De Algeciras a Estambul
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Mutis por el foro: el legado de 10 años del 15-M
Lo que unía a los manifestantes aquel 2011 fue esencialmente un motivo: el descontento con lo que había. La rabia. La indignación. Pero no había ninguna ideología que lo sostuviera
Ustedes conocen el chiste. Cuando Henry Kissinger viaja a Pekín en 1971 y se entrevista con el primer ministro chino, Zhou En-lai, le pregunta a su anfitrión qué piensa de la Revolución Francesa. Zhou En-lai responde: Es demasiado pronto para juzgarla.
Digo chiste, porque Zhou En-lai no se refería a la revolución de 1789 que cambió el concepto de la ciudadanía, el Estado y la religión en toda Europa y, gradualmente, en el resto del mundo, sino a la revuelta estudiantil del Mayo 68 de París. También hay quien dice que la conversación no tuvo lugar con Kissinger sino con una delegación francesa en Shanghai en 1972.
La misma respuesta —“Es pronto para juzgar”— la dan prácticamente todos los intelectuales árabes si se les pregunta por la Primavera Árabe, que empezó hace justo diez años. En cuestión de meses —enero, febrero de 2011— cayeron dictadores como el tunecino Zin el Abidine Ben Ali y el egipcio Hosni Mubarak, siguió Gadafi... y ahí nos estancamos con guerras civiles en Libia, Siria y Yemen que aún duran, unos cambios cosméticos en Marruecos, que no duran y una protesta aplastada en Qatar de la que quizás no perdure ni el recuerdo.
Viendo el ciclo de poder de los dictadores árabes, desde luego diez años es poco: Zine el Abidine duró 23 años, Hosni Mubarak, 30, Ali Abdulá Saleh 34, Gadafi 42 y quién sabe lo que habría durado Hafez Al Asad si no se hubiera muerto a los 70 años, tras 30 en el poder; su familia, casi cabe decir dinastía, ya dura 50. Aún así, diez años de guerra civil parecen un alto precio a pagar por cambiar de dictador.
Porque hay una cosa que la Primavera no trajo: democracia. Salvo en Túnez. Llevamos una década navegando sobre el filo de un cuchillo, entre las tentativas de toma de poder por parte de los islamistas en un lado y de la vieja guardia dictatorial en el otro, y quizás esa navegación sea no solo un ejercicio de democracia sino también un proceso democrático formativo. Digo quizás, porque en otros países, las confrontaciones ideológicas han servido más bien para polarizar y desdemocratizar la sociedad. Es un error grave creer que es democracia imponer una ley divina, inmutable, inhumana y no sujeta a enmiendas de simples mortales, mediante una mayoría de escaños en el Parlamento. Un error aún más grave es creer que es democracia impedirlo mediante un golpe militar.
En España, las legislaturas son de cuatro años y los ciclos políticos llegan a ocho. Por lo tanto ya son horas de juzgar el 15-M, otro movimiento político que arrancó aquella misma primavera. Y el balance es fácil: ha fallado.
La retirada de Pablo Iglesias de la política parlamentaria certifica ese fin de un ciclo que acaba en fracaso. No porque aquel profesor universitario con aires de colega fuese iniciador, representante o siquiera inspirador del movimiento. Hay quien lo recuerda más bien como una opción de última hora para poner a alguien en las papeletas del recién fundado partido porque la coleta aseguraba cierto impacto visual. Pero una vez puesto en el cargo, su deriva ha marcado la de un partido que no ha sabido ya librarse de él, hasta el punto final de la caída en la insignificancia.
Cuando digo deriva, no hablo de una deriva ideológica. No hubo tal deriva porque no hubo ideología.
El partido Podemos fue desde el primer momento lo que en inglés llaman un 'catch-all', un abarcar todo. Lo fue porque surgió del 15-M, de las protestas en la Puerta del Sol aquel mayo de 2011 en Madrid. Y lo que unía a quienes se reunían alli fue esencialmente un motivo: el descontento con lo que había. La rabia. La indignación.
La indignación es una fuerza potente: fue el motor de Tahrir, de la Puerta del Sol, del bulevar Rothschild en Tel Aviv y más tarde de las protestas de Gezi en Estambul. Pero una vez desencadenado, una vez montadas las tiendas en la plaza, hay que sentarse para aclarar qué se pide.
