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Mercedes y su extraordinaria vuelta al mundo
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Luján Artola

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Mercedes y su extraordinaria vuelta al mundo

Los legisladores de nuestra sociedad sienten una atracción irrefrenable por la muerte urgente, rápida, blanqueada con la pátina del derecho y rubricada en el BOE del llamado progreso

Foto: Foto: iStock.
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Las cosas de este mundo tan redondo, tan de redes sociales tejidas demasiado estrechas, acorralan los mensajes y los convierten en unos minutos virales que se ven en medio planeta casi al mismo tiempo. De fondo, el Empire State; de cerca, mi pantalla del teléfono móvil. Un chat de casi trescientas mujeres, americanas y españolas. Y como casi a diario, y en varios de los que estoy metida, alguien manda un vídeo: "Miradlo. Es bastante impresionante. Advierto que puede herir sensibilidades". Después de sortear unos dos millones de emoticonos en rojo y exclamaciones como si de ahí fuera a salir algo radioactivo o una nueva versión del covid-19, por supuesto, le di al 'play'. Como morbosa irrefrenable y absolutamente incrédula de las advertencias modernas sobre lo que se considera dañino o no para el cerebro, abrí el archivo en cuestión esperando la quinta cursilada navideña que apelara al amor, las luces o la amistad. O el típico rollo emotivo de una familia que se reúne en Navidad, cosa que, precisamente este 2020, requiere cursos acelerados de álgebra, código civil, penal, medicina exprés, modos de contagio y pruebas, competencias territoriales (y nacionales) y un largo etcétera de reglamentos que, si no fuera porque todo es extremadamente duro para todos, es lo más parecido a un descalabro mental ideado en la cabeza de los hermanos Marx.

La primera imagen que veo es la de una mujer de 40 años con el cuerpo maltrecho, encogida de hombros y en una silla de ruedas. Su cabeza acompaña de manera lenta sus palabras, pero la sonrisa intacta de Mercedes atrapa desde el primer segundo: "Mucha gente me dice 'pobrecita'. Pero, en realidad, no sé por qué lo dicen. Tengo mucha suerte. Un virus afectó mi médula con casi tres años. Estuve a punto de morir. De repente, de ser una niña que camina pasé a ser tetrapléjica y la pequeña de seis hermanos. La vida nos cambió a todos, pero mis padres no se rindieron. Fui a un colegio normal, fui a la universidad y tengo un trabajo. Hay cosas que no he podido hacer. Pero no me las pongo en el horizonte. Todos dicen que hay que evitar el sufrimiento a toda costa, pero en la vida todos vamos a sufrir. Y es mejor estar preparados. Sé que mucha gente, al tener la oportunidad, va a tirar la toalla. Pero me gustaría ir a hablar con cada persona que dice que su vida no tiene sentido. No puede ser. Vamos a buscarlo. Todas las vidas tienen sentido. Entre mi familia, la fe y mis amigos lo tengo todo. Mi vida ya ha sido genial".

Estoy segura de que en esta línea muchos de los que me estén leyendo ya habrán puesto los ojos en blanco pensando que con la Iglesia hemos topado, como si de alérgicos al gluten se tratara. Que por eso piensa así y toda esa larga retahíla típica y llena de tópicos sobados sobre la relacion entre las creencias, lo antiguo y trasnochado, y esa peculiar atracción por el sacrificio que padecen todos los que se someten al yugo de la religión. Sí. Esas masas de personas que se hacen trampas celestiales para no volverse locas en la tierra. Titulares que solo obedecen a un horizonte tan pobre y lleno de timos dialécticos como la misma ley de la eutanasia aprobada esta semana y, que una vez pase por el Senado a finales de enero, convertirá en legal que un enfermo incurable exija ayuda a su médico de cabecera para poner fin a su vida.

Foto: Imagen de una exposición en Chile que reclama el derecho a morir dignamente. (EFE)

Rescato unas palabras de Mario Cuomo, gobernador de Nueva York entre 1983 y 1994 y padre del ahora famoso y progresista Andrew Cuomo. En un discurso sobre la eutanasia, dijo que sería profundamente peligrosa para grandes segmentos de la población. "Los riesgos se extenderían a todas las personas enfermas y serían más graves para aquellos cuya autonomía y bienestar ya están comprometidos por la pobreza, la falta de acceso a una buena atención médica o la pertenencia a un grupo social estigmatizado. Es probable que los riesgos de legalizar el suicidio asistido y la eutanasia para estas personas, en un sistema de atención de la salud y una sociedad que no puedan proteger eficazmente contra el impacto de recursos inadecuados y desventajas sociales arraigadas, sean demoledores. La cobertura de los medios de comunicación de los casos individuales como una forma de presentar las cuestiones al público también difumina la diferencia entre un acto privado y un orden público; entre lo que las personas podrían encontrar deseable o factible en un caso particular y lo que realmente ocurriría en los consultorios médicos, clínicas y hospitales, si el suicidio asistido y la eutanasia se convirtieran en una parte estándar de la práctica médica. Las encuestas de opinión pública, centrándose en si las personas piensan que podrían querer estas opciones para sí mismas algún día, también ofrecen poca idea de lo que significaría para la sociedad hacer prácticas de suicidio asistido o matanza directa reguladas por el Estado o supervisadas por la propia profesión médica". Hace más de 30 años de estas declaraciones.

Existe una lista interminable de enfermedades que no tienen cura: demencias, depresiones, incapacidades físicas...

