Crónicas de tinta y barro
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Siete cuerpos desmembrados y un Madrid lleno de bombas: relato de la violencia global
La tasa de homicidios de Chicago es de 20,7 por cada 100.000 habitantes; la de Ciudad de México fue de 14,3. Y sin embargo, nadie me dijo que tuviera mucho cuidado al ir a Chicago
¿Cuántos de ustedes abrirían una noticia que se titulara "Un día sin muertos por violencia en Sudáfrica"? ¿Cuántos la abrirían si el titular es "Siete sudafricanos muertos tras un robo"? ¿Cuántos pincharían si el titular fuera "Siete turistas mueren tras un robo en Sudáfrica"? ¿Cuántos pincharían si el titular fuera "Siete cuerpos de turistas aparecen desmembrados tras un robo Sudáfrica"? ¿Y cuántos pincharían si el titular fuera "Siete españoles atracados y abandonados en una carretera en Sudáfrica"? (En el último caso no hace falta que las víctimas tengan un arañazo para convertir la historia en noticia).
Si la mayoría de lectores se inclinan por los últimos titulares, lo que en mi experiencia de corresponsal es lo que ocurre, lo más posible es que el medio de comunicación, que no es una ONG sino un negocio igual que una hamburguesería, clínica dental o estudio de arquitectura, se incline por ofrecer más esos productos que los primeros a sus clientes. Esa oferta es desde luego una información real, necesaria, que denuncia injusticias y tragedias y que, a la vez, se convierte en un todo sin grises ni matices. Y eso es importante destacarlo porque mucha gente no sabe, en mi opinión, dos cosas muy simples: hay vida normal hasta en el infierno y hay muchísima más gente buena que mala en el mundo. Esa es mi experiencia de viajero, de periodista y de inmigrante. Es la distorsionada visión de la violencia la que condena a muchos lugares.
La egipcia que veía peligroso Madrid
En 2012, con mi amigo Daniel Landa, periodista y uno de los mejores documentalista de viajes del mundo, preparábamos una mezcla de documental y serial de noticias sobre todo el Mediterráneo que finalmente no pudimos realizar. Al comenzar a documentar la parte de Egipto quedamos con una periodista egipcia que vivía en Madrid. Tomamos un café en el centro y ella nos dijo algo sorprendente cuando le hablábamos de la seguridad de su país. "Yo quise venir a hacer un master Madrid en los noventa, pero mis padres no me dejaron". ¿Por qué? "Porque veían en las noticias las bombas de los terroristas (ETA) y decidieron que era muy peligroso venir aquí".
Aquello nos llamó la atención. Nunca había pensado que para los extranjeros España fue durante años un país peligroso. Yo crecí en Madrid en la calle Cavanilles, entre el Gobierno Militar y el Puente de Vallecas. Los cristales de mi casa temblaron por las bombas de los asesinos terroristas de ETA. Y, sin embargo, ni un solo segundo pensé que era peligroso vivir en mi ciudad. Peligroso era vivir en el País Vasco siendo militar, político, guardia civil o policía. En Madrid y otras partes de España mataban, pero nadie bajaba a la calle pensando que se jugaba la vida. La familia de la periodista egipcia, que lo que sabía de España era lo que veía por la televisión, pensaba lo contrario.
Paseando por la tranquila y llena de cadáveres Chicago
El primer fin de semana de octubre de 2017, fuimos desde Ciudad de México a pasar cuatro días a Chicago. Una noche fuimos a un concierto al Jazz Showcase, terminó tarde, comimos una pizza en un restaurante italiano cercano y anduvimos cerca de una hora hasta nuestro hotel pasada la medianoche por algunas calles vacías y oscuras bajo la sombra de hierro de las vías altas del tren. No tuvimos ninguna percepción de peligro y anduvimos con total tranquilidad por aquellas calles, algo que posiblemente en Ciudad de México, donde vivíamos, no hubiéramos hecho.
En 2018, la tasa de homicidios de Chicago fue de 20,7 por cada 100.000 habitantes, mientras que la de Ciudad de México fue de 14,3. Y sin embargo, nadie me dijo que tuviera mucho cuidado al ir a Chicago y sí recibí muchos mensajes de personas diciéndome que tuviera mucho cuidado cuando en enero de 2015 me trasladé a vivir a México. Supe de un empresario español que cuando iba a Ciudad de México se ponía un chaleco antibalas. Supongo que en Chicago no se lo pondría, ni en Nueva Orleans donde la tasa era en 2018 de 37,1 homicidios; Detroit, donde fue 38,9 o el mismo Washington, donde la media alcanzó los 22,8 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
¿Por qué pasa eso? Entiendo que es perspectiva. De México, Sudáfrica, El Salvador, Pakistán o El Congo escuchamos y vemos pocas noticias, y las que hay generalmente hablan de violencia, mientras que de Estados Unidos hay una avalancha de noticias culturales, deportivas, políticas, económicas y sociales que nos dan otras perspectivas. ¿Quién va a tener miedo de ir al país o ciudad donde se juegan las finales de la NBA, el presidente del país indulta pavos, se grabó Friends y una marmota nos dice si habrá un invierno largo?
