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Una lección de verdadera libertad de los presos en las cárceles
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Javier Brandoli

Crónicas de tinta y barro

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Una lección de verdadera libertad de los presos en las cárceles

En la carencia de libertad lo que más sorprende es que muchos adultos se convierten en niños. No por inocencia, por fragilidad

Foto:  Cárcel de Guachochi. (J. B.)
Cárcel de Guachochi. (J. B.)

En Roma, desde el 23 de octubre, nadie sale a la calle después de las 22:00 horas. No se va a ver a cuñados, amigos, amantes, enemigos, camellos o barman a altas horas. Lo muy bueno o muy malo de que estuvieras en casa cuando se tomó la medida ha conformado los 19 días y 500 noches de toda la población. La distopía de esta vida se ha convertido tan rápido en hábito que un amigo me decía hace poco que “el problema es cuando abran de nuevo y me quede sin excusa para no tener que salir”.

Su libertad es mandar al carajo al pesado de su vecino, el de ¿bajamos a tomar algo? “En el centro se duerme sin escuchar el ruido diario de miles de personas. Es magnífico”, me decía una amiga que vive junto al famoso Café Sant’Eustachio, en el Panteón. Su libertad es poder dormir. “Si seguimos así cierro. Ya no podemos más y seguimos esperando que alguien nos escuche. Nos han arruinado”, dice el dueño del restaurante L’Orso 80, junto a la plaza Navona. Su libertad es que le dejen trabajar para pagar deudas. “No vengáis a Treviso en Navidad, mejor no arriesgar”. La libertad de mi suegra es que mi mujer y yo no los matáramos a abrazos… No sé si cabemos tantos en tantas libertades.

A muchos les parece que la población no ha estado a la altura en esta pandemia. A otros que es un milagro haber llegado hasta aquí sin que haya ardido el Palacio de Invierno. El ensayo del toque de queda —eso solo pasaba en guerras o golpes de estado— parece de nuevo tocar a su fin. En breve se alargará o suprimirá la medida en Italia como en otras partes de Europa, pero habrá dejado una profunda huella en nuestras vidas. En mi caso me ha convertido en un experto de maridaje de vino con yogures. A otros les ha convertido la revolución en un botellón. Y a otros les ha empeorado sus ya débiles capacidades mentales. A los ancianos con principio de demencia la cuarentena les ha minado sus pocas certezas y ahora ya no son capaces de salir a la calle porque olvidaron cómo volver.

Foto: A toilet is pictured in a field outside a school near jaikisan camp village Opinión
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Y a todos, los sanos y los enfermos que superen este drama, les ha enseñado o recordado a vivir sin ser del todo libres. La libertad puede ser un privilegio. La falta de libertad es aleccionadora. En las cárceles se observa y escucha las vidas de los que no son libres. Los reportajes allí dejan siempre una cierta tristeza. En la carencia de libertad lo que más sorprende es que muchos adultos se convierten en niños. No por inocencia, por fragilidad. La ahora cacareada libertad puede ser muchas cosas, la falta de libertad también. Las cárceles cuentan bien esa historia.

El patio de recreo del penal de Ocaña

— ¿Con eso se puede escuchar también música?

— Sí.

— Pues igual no sale de aquí el aparato —dijo uno de los presos. El resto empezó a reír.

Esta escena cumple ahora justo 21 años. Era abril del año 2000. El escenario era la cárcel toledana de Ocaña II. Dos amigos y yo creamos un periódico mensual, 'Tribuna Preferente', del fútbol regional de Madrid. Entraba en la prisión de Ocaña II porque el Ciempozuelos iba a jugar un partido amistoso con el equipo de la cárcel. Al pasar el control de seguridad, Javier García, el monitor deportivo, se retrasó y me quedé sólo con algunos de los presos del equipo en una estancia previa al patio. Yo llevaba un 'walkman' con el que grababa las entrevistas en casete (prehistoria) y los reclusos me dieron la bienvenida tirando de manual de instituto: retar al nuevo.

placeholder Crónica del partido de fútbol en la cárcel de Ocaña.
Crónica del partido de fútbol en la cárcel de Ocaña.