No pienso entrar en el jardín de las conspiraciones, pero esta afición por hacernos mirar hacia los túneles, apagarnos la luz y ponernos música de sala de espera para que no oigamos los ruidos de los tornos de la crisis moral y económica en la que estamos metidos, canta bastante. Y es que existe una lista interminable de enfermedades que no tienen cura. Desde las demencias seniles o incapacidades físicas, hasta depresiones crónicas. Nos olvidamos de que estamos en una sociedad avanzada en la que los cuidados paliativos para pacientes terminales son los que deben ser. Ni más ni menos. Nadie quiere sufrir y nadie quiere ver sufrir a nadie. Yo no me imagino en ninguna de esas situaciones sin caer en la desesperanza y sin que alguien me sujete fuerte. Pero hay algo demasiado obvio sobre las legislaciones de hoy en día: se preocupan más de terminar con todo que de ofrecer medios y ayudar en los dramas. Un enfermo incurable genera muchos gastos, así que me pregunto dónde están las medidas para dotar de medios a los que quieren vivir aunque sus cuerpos no los acompañen o sus mentes sean un pozo de recuerdos borrosos. ¿Dónde están las verdaderas leyes que amparan, protegen y sobre todo, insisto, regulan ayudas de todo tipo para esas familias y esos enfermos? ¿Dónde está esa élite pensante que presume de ocuparse del desfavorecido, del trabajador y de las familias… pero se olvida de las que están volcadas en situaciones realmente dramáticas y que pelean como titanes para llenar de dignidad a los que se han visto atropellados por la tragedia? Esos legisladores son los verdaderos incapaces terminales de nuestra sociedad. Los que sienten una atracción irrefrenable por la muerte urgente, rápida y blanqueada con la pátina del derecho y rubricada en el BOE del llamado progreso. La razón es tan simple como macabra: es más fácil ayudar a morir que ayudar a vivir.

Pero también hay héroes y heroínas de carne y hueso que han despertado a muchas personas drogadas por lo políticamente correcto. Y rompen barreras con una inteligencia y una sencillez arrolladora. Mercedes (Memé) Alsina es una de ellas. Y no ha salido en ningún telediario. Y su sonrisa, tampoco. Contagia demasiado y eleva con dulzura. Su viaje está siendo extraordinario y ha llegado hasta Nueva York sin moverse de su silla de ruedas en Barcelona.

Las cosas de este mundo tan redondo, tan de redes sociales tejidas demasiado estrechas, acorralan los mensajes y los convierten en unos minutos virales que se ven en medio planeta casi al mismo tiempo. De fondo, el Empire State; de cerca, mi pantalla del teléfono móvil. Un chat de casi trescientas mujeres, americanas y españolas. Y como casi a diario, y en varios de los que estoy metida, alguien manda un vídeo: "Miradlo. Es bastante impresionante. Advierto que puede herir sensibilidades". Después de sortear unos dos millones de emoticonos en rojo y exclamaciones como si de ahí fuera a salir algo radioactivo o una nueva versión del covid-19, por supuesto, le di al 'play'. Como morbosa irrefrenable y absolutamente incrédula de las advertencias modernas sobre lo que se considera dañino o no para el cerebro, abrí el archivo en cuestión esperando la quinta cursilada navideña que apelara al amor, las luces o la amistad. O el típico rollo emotivo de una familia que se reúne en Navidad, cosa que, precisamente este 2020, requiere cursos acelerados de álgebra, código civil, penal, medicina exprés, modos de contagio y pruebas, competencias territoriales (y nacionales) y un largo etcétera de reglamentos que, si no fuera porque todo es extremadamente duro para todos, es lo más parecido a un descalabro mental ideado en la cabeza de los hermanos Marx.

La primera imagen que veo es la de una mujer de 40 años con el cuerpo maltrecho, encogida de hombros y en una silla de ruedas. Su cabeza acompaña de manera lenta sus palabras, pero la sonrisa intacta de Mercedes atrapa desde el primer segundo: "Mucha gente me dice 'pobrecita'. Pero, en realidad, no sé por qué lo dicen. Tengo mucha suerte. Un virus afectó mi médula con casi tres años. Estuve a punto de morir. De repente, de ser una niña que camina pasé a ser tetrapléjica y la pequeña de seis hermanos. La vida nos cambió a todos, pero mis padres no se rindieron. Fui a un colegio normal, fui a la universidad y tengo un trabajo. Hay cosas que no he podido hacer. Pero no me las pongo en el horizonte. Todos dicen que hay que evitar el sufrimiento a toda costa, pero en la vida todos vamos a sufrir. Y es mejor estar preparados. Sé que mucha gente, al tener la oportunidad, va a tirar la toalla. Pero me gustaría ir a hablar con cada persona que dice que su vida no tiene sentido. No puede ser. Vamos a buscarlo. Todas las vidas tienen sentido. Entre mi familia, la fe y mis amigos lo tengo todo. Mi vida ya ha sido genial".

Estoy segura de que en esta línea muchos de los que me estén leyendo ya habrán puesto los ojos en blanco pensando que con la Iglesia hemos topado, como si de alérgicos al gluten se tratara. Que por eso piensa así y toda esa larga retahíla típica y llena de tópicos sobados sobre la relacion entre las creencias, lo antiguo y trasnochado, y esa peculiar atracción por el sacrificio que padecen todos los que se someten al yugo de la religión. Sí. Esas masas de personas que se hacen trampas celestiales para no volverse locas en la tierra. Titulares que solo obedecen a un horizonte tan pobre y lleno de timos dialécticos como la misma ley de la eutanasia aprobada esta semana y, que una vez pase por el Senado a finales de enero, convertirá en legal que un enfermo incurable exija ayuda a su médico de cabecera para poner fin a su vida.

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