De Algeciras a Estambul
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Ajo y agua: por qué Europa debe reconocer el régimen talibán
Reconocer al Gobierno talibán y dar apariencia de respetabilidad a una de las ideologías más inhumanas no es adecuado. Pero negarse a hacerlo es un ejercicio de hipocresía
Toque de corneta, redoble de tambor. ¡Retirada! Hemos perdido la guerra. Formen para la evacuación. Ejem... Sálvese quien pueda, mejor.
La tremenda 'merde' que ha dejado atrás Washington al poner fin hace un año a su presencia en Afganistán es como para llevar a los tribunales a unos cuantos. Pero si ni siquiera se hizo en Irak, donde Estados Unidos destruyó el país a conciencia y de forma sistemática (escudados en la convicción mundial de que los yanquis son estúpidos y les sale todo mal), desde luego nadie va a asumir responsabilidades en Afganistán.
Además, es verdad que el origen de la 'merde' de Afganistán hay que buscarlo en Moscú. Si la Unión Soviética no hubiera invadido Kabul en la Nochebuena de 1979 para derrocar el Gobierno comunista, quizá no habría habido una guerra civil a gran escala. (Sí, yo también pensaba que Moscú invadió Kabul para instaurar un régimen comunista, pero no: fue para deponer el régimen comunista existente). Quién sabe.
Pero hubo guerra civil, hubo apoyo de Estados Unidos a los islamistas que combatieron contra la invasión extranjera y ganaron, hubo islamistas ultrarradicales que combatieron contra los islamistas que expulsaron a los soviéticos, hubo islamistas extraultrarradicales —talibanes se llamaban: estudiantes coránicos— que llegaron a poner orden. De la mano del ejército, los servicios secretos y los predicadores de Pakistán. Duraron cuatro años. Luego llegó Estados Unidos para, como hemos visto, estropear las cosas de verdad. Quizás esta vez no fuera su intención, pero fue el resultado.
Es tremendo leer que después de exactamente 20 años de ocupación estadounidense y 2,3 billones de dólares gastados —billones: millones de millones— los talibanes, al retomar el poder en 2021, han conseguido reducir o casi erradicar la corrupción rampante que le hacía la vida imposible al ciudadano. Es un indicador. Un país en el que todo funcionario rapiña el pan del prójimo es un país que no cree ser un Estado, no cree en la cosa pública. Y probablemente nadie haya creído en ella durante 20 años, porque todo el mundo sabe que, en tierras afganas, un Gobierno títere colocado por una potencia extranjera no va a durar, no puede durar. Sálvese quien pueda, empezando con el bolsillo, fuera probablemente la consigna desde el día que aterrizó el primero Apache en Kabul en 2001. En todo caso, la vuelta talibana, una marcha triunfal de 10 días, demostró que la guerra estaba, desde hace mucho tiempo, muy perdida.
Cuando una guerra se pierde, se pierde. Eso vale para guerrillas en Kurdistán, vale para el Sáhara y vale para superpotencias. Actuar como si no se hubiera perdido, no reconocer la victoria del adversario, no es una señal de heroica resistencia: es un crimen. Porque impide firmar la paz y obliga a la población civil —esa población que siempre está atrapada entre dos fuegos— a seguir muriendo por una causa que ya no existe.
No falta quien lo proponga en el caso de Afganistán. Los círculos 'neocon' estadounidenses, los mismos que destruyeron Irak de la mano de Dick Cheney, piden ahora alimentar a la minúscula resistencia armada, el llamado Frente de Resistencia Nacional, en el valle del Panshir, para conseguir lo que no consiguió Estados Unidos en 20 años: expulsar a los talibanes. No sorprende. Los 'neocon' tienen experiencia en enriquecer sus empresas con guerras en las que mueren otros. Son los mismos que se oponen a todo intento de volver al acuerdo nuclear con Irán que Trump dinamitó para hacerle un favor a la retórica de guerra de Israel y Arabia Saudí.
No, por mucho que el líder del Frente de Resistencia Nacional sea Ahmed Masud, hijo del ya legendario Ahmed Sha Masud, quizás el único hombre que hubiera podido unificar Afganistán contra los talibanes si no lo hubieran asesinado a traición dos días antes del 11-S y semanas antes de la invasión estadounidense, no parece que continuar la guerra sea una opción. Se ha perdido. Ajo y agua.
¿Cuál es la opción, entonces? ¿Pretende usted que los líderes de los países democráticos ahora vayan y reconozcan formalmente como Gobierno legítimo de Afganistán a uno de los regímenes más fundamentalistas, autócratas, patriarcales y misóginos del planeta?