A partir de ahí todo fue sorprendente. Hombres que habían delinquido convertidos en críos excitados. El que era un poco el macho alfa estaba especialmente nervioso. Pegó dos balonazos sin sentido, corría, alborotaba y Javier, el monitor, le pidió que parara y recogiera unos balones. El recluso dijo que no, pavoneándose un poco, y el monitor, que estaba acostumbrado a aquellos desafíos, lo castigó a gritos sin partido y lo mandó a su celda. Vi como al preso se le ponían los ojos vidriosos cuando se lo llevaban y el hombre rebelde se convirtió en niño. El resto calentaba. Todos llevaban dos semanas emocionados, preparando el partido, el evento más divertido de sus últimos meses.

Durante la mañana charlé con varios presos. El que más recuerdo era el que hizo de árbitro y ejercía de segundo entrenador. Se llamaba Rafael Muñoz. Era un hombre tranquilo, hablaba bastante bien, razonaba con calma. “Soy el veterano. Llevo 14 años en prisión. Antes la cárcel era más cárcel”, me dijo. Y entonces, recapacité que aquel tipo amable debió hacer algo muy grave para llevar 14 años preso. Mi empatía dudaba entre lo que escuchaba e imaginaba que había hecho. “Cuando sales al patio y no hay actividad deportiva la mañana se te hace muy larga”, me dijo Rafael, quien llevaba, al menos, 5.110 mañanas sufriendo eso. Otro preso, Mario Rodríguez, gaditano de 25 años, explicaba: “El objetivo al entrar aquí es la libertad, el fútbol es sólo un medio para olvidarte de muchas cosas”.

El Ocaña II perdió 13-2 en goles y ganó 2-0 en horas de ajetreo. El final fue triste por la última escena. Los responsables de la prisión ofrecieron un ágape a ambos equipos. En una larga mesa había refrescos y algo de fiambre. Los presos comían y bebían con saña. De pronto, los guardias dijeron que se acabó el tiempo, que todos debían volver a sus celdas. Fue una estampida de manos. Los reclusos se metían en los pantalones, a puñados, los trozos de salami, queso y salchichón que quedaban en los platos. No dejaron nada.

Libertad era una loncha de salchichón en los bolsillos.

El descuento de las presas de Ilopango

Llegamos pronto al penal de mujeres de Ilopango, municipio de San Salvador, la capital de El Salvador, y ya hacía un calor sofocante. La puerta era un hervidero de gente pegada a una verja. Niños, muchos niños, y maridos, parejas, abuelos y algún aspirante a profeta que gritaba a la muchedumbre: "¡Hechiceros, brujos, repteros…, sabemos que la salvación no va a ser comprada…!". No aclaró cómo se conseguía la salvación nuestro profeta de la libertad que parecía mejor diagnosticando males que ofreciendo curas: “Sabemos que estamos viviendo principios de dolor”, espetaba al público.

placeholder Cárcel de Ilopango. (J. B.)
Cárcel de Ilopango. (J. B.)

Los niños eran hijos de ellas, hijos que se acostumbraron a ver a sus madres en régimen de visitas, a tiempo parcial, como su infancia rota. Muchas parejas y abuelos llevaban bolsas con comida, ropa, revistas… Todas esas cosas que fuera de una prisión tiramos cuando envejecen o estorban. Recuerdo una dura escena en los controles de seguridad. Había un niño colocado en una zona de chequeo, con una bolsita, que parecía acostumbrado a que le registraran. Es jodido aprender desde tan pequeño que, donde vive tu madre, todos son presuntos culpables.

Dentro nos esperaban cuatro presas. Eran cuatro mujeres acusadas de abortos o infanticidios. El Salvador era uno de los seis países en el mundo que penalizaba cualquier tipo de aborto. Nos sentamos en una mesa. Alguna tenía más ganas de hablar de nosotros que de ella, quizá porque alguna tenía una historia que cuando la terminaba de relatar descuadraba casi todo. No parecían cómodas contando sus casos pero, sin embargo, no parecían querer acabar nunca la charla. Hablaban de beber refrescos o de religión, nos preguntaban de dónde veníamos, por nuestras familias… Entonces, cuando nos avisaron de que se acabó el tiempo, una de las cuatro dijo: “Gracias por venir a interesarse por nosotras. Para mí su visita significa un día mejor, un día que se acaba antes. Al menos, durante unas horas he hecho otra cosa”.

