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La paradoja de los rentables turistas ñus: por qué ahora te apetece ir a cenar al centro
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Javier Brandoli

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La paradoja de los rentables turistas ñus: por qué ahora te apetece ir a cenar al centro

Hay lugares en los que los turistas no molestan, se añoran. Especialmente en los países en vías de desarrollo, el occidental tiene una tendencia a trasladar sus prejuicios sobre los locales

Foto: Ñus cruzando el Serengueti. (Javier Brandoli)
Ñus cruzando el Serengueti. (Javier Brandoli)
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Pocas cosas son más estúpidamente felices y molestas que una masa de turistas. Y, sin embargo, estamos deseando que vuelvan para volver a odiarlos, a odiarme. Destrozan todo, acaban con todo, como un termitero en un armario que, resulta, tiene también su función para mantener todo en pie. Me molestan especialmente los turistas cuando yo soy uno de ellos. En mis primeros viajes por el mundo, fantaseaba con ser un viajero hasta que descubrí, en las paradisiacas islas Guna Yala de Panamá, donde habíamos alquilado un pequeño islote cuatro amigos para vivir cinco días de aventura sin luz eléctrica, ni camas ni agua corriente, como Robinson Crusoe, que un tipo a gritos decía: “Los turistas se vengan por aquí”.

Había un embarcadero lleno de lanchas que salían hacia todos los islotes, los más cercanos abarrotados de gente, con familias cargando sus pícnics de playa. Para terminar de matar la escena, nuestro amigo Cruz llevaba una maleta de las antiguas, enorme, que lucía esplendorosa en la proa del cayuco. Cuando llegamos a la primera playa, y la vimos llena de personas, me acerqué a nuestro contacto, Aurelio, un 'guna', y le dije que nosotros buscábamos una isla totalmente desierta. El tipo me miró, tomó su 'walkie talkie' y dijo: “Tengo cuatro turistas que quieren ir a una isla con menos gente”.

Dudé si sin aquella maleta de Cruz con asa y ruedas, en medio de la arena, hubiera podido decir aventureros o viajeros, hasta que comprendí que para aquel hombre yo y todos los que pagaban por visitar sus paradisiacas islas éramos unos simples turistas. Un informe de 2012 señala que en el archipiélago vivían 60.000 personas y recibían 100.000 visitas al año.

placeholder Guna Yala, isla aguja. (Javier Brandoli)
Guna Yala, isla aguja. (Javier Brandoli)

Junto a las vísceras de David Livingstone

Hay lugares en los que los turistas no molestan, se añoran. Especialmente en los países en vías de desarrollo, el occidental tiene una tendencia a, desde ese buenismo militante que siempre me parece racismo de algodón de azúcar, trasladar sus prejuicios sobre los locales: a los indígenas o sociedades de culturas diversas les encanta vivir con sus costumbres ancestrales inalterables. Como toda afirmación sin margen para los grises, siento que es errada. Entre conservar costumbres propias y no dejarse arrollar por el 'modus vivendi' occidental, y no tener una nevera para preservar alimentos o una moto para no caminar 20 kilómetros bajo 40 grados, hay diferencias notables. Al ser humano, eso sí es genérico, le gusta mejorar su calidad de vida, sea cual sea, y el dinero de los turistas contribuye a ello. Primero llega el dinero y luego, a veces, vienen también problemas identitarios después.

En 2010, recorriendo Zambia, conseguí que el Gobierno me pusiera un coche con chófer, Esau, un tipo encantador, para hacer una serie de reportajes de lugares remotos del país entre los que se encontraba la desconocida tumba de David Livingstone. Había que llegar hasta la alejada aldea de Chitambo, donde murió el explorador y fueron enterrados su corazón y sus vísceras. (El resto de su cuerpo se trasladó a su Escocia natal).

Foto: Varias turistas toman fotografías en Valencia. (EFE) Opinión
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Llegamos tras nueve horas de carretera hasta un paraje desolado. No había una sola persona y solo, entre una especie de sendero rodeado de mopanes, había un monolito que recordaba que allí murió y está enterrado el piadoso explorador. Apareció de pronto de entre la vegetación una muchacha joven, Barbara era su nombre, que me dijo que era la guía, y me contó un poco la historia del lugar, me pidió firmar en un libro de visitas que hace seis días que no firmaba nadie y me hizo una petición firme al saber que era periodista: “El Gobierno no hace nada por nosotros, todo se lo dan a la ciudad de Livingstone (en Cataratas Victoria, la más turística del país). Ayúdenos escribiendo sobre ello. Solo necesitamos construir un pequeño hotel y una pequeña casa donde tener algunos libros y explicar la vida de él. Deberíamos sentirnos orgullosos de tener esto aquí y lo tenemos abandonado”.

placeholder Chitambo. Barbara y Esau, y al fondo la tumba de Livingstone. (J. B.)
Chitambo. Barbara y Esau, y al fondo la tumba de Livingstone. (J. B.)