En las ciudades violentas hay fronteras. Eso pasa en Chicago, Ciudad de México o Ciudad del Cabo. Con más o menos espacio cada lado, existe una parte segura y una parte insegura. Nunca es un todo.
La vida en el mítico Triángulo Dorado de la Droga
Abrió la puerta con la pierna lentamente. Empuñaba su subfusil. Entró apuntando a todos lados. Dentro había una mujer rarámuri que hacía en esa choza en medio de las montañas del mítico Triángulo Dorado de la droga de México un café de puchero. Ella giró la cabeza, nos miró, vio un hombre que le apuntaba con un subfusil y tres pasmados detrás y giró de nuevo la cabeza y siguió removiendo con una cuchara el café.
En noviembre de 2015 estaba dentro de una avioneta que partió de Chihuahua, pilotada por un alcalde peculiar, Leopoldo Edén, con su instructor de vuelo al lado, el jefe de comunicación de la Fiscalía Sur de Chihuahua, Raúl Herrera, y mi compañera de Milenio, Norma J Ponce. Mientras el alcalde, que había llegado en un flamante Jaguar al hangar de Chihuahua, intentaba que aquella avioneta dejara de hacer eses en el cielo, y yo mantenía la cabeza en la bolsa de plástico donde vomitaba, escuchaba que hablaba con su instructor sobre cuál de las varias pistas rurales era mejor aterrizar.
Dos veces le han intentado, los malos, u otros malos, derribar con armas pesadas la avioneta. En una ocasión incluso al bajar del aparato uno de sus guardaespaldas lo había vendido e intentaron asesinar. Él mismo mató a uno de los atacantes en la refriega en la que murieron varias personas. Leopoldo era el jefe de seguridad del anterior alcalde al que unos narcos ejecutaron. Nadie quiso presentarse al cargo y el guardaespaldas del cadáver acabó siendo el nuevo regidor.
Así comenzaba mi primera visita a la Sierra de Chihuahua en Guadalupe y Calvo, uno de los 14 municipios en México con mayor tasa de crímenes. Mi impresión fue la de estar en el 'Far West'. Todo tenía un velo triste, todas las caras me parecían rasgadas por el frío, los ojos de las gentes parecían inyectados de hormigón y bebías 'whisky' para recordar al bajar el alcohol por la garganta que estabas vivo.
Entones salimos a patrullar con agentes estatales que se movían como los marines se mueven en una zona de guerra, entrevistamos personas, hicimos retenes y de pronto, acostumbrándonos a la tensión tras las primeras horas, escuché el sonido de una pelota de unos niños que jugaban en una placita municipal, y me fijé en unas mujeres que vendían en la plaza algo de comida, vi pasar a una pareja de jóvenes de la mano y observé unas tiendas donde vendían ropa de fiesta. En medio de todo ese espanto había una vida que parecía similar a la del resto del planeta. Aquella noche acabamos en un bar comiendo unos burritos. Casi ya creía que no era para tanto la violencia de aquel agujero hasta que uno de los agentes me dijo, sin darle importancia, "apártese de la ventana, allí está a tiro".
El reino de taifas de las maras en El Salvador
En El Salvador la gente es tan amable y cálida que cuesta creer todo lo que viví y escuché allí. La primera ocasión, 2015, estuve haciendo un reportaje en la cárcel de mujeres de Ilopango y la segunda, 2016, con el paréntesis de entrevistar al futbolista Mágico González, pasé varios días en territorio de las maras.
Una de las jornadas quedé con Mauricio Vilanova, alcalde de San José de Guayabal y una especie de mito por su valor en enfrentarse de forma abierta a las pandillas patrullando las calles con su tropilla de policías. Quedamos en una gasolinera junto a su guardaespaldas, cambiamos de coche por seguridad, él era objetivo prioritario de los pandilleros, y subimos hasta su municipio. Aquel hombre con aspecto de oficinista bonachón se jugaba la vida cada día.