Libertad era un descuento.

La cárcel de los pies descalzos

En las calles de Guachochi, pueblo de las montañas de Chihuahua, México, en abril de 2016, había toque de queda. No por un virus sino porque un grupo narco que días antes había ejecutado allí a varias personas. Nosotros visitábamos la prisión más especial que quizá vaya a visitar nunca: una cárcel sólo para indígenas. “Se decidió crear este penal porque en otras cárceles los indígenas eran maltratados y convertidos en esclavos por otros presos. Se abusaba de ellos”, explicaba Juan Martín González, director del penal. “Por indio no tenía derecho a hablar ni trabajar. Me ponían el último en la fila de la comida. Nos humillaban y maltrataban”, recordaba Matías Valenzuela, indígena tepehuán y bibliotecario del presidio, de los años que estuvo preso en la cárcel de Sinaloa junto a chabochis (blancos y mestizos). “Una vez en la cárcel de Cuauhtémoc me pegaron una paliza unos presos porque pensaban que yo pertenecía a otra pandilla”, contaba con extrañeza.

placeholder Comedor de la cárcel de Guachochi. (J. B.)
Comedor de la cárcel de Guachochi. (J. B.)

Aquel lugar, de alta montaña, es sobre todo la tierra de los rarámuris, un grupo indígena seminómada que habita esas bellas y malditas cumbres. Bellas por sus pinares y cascadas; malditas porque forman parte de lo que se conoce como triángulo dorado de la droga mexicana entre los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango.

A los indígenas hubo que construirles una prisión especial para que dejaran de ser presos de presos. La mayoría de sus delitos, un 97%, eran atroces: asesinato o violación de menores. “Llamé a mi jefa y le dije que había matado a su sobrino”, contaba sentado en una silla de un pasillo del penal José Loreto Muela, un rarámuri. Su primo le amenazó con un cuchillo y él le disparó y tiro al fuego en una noche de borrachera.

Los rarámuris, como tantos grupos indígenas, tenían un problema con el alcohol. Ellos celebran lo que se conoce como tesgüinada, una fiesta básica social de su pueblo. El tesgüino es un alcohol que se hace fermentando maíz, pero ahora le añaden alcoholes adulterados que les venden en las ciudades y es una bomba alucinógena. Muchas veces cometían sus crímenes en estado total de embriaguez y luego, cuando despertaban y eran conscientes de lo que habían hecho, bajaban y se entregaban ellos mismos a la policía. “Yo me entregué solo. Me soltaron porque no había denuncia y me dijeron que volviera cuando se presentara y les dije que yo ya no venía más, que vivía muy lejos y subieran ellos. Un día vinieron y yo estaba por el campo. Mi jefa me dijo 'apúrate mi hijo que ya están aquí estos señores'", me contaba José Loreto.

Foto: Niño argentino jugando fútbol. (EFE) Opinión

Aquel penal era triste, especialmente triste, porque todos aquellos hombres sin el alcohol en la sangre eran un grupo de hombres tranquilos y deprimidos. De hecho, es la única vez que me han dejado sólo, sin nadie que me acompañara, andando a mi aire por las celdas de un presidio. Algunos, los que tuvieron sexo con menores, no entendían siquiera cuál era su delito.

Los rarámuris, que los llaman pies descalzos, son magníficos atletas acostumbrados a correr sin zapatos por sus altos riscos. Guachochi, el pueblo y el penal, era un sitio frío carente de ruidos. No se oía ladrar a los perros ni llorar a los hombres. “Yo nunca los he visto llorar. Ni cuando vamos a recoger sus cadáveres entre los familiares”, me decía María, una policía estatal.

Libertad era el llanto.