Sí, eso pretendo.
Qatar no esconde su dictadura, ¿por qué Afganistán sí?
Para empezar, no es nada novedoso. Todos reconocen como Gobierno legítimo de Arabia Saudí a una dinastía fundamentalista, autócrata, patriarcal y misógina, cuya ideología no se diferencia de la de los talibanes. Porque la milicia afgana no ha hecho otra cosa que copiar fielmente todas las normas elaboradas por los clérigos saudíes. Solo que la aplicación es un poco más pobre, en términos literales. Un hatajo de tipos barbudos en traje de faena zarrapastroso blandiendo kalashnikovs siempre parece más bárbaro que una fila de señores de impecable blanco posando ante todoterrenos de alta gama con embajadores europeos.
Eso conviene recordarlo. Si los talibanes han prohibido a todas las niñas estudiar secundaria —hasta el sexto grado, es decir hasta los aproximadamente 10-11 años se permite— no es exactamente porque no quieran que una mujer aprenda algo. Sino porque no tienen suficiente dinero en las arcas públicas como para establecer un sistema de bienestar en la que toda familia pueda llevar a su hija a un colegio estrictamente segregado en un coche con cristales tintados, evitando todo encuentro entre varones y féminas.
Ni para construir luego suficientes centros comerciales con aire acondicionado para que esas mujeres tan educadas puedan pasar el rato comprando lencería cara, sin necesidad de meterse en un mercado laboral donde podrían, horror, cruzarse con hombres. Ni para proporcionar a los ciudadanos una aplicación móvil que permita rastrear los movimientos de las mujeres e impedir que se fuguen de casa o del país. Disponiendo de una cornucopia de petrodólares inagotable, junto a un tratado de amistad con Washington inquebrantable, es bastante fácil darle un toque elegante a cualquier ideología, por inhumana que sea.
Inhumano es el adjetivo para una ideología en cuyo nombre se deja morir en un incendio a quince niñas porque no estaban lo suficientemente vestidas como para que las viera un bombero varón. Eso ocurrió en La Meca en 2002. (También ocurrió algo muy similar en un colegio de monjas en Irlanda en 1943: el mandamiento de segregación no es exclusivo del islam). Podemos esperar que no se repita. Arabia Saudí tiene dinero suficiente como para invertir en revestimientos ignífugos en los colegios. No le hace falta cambiar de ideología.
Este es el futuro con el que sueñan probablemente los líderes talibanes. Un país que gracias a sus riquezas naturales —y en Afganistán hay de todo: minas de cobre, carbón, hasta gas natural— conquiste un lugar en el concierto de las naciones para exhibir orgullosamente su ideología religiosa, como ya hacen otros. Ni Qatar ni Emiratos han tenido que camuflar su condición de dictadura teocrática para ser cortejados y aplaudidos como centro de negocios, destino de vacaciones y hasta anfitrión de una copa mundial de fútbol. ¿Por qué no Afganistán?
Reconocer u olvidar Afganistán
Una dictadura teocrática. No es el futuro que yo le deseo a Afganistán. Pero menos aún le deseo ser una dictadura teocrática donde la gente se muera de hambre, solo para que los políticos norteamericanos y europeos eviten darle la mano un barbudo misógino ante las cámaras. Podemos imaginar lo que debe de sentir una mujer, encerrada bajo el burka, vetada del trabajo, convertida en no persona, únicamente objeto de tutela de hombres, cuando vea a los mandamases del mundo tratar a sus carceleros como si fueran gente respetable. Pero ¿mejora su vida porque simplemente nos olvidemos de ella y hagamos como si Afganistán nunca hubiera existido?
Por ahora, ningún país ha querido ser el primero en reconocer el régimen talibán. Ni siquiera Pakistán, que crío, formó y armó sus milicias en el pasado y que se alegró abiertamente de su victoria el año pasado. Por fin, Afganistán "ha roto las cadenas de la esclavitud", dijo el entonces primer ministro, Imran Khan, el día que los talibanes tomaron Kabul.
Después llegaron las diferencias. La zona pashtún en la linde entre Afganistán y Pakistán, de influencia fundamentalista desde hace generaciones, no solo ha dado origen a los talibanes afganos sino también al movimiento Tehrik-e Taliban Pakistan (TTP), un movimiento armado ultraislamista que pretende derrocar el Gobierno paquistaní y erigir una teocracia... pues eso, talibana. Islamabad espera que los talibanes afganos, como buenos aliados, pongan fin a los ataques del TTP, pero los de Kabul se resisten a aplicar mano dura. En términos étnicos e ideológicos, son casi ellos mismos.
