradicional distinción entre el fuero y el huevo; ¿qué es más importante, tener la razón, o que los votantes te lo reconozcan? Para los nuevos republicanos, cuyo origen se sitúa difusamente en el llamado 'Tea Party', nunca estructurado orgánicamente como tal pero representante de una nueva forma de hacer política, muchas de las políticas implementadas por los dos últimos presidentes del Partido Demócrata, Bill Clinton y Barack Obama, no solo son profundamente erróneas, sino que además son unamerican, antiamericanas, alejadas de la doctrina del destino manifiesto sustentada por los colonos europeos que primero se instalaron en el nuevo mundo. Para esa corriente de opinión, incluso los últimos presidentes del Partido Republicano, Bush padre y Bush hijo, fueron tibios en la defensa de esos ideales y, por supuesto, también lo fueron sus dos últimos candidatos a la presidencia, el senador John McCain y el exgobernador Mitt Romney.

Muy someramente resumidas, las ideas detrás de esa doctrina sostienen que el Gobierno, las instituciones y los propios estadounidenses poseen virtudes que los hacen únicos y privilegiados. Por lo tanto, tienen la obligación moral de propagar su forma de gobierno y su visión del mundo, una misión en la que se verán acompañados por Dios. A muchos europeos nos sorprende la abundante presencia de la religión en el debate político estadounidense, pero esa presencia es consustancial al devenir de la nación; cualquier denominación religiosa es aceptable, pero el ateísmo, tan alejado de la experiencia norteamericana, no lo es.

¿Cómo es entonces posible que un candidato con valores éticos tan cuestionables y aparentemente tan alejados de esos altos ideales como el empresario inmobiliario Donald Trump, fanfarrón, libertino y mentiroso, se haya hecho con la nominación republicana y propicie ese cisma en el partido? Los orígenes de esta mutación se sitúan en la última década del siglo XX, pero la razón profunda de la alarmante anomalía que representa el hecho de que, según todas las encuestas, al menos un 40% del electorado esté dispuesto a ceder el bastón de mando a un personaje tan atrabiliario reside básicamente en el descrédito acumulado por el sistema político.

En los comicios presidenciales de 1992, Bill Clinton resultó elegido presidente con cerca de 45 millones de votos, casi 6 millones más que el presidente Bush senior, por lo que su victoria, rotunda en el colegio electoral, no admite dudas en cuanto a su legitimidad. Sin embargo, su porcentaje del voto popular se quedó en un 43% y, para muchos republicanos, solo la inoportuna presencia del empresario Ross Perot en aquellas elecciones impidió que la hegemonía republicana, que se había iniciado con la victoria de Ronald Reagan en 1980, se extendiera cuatro años más.

El primer bienio de Bill Clinton (1993-1995) se caracterizó por la aprobación de una modesta consolidación fiscal y por el fracaso de su intento de reforma del sistema sanitario, proyecto en el que su esposa Hillary tuvo un inusitado y fallido protagonismo. Liderados por un combativo congresista de Georgia, Newt Gingrich, los republicanos acudieron a las elecciones legislativas de noviembre de 1994 con un agresivo programa conservador que incluida todos los tótems preconizados por los thinks-tanks de la derecha, como la reducción del tamaño del Gobierno, el recorte de los impuestos, estímulos a la emprendeduría o reforma de la asistencia social (welfare). La escenificación de la firma del contrato por parte de los candidatos republicanos al Congreso y una efectiva campaña mediática propiciaron un vuelco electoral, de manera que los republicanos se hicieron con el control de la Cámara de Representantes por primera vez en 40 años, entronizando a Gingrich con nuevo 'speaker'.

La verdad es que el sistema de gobierno, diseñado para el pacto y no para la confrontación, no ha vuelto a funcionar eficazmente desde entonces. Aunque los cierres parciales de las actividades del Gobierno federal han sido una constante en la historia reciente del país, los de 1995 y 1996 que enfrentaron por razones presupuestarias a la Casa Blanca de Clinton y al Congreso de Gingrich revistieron especial virulencia y duración. Curiosamente, la opinión pública culpabilizó de esas anomalías más a los republicanos que a los demócratas, propiciando la cómoda reelección de Clinton en 1996. La mala sangre generada explica que la Cámara de Representantes echara mano de un expediente extremo, el proceso para la destitución del presidente ('impeachment'), para castigar a Clinton por una cuestión personal ciertamente deplorable -la relación íntima con la becaria Monica Lewinski-, pero que en modo alguno parecía justificar tan radical medida. Los dos artículos que finalmente votaron los senadores que acabaron exonerando al presidente Clinton fueron perjurio ante el Gran Jurado y obstrucción a la justicia, pero pocos dudaron de que se trataba en el fondo de una 'vendetta' política.