La explicación de esa petición la entendí perfectamente minutos después. Al ver nuestro coche, Barbara vino y me pidió si podía llevar a su cuñado muy enfermo hasta el hospital de Serenje. “Aquí no hay autobuses y llegar hasta allí cuesta mucho”. Aceptamos llevarlo. Apareció un hombre demacrado, de piel amarillenta y lleno de dolores y fiebre. Lo dejamos 90 minutos después en el hospital.

Yo había estado en Livingstone (Cataratas Victoria) días antes. De allí tomé un autobús hasta Lusaka. Había hoteles por todas partes… y también escuelas, hospital y autobuses. Para eso quería Barbara que hablara de aquella tumba, para tener un trabajo ella y una cura su cuñado.

Hotel de lujo ofrece dormir como un pobre

El deseo de tener turistas puede elevar mucho la ya elevada estupidez humana de sentirse especial y distinto en esta era de las redes sociales en la que cuesta distinguir en las fotos los monumentos detrás de tantas caras. El límite que no se debe rebasar, creo, es ejercer una mínima ética. El turista practica poco en sus elecciones y gastos un examen de conciencia. Es complicado el tema: ¿es ético visitar el museo de Hezbolá en Líbano, del que hice un reportaje en El Confidencial, en el que hay expuestos cascos de soldados israelíes muertos? ¿Visitar una 'township' o favela para fotografiar pobreza es tomar conciencia o parodiar un drama? Si le preguntan a los que organizan en esos barrios los tours, muchas veces son los propios vecinos, les aseguro que la dignidad que a ellos les importa no es tener un grupo de extraños merodeando por sus casas sino tener un retrete en el que sentarse.

Un límite en el que quizá todos podemos estar de acuerdo es no convertir un drama en una mofa. En 2013 publiqué un artículo que se titulaba “El turismo de la miseria en África”. El reportaje se centraba en el Emoya Luxury Hotel Spa, abierto en la ciudad de Bloemfontein, Sudáfrica, que ofrecía cuartos de lujo entre 100 y 170 euros la noche, y la experiencia de poder dormir en la denominada Shanty Town, que era la recreación de una 'township' para que los huéspedes vivieran la emoción de ser pobres por un día por 75 euros.

placeholder Shanty Town. Recreación de un hotel 'township'. (J. B.)
Shanty Town. Recreación de un hotel 'township'. (J. B.)

Evitaré calificar la idea porque lo hizo con perfecta ironía una pareja de turistas británicos que se alojaron allí, supongo que sin saber bien en qué consistía el concepto del hotel, y dejaron este genial comentario en su sitio web: "¡Qué gran experiencia tuvimos! Se desbordaban las aguas residuales, lo que era muy malo para algunas personas que podían morir, pero nosotros estábamos teniendo una experiencia única. Luego, a la una de la mañana comenzaron las batallas entre pandillas, fue una media hora emocionante. Especialmente cuando un disparo atravesó la frágil pared y se alojó en mi hombro. Lo malo fue que después, a las cuatro de la madrugada, que nos despertaron a golpes en la puerta. Era la policía que venía con máquinas excavadoras a demoler la chabola. Tuvimos pocos minutos para coger las cosas y salir. Mi marido aún trata de curar la infección de tuberculosis que cogió por las condiciones insalubres y nuestros hijos no quieren salir de casa por el trauma psicológico, pero al menos tenemos una buena historia que contar en nuestras cenas".

He visto que el hotel ha cerrado la Shanty Town y ahora vende, sencillamente, sus cuartos de lujo.

Prohibido entrar cubanos en Cuba

En 2016, aterricé en Cuba unos días después del famoso concierto de los Rolling Stones y justo cuando llegaba el primer crucero estadounidense a la isla tras 50 años. Cubrí la historia para una crónica del periódico. Parecía un Bienvenido Míster Marshall caribeño. Decenas de personas esperaban en el puerto de La Habana la bajada de los dólares con ansia. Lo esperaban desde hace 50 años, el dinero digo, porque a aquellas gentes les daba igual si descendían del barco 500 yanquis o 500 luchadores de sumo, lo que entendían es que en aquel crucero regresaba la esperanza de una apertura y de poder ser los responsables de su propia pobreza, hasta ahora impuesta por una dictadura.