Los activistas en la Puerta del Sol se sentaron y hablaron. Noche tras noche. Yo no estuve. Ya andaba por Estambul. Allí cubrí una manifestación de un puñado de españoles —la mayoría mujeres jóvenes— ante el consulado, un acto simbólico de replicar la Puerta del Sol a distancia, bajo el lema 'Spanish Revolution'. Preguntadas por medidas concretas que pedían al gobierno español, las activistas hacían flotar ideas imprecisas, cambios sin definir, aventuraban algunas ideas de políticas sociales que habían estado en vigor durante los años 80 bajo el primer gobierno del PSOE. Así no podemos seguir; eso era lo único que tenían claro.
No les faltaba razón. La indignación no carecía de motivo. Había prendido después de años de una mal llamada crisis bancaria, definida con más acierto como una guerra de clases de los pudientes contra los trabajadores. Una guerra económica que había disparado las rentas de los multimillonarios mediante la táctica de primero jugarse el dinero en el casino de la especulación internacional y luego obligar a la ciudadanía a cubrir los gastos a través de las arcas públicas. Por el camino se erosionaba totalmente el Estado de relativo bienestar social fundado por las políticas socialistas de los años ochenta. El diagnóstico era claro. El remedio, mucho menos.
No estuve en la Puerta del Sol y solo espero que los debates asamblearios no se parecieran a los de los activistas por la paz con los que fui en 2003 a Bagdad: aquellos parecían servir al fin de mantenernos a todos ocupados y sentados en círculo mientras otros tomaban las decisiones. Pero conforme me seguían llegando las noticias del 15-M, tuve que concluir que no, porque no se trataba de tomar decisiones en ninguna parte. La finalidad, el objetivo a alcanzar, era el propio debate, la forma de organizarse en asambleas para que todo el mundo tuviera derecho a hablar. Democracia asamblearia, así lo llamaban.
Democracia es que todos puedan decir algo. Qué se dice no tiene la menor importancia, parece.
Exactamente lo mismo ocurrió en la Plaza Tahrir. En El Cairo, y luego en otras numerosas capitales del mundo mal llamado árabe, el grito común era “El pueblo quiere que caiga el régimen”. El pueblo iba a mandar, el pueblo iba a decidir. Cuando aparecían los tanques, los manifestantes se alegraron. A diferencia de la policía, los soldados son pueblo también (ya lo fueron en la Revolución rusa). Cuando los islamistas engrosaron las filas de los manifestantes y se fueron haciendo poco a poco con el mando de la organización, determinando la estrategia y encauzando la rebelión hacia sus fines, se asumía sin quejas: los islamistas son pueblo también. Había que mostrar la unidad del pueblo frente al poder dictatorial y, por lo tanto, evitar todo debate público sobre ideologías.
Quedó obvio muy pronto, el 8 de Marzo de 2011. Aquel día, las feministas egipcias habían convocado una concentración en la mítica plaza cairota, donde se reunían desde hacía semanas cientos de miles de personas. Acudieron unas cuantas decenas de mujeres, con carteles como “La dictadura caerá cuando caiga la dictadura machista” o “Yo soy tu igual”. Los hombres en la plaza las recibieron con gritos de “Fuera, fuera”, “Ahora no” y “¡Estáis debilitando nuestra revolución!”. Ellas tuvieron que irse entre abucheos. El mensaje era claro: todo menos debatir a dónde quiere llegar la revolución. Todo menos ponerse de acuerdo en algo, así sea algo tan esencial como la igualdad entre mujeres y hombres.
La escena se replicaba dos meses más tarde en la Puerta del Sol. El 20 de mayo, un grupo feminista colgó una gran pancarta con las palabras “La revolución será feminista o no será”. Otros la arrancaron entre aplausos y gritos de “Fuera, fuera”. Porque “los concentrados en la Puerta del Sol se marcaron como prioridad que no se les pudiera etiquetar ideológicamente ni asociar a ningún colectivo”, analiza años después el periodista Juan Luis Sánchez en eldiario.es. “Ninguna ideología externa al mínimo común múltiplo de la Puerta del Sol debía romper el equilibrio y la diversidad de aquella masa”.
Ese mínimo común se resumía en estar sentados en una asamblea en el pavimento. Porque si ni siquiera se puede decidir si queremos luchar por una sociedad machista o por una fundada sobre la igualdad de mujeres y hombres es obvio que no tenemos ni pajolera idea de por qué queremos luchar. Y si los allí reunidos no sabían que el feminismo es la igualdad entre mujeres y hombres deberían haberse planteado muy urgentemente un debate sobre el tema.