La cárcel de Mandela

A Robben Island, la cárcel donde Nelson Mandela estuvo encerrado 18 años, se va con un ferry que sale de Ciudad del Cabo. En 2010 hice la visita con Thulani Mabaso, excompañero de prisión del expresidente sudafricano. Subimos al barco Susan Kruger, el mismo barco que llevó durante años a miles de presos políticos a pudrirse a la fría isla sudafricana. Una vez dentro empezaba el calvario. “Nos recortaban las cartas que nos enviaban y nos daban siempre las malas noticias; nuestras cartas las enviaban a personas equivocadas; nos torturaban… A mi me torturaron pegándome en mis genitales”, decía Thulani. “Lo primero que hacían era asignarte un número, perdías tu nombre”, recuerda.

placeholder Robben Island. (J. B.)
Robben Island. (J. B.)

Mandela, de hecho, fue el preso 46664, un número que hoy representa al hombre al que el presidente Barack Obama en su funeral de Soweto definiera como “un gigante de la historia”. El mito Mandela creció entre rejas. Estuvo 27 años preso por defender la libertad de su pueblo. El símbolo de toda aquella barbarie por la que los sudafricanos le reconocían como su presidente eterno era una celda de Robben Island, de unos seis metros cuadrados, con un camastro, una manta y una palangana en la que aquel hombre se preparó durante años para salir y crear una nación nueva donde los únicos presos fueran los que no aceptaban la libertad de los otros.

Foto: Nelson Mandela junto al presidente tanzanio Benjamin Mkapa en 1998. (Reuters)

Mandela era en todo caso un preso entre millones de presos. Su encierro era más cruel, más incómodo, pero toda la población negra y mestiza vivía encerrada en las township o bantustanes, las barriadas para negros en la que les obligaba a vivir el Gobierno del apartheid. Aún quedaban en Ciudad del Cabo algunas sirenas en fachadas de las que sonaban por la “ciudad blanca” a las seis de la tarde y que era el aviso a la población negra de que empezaba su toque de queda y debían ir a sus barriadas, a sus cárceles.

Libertad era un color de piel.

El desagüe del Chapo

La prisión de máxima seguridad del Altiplano se convirtió en un plató de televisión. El Gobierno mexicano, avergonzado por la tormenta mediática tras la humillante fuga del narco más importante del país, 'El Chapo' Guzmán, invitó a los periodistas internacionales a comprobar 'in situ' que el túnel y el penal existían y no era todo un guión de telenovela que era lo que parecía hasta entonces. Pasamos férreos controles de seguridad y en grupos de diez nos llevaban hasta la celda y desagüe por el que se había ido a la vez el jefe del Cartel de Sinaloa y la vergüenza y credibilidad de un país.

En los pasillos de los presos más comunes pasó lo de siempre. Gritos, bromas y algún insulto de los “niños hombres” que veían pasar una tropa de periodistas con la que divertirse. Cruzábamos el horror. Hice otro reportaje sobre los penales de México. Esta frase resume un poco cómo se vive en ellos: “En los sobrepoblados penales las normas las dicta un preso veterano, llamado 'la madre', que cobra a sus 'hijos' dinero por beber agua, usar el retrete, dormir tumbado, tener sexo o sobrevivir”.

placeholder El agujero por el que se fugó El Chapo Guzmán. (J. B.)
El agujero por el que se fugó El Chapo Guzmán. (J. B.)

Los corresponsales íbamos hasta la parte de mayor seguridad del Altiplano. Un pasillo doble donde estaban las veinte celdas de los presos más peligrosos. La de 'El Chapo' Guzmán era la última de su pasillo. Nos dijeron que allí estaban encerrados los jefes narcos de los mayores cárteles como La Tuta, líder de los Caballeros Templarios; Omar Treviño, líder de los Z; El Menchito, número dos de Jalisco Nueva Generación o El Ingeniero, líder del Cártel de Tijuana, entre otros.