"Sí, esto es una guerra. No hay plan de país, visión. Hoy nos sentimos mucho más amenazados que en los tiempos del conflicto", me explicaba él mientras pasábamos por ranchos, zonas y casas que él mismo identificaba como territorio enemigo. "Esta zona es de la MS (Salvatrucha), esta de la 18 Revolucionaria y esta de la 18 Sureña", me iba diciendo. "Ahí hay una casa que tiene un problema enorme, está en el medio de la MS y la 18 y no sabe a quién debe pagar la renta (impuesto revolucionario)", me explicaba el guardaespaldas.
El coche seguía subiendo entre montañas y el alcalde y su escolta no paraban de narrar más y más ejecuciones, enfrentamientos, disparos... hasta que por fin llegamos a San José de Guayabal. Yo imaginaba un pueblo desierto, triste, vacío, y lo que encontré fue una plaza pública donde sonaba música, había un vendedor de raspados y un mercadillo donde vendían DVDs, palanganas o ropa. No era Times Square, desde luego, ni tampoco un cementerio. Había un grupo de niños jugando, algunas mujeres en los bancos y tienditas que vendían jirones del mundo.
La media de asesinatos en El Salvador en 2016 fue de 81,2 por cada 100.000 habitantes, menor que la de 2015 que llegó a 104. En 2016, en España, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes fue de 0,6.
El surrealista convoy militar de Mozambique
En 2012 se recrudeció el conflicto civil en Mozambique entre las facciones del gubernamental Frelimo y la oposición de la Renamo. La Guerra Civil que duró 20 años entre ambos grupos convirtió a Mozambique durante décadas en el país más pobre del mundo. Entrevisté a niñas soldado y ex combatientes que me narraron que llegaron a practicar el canibalismo. Ahora, todo saltaba de nuevo por los aires porque según el histórico líder de Renamo, Alfonso Dhlakama, los acuerdos de paz se estaban incumpliendo.
Sus guerrilleros, ocultos en la Sierra de Gorongosa durante décadas, comenzaron a realizar nuevos ataques a las tropas de Frelimo en el entorno de la N1, la única carretera que cruzaba el país de norte a sur. Entre el puente del río Save y la aldea de Muxungue hubo muertos y empezaron a atacar también vehículos civiles para sembrar un cierto pánico. El Gobierno reaccionó mandando más soldados.
Yo vivía entonces en Vilankulos, ayudando a llevar el hotel de un amigo y con una empresa que habíamos montado de viajes con turistas (sólo del periodismo 'freelance' no se vivía en África). Los ataques habían creado miedo en los touroperadores y las cancelaciones del ya escaso turismo hicieron que varios establecimientos cerraran temporalmente. Nosotros teníamos un viaje en marcha con siete españoles que comenzó en Johannesburgo y que en 24 días cruzaba parte de Sudáfrica, todo Mozambique y Malaui. Debíamos pasar la zona de los ataques obligatoriamente para seguir el viaje acordado y para hacerlo se debía circular dentro de un convoy militar que hacía de escolta. Reunimos a nuestros viajeros, íbamos en dos coches, y con sus aprobación unánime decidimos cruzar para poder seguir la ruta. En Muxungue, unos días antes, los guerrilleros de Renamo habían atacado una comisaría y matado a diversos agentes (el número variaba según la versión, pero nos dijeron que la gente había huido de la localidad en estampida).
Contar ese día con detalles sería largo y un esperpento que sin vivirlo parecería poco creíble. Decenas de coches estábamos desde las cinco de la mañana varados en el puente a la espera del convoy.
Los buscavidas ofrecían por 5 meticais (12 céntimos de euro) el uso de un retrete (había una casa justo en el puente) y por 25 meticais una ducha con un barreño de agua calentada que tiraban desde el techo de la casa por encima de los cuerpos de sus clientes. Finalmente llegó el convoy que escoltaba a los que bajaban en dirección contraria: una tanqueta del ejército y un grupo de soldados armados con ametralladoras (en otras ocasiones que crucé por allí llevaban hasta bazocas) iban metidos en los vehículos de los civiles.
La vida gana, porque tras los disparos, los muertos y las amenazas, hay una realidad más tozuda que es sobrevivir, y eso requiere vender tomates, ir a la escuela, arar tu campo y, hasta cuando puedes si es que puedes, divertirte.