El debate nunca se hizo. Tampoco en los meses o años posteriores. Hasta hoy, ni Podemos ha aclarado qué entiende por feminismo y mucho menos lo han hecho otros partidos regionales surgidos de la misma marea de indignación del 15-M. Así, el equipo de la alcaldesa Ada Colau defiende abiertamente el proxenetismo junto al llamado 'Sindicato OTRAS' (un sindicato es una agrupación de trabajadores por cuenta ajena, y así figura en los estatutos de esta organización). Al tiempo que el documento de Feminismos (sic) de Podemos de 2020 llega a la conclusión de que el proxenetismo, ilegal en España, no es defendible, aunque esto —aclara el documento— solo es una postura de una comisión de estudio, no es la posición del partido. Para llegar a una postura, resuelve la comisión de estudio, se debe conocer mejor el fenómeno y pedir al Estado formar una comisión de estudio.
Y mientras este documento sí se posiciona contra los vientres de alquiler, la dirigente de otro partido de las mareas, Mónica Oltra de Compromís, no lo tiene tan claro. Podemos también pide una educación laica y no segregada por sexos, pero el propio partido presta su logotipo a islamistas veladas hasta la barbilla que promueven la desintegración de la sociedad en islotes de teocracia. Nueve años de recorrido asambleario no han bastado para tener un ideario definido en algo tan esencial como la igualdad de mujeres y hombres.
Mucho menos podemos esperar que haya un ideario definido en otras cuestiones ideológicas. No lo hubo entre los indignados del 15-M y nunca se ha visto la necesidad de elaborarlo. Aquí cabían todos. Cabía el anticapitalista y fascista (en el sentido original de la palabra) Jorge Verstrynge, uno de los oradores de la rama Coordinadora 25 y luego asesor de Podemos, cuya opinión sobre la inmigración coincide con la de Donald Trump, y cabían quienes pedían derribar vallas y abrir fronteras. Por supuesto a nadie se le ocurrió nunca elaborar una postura sobre inmigración que fuera más allá que los lamentos humanitarios y el síndrome salvavidas; nadie vio necesario explicar a los votantes que la inmigración es un fenómeno económico fundamental para Europa.
Cabían quienes pedían políticas sociales, reformas laborales, quizás salario social, y quienes propugnaban tomar al asalto el Congreso, quemándolo si fuera necesario, para acabar con la democracia parlamentaria establecida y poner otra cosa. Qué cosa, eso tampoco lo aclaraban nunca en sus miles de páginas de blogs y comunicados: una vez abolida la Constitución —no antes, en ningún caso antes— habría expertos para hacer propuestas.
Esta era el único denominador común: acabar con lo que había. Barrer a los que estaban arriba para que mandara el pueblo. Acabar con la casta. Quítate tú que me pongo yo.
Por eso trajo una polémica tan inmensa y tan dañina para Podemos el hecho de que los diputados Pablo Iglesias e Irene Montero se fueron a vivir a un chalé similar a los chalés que tienen otras decenas de diputados y vivieran como vive gran parte de la clase política. No porque fuese un delito para un político vivir como el resto de sus colegas. Sino porque todo su discurso se basaba en denunciar a la clase política por serlo. El problema no era el chalé. El problema es que la ausencia del chalé había sido el único argumento de la obra.
Por eso, Podemos se ha desinflado cual globo pinchado desde que llegó a una parcela del poder: una vez tomado el Congreso (si bien sin quemarlo) ya no hubo nada que uniera a los componentes del movimiento. El manual del militante de Podemos se revelaba una mala copia de una novela de autoayuda: “El camino es la meta”. Acabado el camino en el sillón de la vicepresidencia y varios ministerios, no hubo más que hacer que saludar elegantemente y hacer mutis por el foro.
El balance no sería tan amargo si el partido no se hubiera esforzado tanto en ponerle a ese pastel de aire caliente la guinda morada de la única propuesta política que lleva defendiendo con uñas y dientes desde hace más de un año: la llamada ley Loretta, que pretende abolir judicialmente el sexo y otorgar la categoría de mujer u hombre a cualquiera que se declare tal, castigando con una batería de penas a cualquiera que osara defender la ciencia, la biología, el sentido común o, simplemente, el feminismo. Una postura cuasi religiosa (“el sexo está en el cerebro; eres lo que sientes”) que es peor que los manuales de autoayuda y viene promovida con muchos millones de dólares por grandes corporaciones norteamericanas.
Diez años bastan para juzgar. El legado del 15-M debería ser una nueva conciencia política en el pueblo, pero no la encontramos. Lo único que parecer haber perdurado de aquella democracia asamblearia de la Puerta del Sol es el empeño de arrancar la pancarta del feminismo.
Ustedes conocen el chiste. Cuando Henry Kissinger viaja a Pekín en 1971 y se entrevista con el primer ministro chino, Zhou En-lai, le pregunta a su anfitrión qué piensa de la Revolución Francesa. Zhou En-lai responde: Es demasiado pronto para juzgarla.