Más recientemente, en la primera quincena de octubre de 2013, el Gobierno federal se volvió a parar, esta vez por la negativa del Congreso a aportar fondos para la llamada Ley de Protección del Paciente y Cuidados Sostenibles, más conocida como 'Obamacare', ley vigente desde 2010 y ratificada por el Tribunal Supremo en 2012. Auténtica bestia negra de los republicanos, la reforma sanitaria del presidente Obama, modesta para los estándares europeos e incluso para los canadienses, sí que parece un paso en la dirección correcta, al menos por el incremento del número de estadounidenses con acceso a la cobertura sanitaria. Sin embargo, a corto plazo ha supuesto un incremento en las primas de muchos asegurados, lo que garantiza que siga la controversia en torno a la misma.

Pero el problema general va mucho más allá y radica en dos cuestiones fundamentales. Desde un punto de vista ideológico, una parte del país abomina del 'nihil obstat' judicial a la regulación de la interrupción del embarazo en determinados casos -consagrada en una sentencia del Tribunal Supremo de 1973- y de la más reciente liberalización de las uniones entre personas del mismo sexo. Ese mismo colectivo se opone frontalmente a una salida legal pactada a los inmigrantes sin papeles, cuya cifra se estima actualmente en unos 11,4 millones de personas. A pesar de la enorme sangría que supone para el país la extraordinaria proliferación de armas de fuego, se impide asimismo que el Congreso apruebe cualquier restricción a la misma, con la inestimable ayuda de un lobby temible, la Asociación Nacional del Rifle (NRA). En política económica, lo de siempre, menos impuestos y menos gobierno, aunque, curiosamente, nadie está dispuesto a recortar programas sociales populares como el Medicare o el Medicaid y se admite que el estado de las infraestructuras del país es lamentable, por lo que es necesaria más inversión pública.

La segunda cuestión, y aquí reside el atractivo de Trump para un sector importante del electorado, es la ineficacia del sistema. En el segundo debate con Hillary Clinton, el magnate neoyorquino echó en cara varias veces a su rival que cómo era que a lo largo de su dilatada trayectoria pública no hubiera conseguido lo que ahora proponía. Para Trump, los políticos son mucha cháchara y nula acción ("all talk and no action"). Salvo alguna metedura de pata espectacular durante la temporada de primarias, como cuando sugirió que se castigara a las mujeres que abortasen, ha pasado de puntillas sobre ese tema y el de las uniones de personas del mismo sexo. En cambio, con su famoso muro en la frontera con México se ha erigido en el candidato de la anti inmigración por excelencia y en el paladín del proteccionismo. En un país que admira poderosamente el éxito económico personal, el argumento de que un empresario multimillonario puede arreglar lo que los políticos tradicionales no han arreglado posee una evidente fuerza.

La previsible derrota de Trump el próximo 8 de noviembre debería propiciar en teoría un regreso a un debate político más racional y menos crispado, pero el 'trumpismo' está en Estados Unidos para permanecer. Una apretada victoria de Hillary Clinton en las elecciones presidenciales y un mantenimiento del control del Congreso por parte de los republicanos garantiza en la práctica la continuidad de la actual polarización y, en consecuencia, de la limitación de la acción del Gobierno federal durante los próximos cuatro años.

El enésimo enfrentamiento entre Donald Trump, el insólito candidato del Partido Republicano a la presidencia, y Paul Ryan, speaker (presidente) de la Cámara de Representantes y, por tanto, el cargo electo del mismo partido de mayor importancia institucional, visualiza meridianamente el cisma, quizás definitivo, en el Grand Old Party (GOP), como también es conocida la formación política que dio al país presidentes históricos como Abraham Lincoln, Teddy Roosevelt o Ronald Reagan.

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