El Ejército no tenía coches ni dinero para la gasolina, así que los civiles que debían proteger eran en realidad los que transportaban a los soldados que además no paraban de pedir comida y bebida. Nosotros habíamos cargado todo el coche con cajas para no dejar un hueco a los militares porque una amiga de Renamo nos dijo que el objetivo eran justo los coches que llevaban soldados. Salimos detrás de la tanqueta y lo que hubo es una estampida de vehículos como si fuera una carrera. No volvimos a ver la tanqueta. Nosotros decidimos también correr e íbamos atravesando esos 100 kilómetros de peligro con una cierta tensión de no escuchar de pronto disparos. Llegamos a Muxungue, el lugar que estaba tomado por el ejército, el de los muertos y la estampida de personas que huyeron la campo, y lo que encontramos es un mercado donde se vendían tomates, mangos y batatas. La vida gana, porque tras los disparos, los muertos y las amenazas, hay una realidad más tozuda que es sobrevivir, y eso requiere vender tomates, ir a la escuela, arar tu campo y, hasta cuando puedes si es que puedes, divertirte.
Damasco, diarrea con las bombas
En Damasco no vi cadáveres, ni escuché explotar bombas, la guerra andaba cruel y renqueante por entonces lejos de la ciudad, pero sí escuché el llanto, la rabia y la esperanza que emerge tras el terror.
Nunca me había pasado hasta ir el pasado junio a la capital de Siria que me dieran las gracias gente desconocida por la calle por estar allí. En Damasco vi rastros de combates, soldados armados, banderas, tiendas de artesanía vacías, restaurantes de postín, un bar con el escudo grande del Real Madrid y el Barcelona, coches sonando reggaetón, un bazar renacido y un mercado de calle lleno de vegetales, jóvenes a la puerta de una universidad, chiitas llorando en su mezquita y suníes rezando en la suya, una heladería con colores y hasta un unicornio en el capó de un coche.
La gente quiere olvidar la guerra, pasar página, enterrar sus muertos y su angustia
"Bienvenido", "gracias por venir", "digan a la gente que estamos deseando que vuelvan a Damasco", nos decían por las calles. La gente quiere olvidar la guerra, pasar página, enterrar sus muertos y su angustia. "Hace dos años regresé a la que era mi casa. La bombardearon, no sé qué bando, y no quedaba nada. Estos años hemos pasado hambre y sobrevivimos con ayudas y haciendo todo tipo de trabajos. Ojalá vengan más turistas como ustedes", no decía Kamal, nuestro chófer, que nos narró que habían muerto varios familiares suyos en la guerra. Él estaba entusiasmado, éramos sus primeros clientes desde 2011, veía una salida. La guerra, el problema como él lo llamaba, era algo que quería olvidar.
Lo mismo que Bassam, mi guía en español por Damasco, que se quedó atrapado en medio de una zona controlada por uno de los grupos insurgentes: "No eran tan radicales como Daesh o Nusra, pero me pasé dos años disimulando, sin decir lo que pensaba, callado siempre. Mi hijo mayor quedó traumatizado. Era un niño de siete años cuando empezó todo y los bombardeos le dejaban paralizado. Lo he mandado a vivir al extranjero con un tío y empieza a recuperarse, pero apenas habla aún".
La vida puede ser muy jodida pero siempre hay un resquicio por el que colarse, abrir brecha y recuperar una sonrisa. "Cuando empezaban las bombas nos encerrábamos en el baño mi mujer, mis dos hijos y yo. Una vez que todo explotaba cerca, el pequeño estaba con diarrea y se hizo todo encima en la bañera. No se iba la mierda por el desagüe. El olor era insoportable y yo les dije que prefería bajar y que me mataran a seguir ahí. Empezamos todos a reírnos”, me contó Bassam.
Ni el mundo es tan peligroso e invivible como dicen los medios, ni es tan seguro como la privilegiada rutina de la mayoría de lectores de este texto. Los grises son más ciertos que los blancos y negros, pero los grises no los compra nadie, no existen apenas en los telediarios ni en los titulares y, sin embargo, es casi siempre el color que tropecé en cada uno de esos violentos lugares. A veces era un gris muy oscuro y a veces era un gris muy claro.
¿Cuántos de ustedes abrirían una noticia que se titulara "Un día sin muertos por violencia en Sudáfrica"? ¿Cuántos la abrirían si el titular es "Siete sudafricanos muertos tras un robo"? ¿Cuántos pincharían si el titular fuera "Siete turistas mueren tras un robo en Sudáfrica"? ¿Cuántos pincharían si el titular fuera "Siete cuerpos de turistas aparecen desmembrados tras un robo Sudáfrica"? ¿Y cuántos pincharían si el titular fuera "Siete españoles atracados y abandonados en una carretera en Sudáfrica"? (En el último caso no hace falta que las víctimas tengan un arañazo para convertir la historia en noticia).