Pasamos delante de nueve celdas donde había nueve hombres pelados que posiblemente habían matado u ordenado matar a miles de personas. Fueron los amos de sus territorios, tuvieron un inmenso poder que impusieron con saña salvaje y ahora los teníamos delante de nosotros, frágiles y encerrados en unos fríos calabozos de hormigón.

Era el momento de la cena y mientras esperábamos el turno para entrar en la estancia de 'El Chapo' vimos a una mujer mayor que con un carrito repartía comida entre las enrejadas celdas. A algunos nos pareció que era el turno de Servando Gómez, La Tuta, pero no era fácil reconocer a nadie. En todo caso, el que hablaba con la señora mayor, que sería uno de los criminales principales de México, le decía: “¿Puede ponerme otro pan más por favor? Está algo duro”. Y la señora le contestó “Sí, mijo” y le puso otra pieza en la bandeja.

Libertad, para quien fue amo de todo, era un trozo de pan blando.

Encerrarse en una 'cárcel' para huir

Estábamos en 2014 en la frontera entre Turquía y Siria, cerca de la ciudad de Reyhanli. Acabábamos de pasar una fila de camiones varados larga, de unos 30 kilómetros, que en el último tramo era de cuatro vehículos, dos por cada dirección. Intentábamos desesperados saber si con nuestro coche podíamos cruzar con un convoy protegido Siria, ya que nosotros íbamos al punto más al sur del continente africano y no encontrábamos un barco que nos llevara a Egipto porque las relaciones entre ambos países estaban casi rotas. Llevábamos una semana dando vueltas a ninguna parte. Por supuesto, en la frontera, que era un caos y a cuyo otro lado de las montañas escuchamos y vimos el ruido de explosiones, nos dijeron que no había forma de pasar.

Regresamos a nuestro albergue a esperar la solución de un posible carguero y nos fijamos que toda esa zona estaba llena de coches sirios que iban llenos de bultos y bolsas por todos lados. Todo, en medio de una vida normal de estudiantes con móviles y tiendas abiertas ajenas al polvo que a pocos kilómetros, tras la frontera, levantaban los morteros. Entonces pasamos por delante de un enorme campo alambrado de casas prefabricadas. Era un campo de refugiados. En mi libreta tengo apuntado el nombre de Dermikopru (no sé exactamente lo que es), pero pensé que era la localidad donde estaba el asentamiento. Decidí parar para ver si podía hacer un reportaje. Me presenté en la puerta de seguridad y me dijeron que esperara, que avisaban al comandante.

Foto: El corresponsal Ángel Sastre en Nicaragua (cedida) Opinión
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Se presentó un militar turco, educado, amable y que hablaba algo de inglés. Sólo pasé hasta la entrada, una especie de vestíbulo abierto desde el que veía a niños jugar y mujeres sentadas frente a sus casas de lata. El comandante me dijo que no podía dejarme entrar, que necesitaba solicitar un permiso especial para hacerlo. Le agradecí la cortesía y al irme pasé el control de seguridad, con un detector de metales, y me fijé en una mujer con velo que llevaba dos niños. Tenía una mirada perdida, como muerta, y sujetaba con la mano a los pequeños mientras una militar sacaba una a una todas las piezas de ropa de su maleta. Justo cuando miré vi que sacaba ropa interior ante la mirada ausente de ella. Me dio pudor la escena.

Libertad era encerrarse en una 'cárcel' para huir de una guerra.

P.D. Libertad para muchas de las personas mencionadas en este texto es poner un pie fuera del penal. Libertad para sus víctimas hubiera sido que sus agresores se sintieran algo menos libres. Libertad para algunos es emborracharse en la calle. Libertad para otros es que nadie les contagie y les mate.

En Roma, desde el 23 de octubre, nadie sale a la calle después de las 22:00 horas. No se va a ver a cuñados, amigos, amantes, enemigos, camellos o barman a altas horas. Lo muy bueno o muy malo de que estuvieras en casa cuando se tomó la medida ha conformado los 19 días y 500 noches de toda la población. La distopía de esta vida se ha convertido tan rápido en hábito que un amigo me decía hace poco que “el problema es cuando abran de nuevo y me quede sin excusa para no tener que salir”.

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