Foto: Oficiales de policía en las calles vacías de Ciudad de Panamá. (Reuters)

Para nosotros, aquel barco lo que supuso es que la isla se quedó sin ningún coche de alquiler disponible. El primero, y nos decían que no era seguro, lo debíamos esperar 48 horas. El dueño de la casa en las que nos alojábamos nos dijo que tenía un primo que podía llevarnos. Pactamos un precio y nos vino a buscar en un coche con aire condicionado al hecho de bajar todas las ventanillas. Íbamos a Cienfuegos, Trinidad y Santa Clara, para acabar con unos días de playa en el Cayo Santa María. Lo que aceptamos con desagrado, llevar un chófer, acabó siendo la mejor idea del viaje. Nos enseñó su tierra, su vida y su revolución, que cada cubano tiene la suya propia. Todo iba normal, durmiendo en casa particulares, hasta que llegamos a la entrada del cayo donde teníamos reserva en uno de los hoteles. Había una garita policial con un control de seguridad. Nos pidieron nuestra reserva y sus papeles, que revisaron concienzudamente, y al volver al coche nos dijo: “Los cubanos tenemos prohibido entrar aquí. Es una oportunidad para mí ver este lugar. Me alegra haber venido”.

placeholder Llegada del primer crucero de EEUU a Cuba. (J. B.)
Llegada del primer crucero de EEUU a Cuba. (J. B.)

Era un extraño en su país, como lo son en muchos países pobres millones de ciudadanos que ven cómo su paraíso se ha acotado para un negocio de grandes empresas y ellos se convierten en espectadores de su propia tierra porque no pueden pagar el acceso o lo tienen prohibido. En otras ocasiones, el veto no es por no poder pagar la entrada sino porque el vecino es expulsado al estar el aforo de su propia casa completo.

La Sacher de Viena

En abril de 2019 fuimos a visitar a nuestra amiga Isa a Viena. No conocía Viena y no sabía nada de Viena que no fuera que mi madre se emociona cada año frente al televisor viendo el concierto de año nuevo, que de allí es Sissi emperatriz y que tienen una famosa tarta, la Sacher, que nunca sé si me termina de gustar, aunque le pongo empeño. Quise probar las tres cosas y las tres cumplieron con las reglas básicas del turismo.

Al Palacio de Sissi no pudimos entrar porque no habíamos hecho reserva previa y estaba lleno. En el Musikverein y su famosa sala dorada del concierto del 1 de enero sí conseguimos entrar, pero el problema es que casi nos quedamos solos en el intermedio cuando la mitad del público que era oriental se levantó alentados por sus guías y se marchó —supongo— a tachar otra experiencia vienesa de su agenda. (La orquesta tuvo el detalle de en todo caso esperar y terminar de tocar las dos piezas que faltaban hasta que terminamos de marcharnos todos).

Pensamos que lo de la tarta sería por tanto lo más sencillo y nos fuimos al lugar donde se creó el famoso postre, el Hotel Sacher, donde elaboran desde 1876 el dulce inventado por su antepasado, Franz Sacher. Lo que encontramos es una hermosa cola de más de cincuenta turistas que esperaban pacientemente en la calle una mesa en la afamada cafetería del hotel. El tipo de la puerta nos dijo que deberíamos esperar más de media hora. Nos fuimos, decidimos no esperar, reflexionando que, durante décadas, antes de que existiera esta aldea global en la que todos viajamos a todas partes, esa tarta la comerían los vieneses y probablemente ahora les estaba vetado. Una cafetería elegante y antigua donde saborear la auténtica receta de su famosa tarta deja de formar parte de su vida, es extirpada de su rutina, para convertirse en un suvenir de turistas.

Luego supe que el Demel Café de Viena tiene una disputa legal sobre el origen de la tarta con el hotel. La BBC hizo un reportaje de esta disputa y afirma que el Deme Café vende cada año 67.500 tartas Sacher y el Hotel Sacher vende 360.000, a una media de entre 30 y 40 euros por postre. Con esas cifras, supongo que a ambos dueños les importa un carajo si los vecinos vieneses vuelven a probar un trozo del pastel. Sus ganancias les permitirán irse a Nueva York cuando les venga en gana a probar, tras aguantar una larga cola de turistas, los cupcakes de la Magnolia Bakery.

Acoso a las 'geishas'

Japón no se merece a los extranjeros. No es un país, es otro planeta, una reserva de la civilización. Una sociedad extraña, con tintes solitarios y agresivos de puertas para adentro, y una absoluta perfección en su comportamiento externo. Asombra el respeto a las normas y la capacidad de entender el bien común como bien propio. En Japón se entiende que los japoneses que vienen a Europa a ver colillas y botellas por el suelo y contemplar gente saltarse cualquier fila, no hacen en realidad turismo, hacen un safari. Debe ser algo parecido a lo que yo sentía en el Serengueti viendo a cientos de miles de ñus cruzar un río.

