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Memorial Day en la Quinta Avenida
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Luján Artola

540 Park Avenue

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Memorial Day en la Quinta Avenida

Los muertos en combate serán recordados, pero los zarpazos del presente van a dejar lejos las guerras. Porque más que nunca, el vacío y los caídos se han apoderado de todo

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En total, hasta hoy, la pandemia ha matado a más de 27.000 neoyorkinos. En el punto más álgido de la curva del terror, el 10 de abril, 800 personas murieron en menos de 24 horas. Y conteniendo la respiración, con métricas, datos médicos, test, antivirus y una letanía de dudas, el estado de Nueva York empieza su camino de apertura o de salida hacia no se sabe dónde. Porque la realidad cada día es peor que el anterior. Hoy más de 35 millones de americanos no tienen trabajo, y más de 4 millones están aquí.

Hace unos días, me fui a lo que yo pensaba que era hacer una gestión de papeleos odiosos y de paso, mirar y ver. Lo que en un principio me parecía curioso, histórico o sin precedentes, en cuanto crucé Central Park, empezó a parecerme una pesadilla. Llegué a la Quinta Avenida. Y como caída de otro mundo, estaba en esa calle, sola, con todas las tiendas cerradas, oficinas sin luz, escaparates sin vida, grandes almacenes y todas esas imágenes que todo el mundo ha visto en el cine…pero convertidas en una película del oeste en la que solo faltaban los ovillos de ramas, polvo y el silbido tenso antes del duelo entre vaqueros.

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De repente, en la catedral de Saint Patrick's sonaron como truenos las campanas de las doce del mediodía. Pensé que me ahogaba, y aunque suene ridículo y me dé pudor escribirlo, me senté a llorar sin poder parar. Y es que recorrer una de las avenidas más famosas del mundo, sin un alma, estremece. No porque eche de menos justo esa parte de esta ciudad, porque en realidad, ni siquiera me gusta. Las tiendas me agobian. Las carreras de las multitudes siempre me aturden. Pero ver aquello fue una patada en el estómago. No me paré a pensar en lo histórico o lo mágico de estas estampas de muerte. Porque no son románticas, ni siquiera bonitas. Porque no son nada sin la gente. Porque caminar sola por Madison o Park Avenue es saber que estamos en el cráter de un volcán que ha escupido todo atisbo de vida y se ha apoderado de lugares destinados estar llenos de prisas y no de esa 'nueva normalidad' de la que todo el mundo habla. La normalidad es normal o no es. Será otra cosa. Esquivar personas que van rápido o que te pisen mil veces es propio de Nueva York. Cruzarte con un tibetano, un ejecutivo, un rockero o una japonesa de dibujo animado es como tiene que ser. Y no una población muda de maniquíes mirando a la nada a través de los cristales.

Me puse a pensar en todas esas frases que se cuelan por todos lados de lo mejor que va a ser el mundo después de esta pandemia, que si los corazones o la solidaridad. Quien piense eso navega en una negación que le estallará en la cara. Porque las tragedias, son eso y solo eso. Tragedias a través de las que cuales los emoticonos no sirven. Son las que harán mejores a los que ya lo eran y peores, a los que ya eran rastreros. Sí, esta pandemia va a durar mucho tiempo. Y haremos lo que sea por sobrevivir porque así es el ser humano, pero las llamadas a la conversión que salen de las bocas de los fariseos con gritos apocalípticos solo sirven para engañar y hacer inmune al rebaño, pero no del coronavirus, sino de la realidad.

Porque justo en ese momento en el que todo pareció que se me caía encima, me giré y vi al otro lado de la calle a un homeless que estiraba su mano para ofrecerme un Toblerone. Me levanté, le miré y me insistió con la chocolatina que no paraba de temblar. Le di todos los billetes que llevaba como si entregándoselos de repente pudiera hacer funcionar ese mundo que hay dentro de esta ciudad o si a través de él, pudiera cambiar algo. Estaba borracho como una cuba, y yo asustada como una niña pequeña, no de él, sino del silencio que nos rodeaba. Se quiso levantar para darme las gracias, pero no pudo y le ayudé a que se sentara otra vez. Al agarrarle me di cuenta de ese olor que desprenden los que no esperan nada más y se mueren tirados sin protestar. Era uno de esos 200.000 hombres y mujeres que siempre están ahí, si techo, sin dignidad y que entre el ruido de antes, no se les veía. Allí estábamos los dos, pero creo que ni él podía fijar la mirada en mí y yo no sabía ni a dónde mirar.

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Pensé que hacía demasiado frío para ser mayo, que esa noche iba a helar, empezaba a llover y si se gastaba ese dinero en más alcohol, quizá la anestesia era una ayuda en ese momento. Porque no hay sitio en los albergues. Porque hay tantos, que no caben. Y se mueren en la calle y se les entierra en las fosas comunes centenarias de la primera potencia del mundo. Y pensé gritar al próximo que me dijera que esto es una oportunidad para el mundo o al que me suelte que es un castigo de Dios, o un bumerán del karma planetario. Porque nadie se merece ser el fantasma de una calle vacía. Porque las filas para recoger comida empiezan a ser infinitas. Familias enteras se han quedado sin nada. De un día para otro, no tienen ni un maldito bote de gel para lavarse. En la parroquia católica de Santa Rita del Bronx, el Padre Pablo no pide dinero. Necesita comida, pañales, leche y jabón. El cien por cien de sus feligreses no tienen ningún ingreso. Nada. De la inmigración tras el sueño dorado del empleo y una vida nueva, al hambre y la muerte.

El próximo lunes es el Día de los Caídos (Memorial Day) fiesta en todo Estados Unidos para recordar a los soldados estadounidenses que murieron en combate. Comenzó siendo el recuerdo de la reconciliación tras la guerra civil, después, desde principios del siglo XX empezó a ser visto también como una ocasión para rendir homenaje a los muertos en general. Fue en 1971 cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó el acta Nacional por la que se decidió que el Día de los caídos se conmemoraría con un fin de semana con tres días de duelo. El presidente Donald Trump, se dirigirá a la nación con su discurso anual que este año, será un desafío electoral y humano. Los muertos en combate serán recordados, pero los zarpazos del presente van a dejar lejos las guerras y los tanques. Porque más que nunca, el vacío y los caídos se han apoderado de todo. Hasta de la Quinta Avenida.

En total, hasta hoy, la pandemia ha matado a más de 27.000 neoyorkinos. En el punto más álgido de la curva del terror, el 10 de abril, 800 personas murieron en menos de 24 horas. Y conteniendo la respiración, con métricas, datos médicos, test, antivirus y una letanía de dudas, el estado de Nueva York empieza su camino de apertura o de salida hacia no se sabe dónde. Porque la realidad cada día es peor que el anterior. Hoy más de 35 millones de americanos no tienen trabajo, y más de 4 millones están aquí.