Nos acostumbramos durante décadas a ver grupos de silenciosos japoneses fotografiando las ciudades de Europa, el problema es que ahora deben acostumbrarse ellos a nosotros. Y no es lo mismo. Al país del lejano oriente le cayó la ¿bendición? de recibir un turismo en masa que ha subido un 250% desde 2012. De hecho, el primer semestre de 2019, Japón recibió la cifra récord de 16,6 millones de turistas. Y con ellos llegó el ruido, las quejas de vecinos por la suciedad, la falta de respeto en invadir lo público y, ante las quejas de sus ciudadanos, los recortes en las plataformas de alquileres de casas y la petición expresa de las autoridades de respetar algunas tradiciones. De todas ellas, la que se produce en el barrio de Gion de Kioto, el barrio de las 'geishas', se ha convertido en un emblema.

Foto: Una mujer con una protección facial en Bangkok. (Reuters)

A la entrada del barrio, en algunos carteles, se pide respeto por estas enigmáticas mujeres a las que el libro y película 'Memorias de una geisha' convirtió en mito internacional reconocible. Los turistas recorren el barrio con sus cámaras y teléfonos para captar una instantánea suya. Paseando en 2018 una mañana por el barrio me topé con una cada vez menos frecuente escena del paso de unas 'geishas' y sus aprendices, llamadas 'maiko'. El fotógrafo y ñu que llevo dentro sacó su cámara y pudo hacer algunas fotos con moderación. Vi algún ñu peor que le metía un teléfono en la cara a las 'geishas' que mostraban signos de cierto agobio.

La presión de turistas ha hecho que algunas veces las mujeres huyan corriendo y hasta llorando tras salir a dar un paseo que, hasta hace no tanto, era una simple rutina en sus vidas. ¿Se imaginan salir de casa y tener a 1.000 personas haciéndoles fotos? La situación ha llegado a tal límite que las autoridades han prohibido en ciertas calles estrechas de Gion hacer fotos bajo multa de 10.000 yenes (83 euros). También se prohíbe comer por la calle, tirar basura, fumar, hacer selfis con el palito o sentarse o apoyarse en barandillas. Ya saben, prohíben la rutina de los ñus.

placeholder Unas 'geishas' en Kyoto. (J. B.)
Unas 'geishas' en Kyoto. (J. B.)

La paradoja de los ñus

Todo ese mundo del turismo es el que el covid-19 ha puesto entre paréntesis. Las ciudades han vuelto a pertenecer a los vecinos. En Roma, han regresado los carteles de se alquila casa en los portales y las ganas de todos de ir a cenar al centro. Pero es triste, falta algo, se intuye la desesperación de hosteleros y comerciantes, que hacen cuentas con ábacos por falta de ceros, y en las plazas atruena la falta de ruido. El silencio nos recuerda que estamos todos enfermos, hasta los sanos, de un virus. Pero quizás este 'impasse' nos pudiera permitir repensar todo un poco, redimensionarlo, permitir que el vecino vienés tome su auténtica Sacher, la 'geisha' de Kioto pueda salir a la calle sin sufrir acoso y Barbara, la habitante de Chitambo, tenga un trabajo y su cuñado un autobús.

La paradoja es que todo junto no parece posible, y cada sociedad tendrá que elegir si permitir, acotar o prohibir el turismo. No hay alternativa, porque los rentables ñus, que siegan las hierbas y mantienen el equilibrio de todo el ecosistema de la sabana con su perenne migración masiva, cuando ven el río Mara se lanzan al agua enloquecidos a pisar las cabezas de otros ñus para no morir entre las fauces de los cocodrilos sin alcanzar la otra orilla. Cuando acaba la estampida y la vida recobra su calma, detrás, eso sí, dejan las aguas llenas de sangre, excrementos y barro, casi como amanecen los canales de Venecia tras un domingo de carnaval.

Pocas cosas son más estúpidamente felices y molestas que una masa de turistas. Y, sin embargo, estamos deseando que vuelvan para volver a odiarlos, a odiarme. Destrozan todo, acaban con todo, como un termitero en un armario que, resulta, tiene también su función para mantener todo en pie. Me molestan especialmente los turistas cuando yo soy uno de ellos. En mis primeros viajes por el mundo, fantaseaba con ser un viajero hasta que descubrí, en las paradisiacas islas Guna Yala de Panamá, donde habíamos alquilado un pequeño islote cuatro amigos para vivir cinco días de aventura sin luz eléctrica, ni camas ni agua corriente, como Robinson Crusoe, que un tipo a gritos decía: “Los turistas se vengan por aquí”.

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