Mientras se aclare este conflicto entre primos, otros aprovechan el vacío. En primer lugar, China, que ya tiene algunos intereses en minas de carbón y yacimientos de petróleo y gas, aunque la frontera común entre ambos países, apenas 76 kilómetros de montañas casi intransitables, no facilita un comercio fluido. Pero todo se andará. En marzo pasado, el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, se presentó en Kabul para anudar lazos de amistad y negocio, subrayando —eso es habitual de la expansión económica y geopolítica china— que Pekín nunca va a interferir en los asuntos internos de Afganistán. En otras palabras: mientras sea rentable comerciar con Kabul, los talibanes pueden hacer de su burka un sayo. Si las chicas pueden ir al colegio o no, a China qué le importa.
Si a alguien le importa, debe actuar en lugar de retirarse bajo la excusa de que no se puede negociar con barbudos. Porque a Moscú, que pronto intentará recuperar por la vía diplomática lo que no pudo conseguir por la vía militar hace 50 años, tampoco le importará gran cosa, me temo. Ni a Irán, desde luego, que por ahora también se está arreglando bien con sus vecinos y hermanos en la fe política. Una vez que Estados Unidos ha fracasado, les ha llegado el turno.
También podría ser el turno de Europa, si se planteara una política exterior sólida a largo plazo. Empezando, por supuesto, por recuperar el acuerdo con Teherán que rompió Trump, quizás para perjudicar precisamente a sus no tan aliados europeos. También Irán está en manos de un régimen teocrático, dictatorial, misógino, pero a estas alturas sabemos que no se cambiará mediante sanciones, boicot y discursos de guerra. Sí podrá cambiar —la población iraní lo está esperando— con la apertura y la negociación.
Dispuestos a negociar, no debería ser tan difícil convencer al régimen talibán —que no es monolítico tampoco— de que permita, como primer paso, la vuelta al colegio de millones de chicas. En sus manos estará el futuro del país. Vale la pena intentarlo.
Sí. Es dar apariencia de respetabilidad a una de las ideologías más inhumanas y totalitarias del planeta. Pero negarse a hacerlo es un ejercicio de hipocresía que clama al cielo. Porque esos mismos líderes europeos están dando plena apariencia de respetabilidad a la misma ideología cuando se presenta en las cátedras, las televisiones y las mezquitas de Europa bajo la bandera de la "multiculturalidad". Es una barbaridad que los talibanes, siguiendo la doctrina wahabí de la dinastía saudí, hayan anunciado que mantendrán lapidaciones y amputaciones en su código penal y se entiende que a cualquier diplomático europeo le tiemble la mano antes de dársela a tipos así.
No. No se entiende después de ver cómo a un señor que se ha negado públicamente a condenar esas mismas penas de lapidación y amputación, pidiendo solo una "moratoria", lo hayan nombrado asesor de integración del municipio de Róterdam y de la Universidad de Erasmus en Holanda, además de regalarle una cátedra en Oxford para difundir su ideario. Hablamos de Tarik Ramadán, cortejado como luminaria y guía del 'islam europeo'.
Mejor no hablemos de Salman Rushdie
Si Europa quiere oponerse a la ideología talibana, haría bien en empezar en casa, en lugar de hacerle ascos al régimen de Kabul. Podría —es un buen momento— verificar qué piensan de la libertad de expresión, la libertad artística, la libertad de conciencia a los intelectuales a los que ha otorgado voz y voto para definir qué debe ser el islam en Europa. Como '5 Pillars', un digital inglés que se presenta con el lema 'Lo que piensan los musulmanes' y va certificado como prensa fiable por el organismo británico Impress. El diario informa sobre el ataque a Salman Rushdie de la semana pasada, describiéndolo, en cada noticia, como "escritor blasfemo" o "autor de una novela blasfema".
El director del digital es Roshan Salih, periodista británico que ha trabajado para la cadena pública Channel 4 y ha sido columnista invitado en el izquierdista 'The Guardian'. ¿Quieren saber qué opina del intento de asesinato del escritor? Yo también. Pero quizás sea mejor que no lo sepamos, opina Roshan Salih. "Yo pediría a los musulmanes que no hablen en los grandes medios de comunicación sobre el ataque a Salman Rushdie. No hay manera de que salgamos de una entrevista en la prensa sin quedar atrapados de una u otra manera".
¿No hay manera? Hay una muy sencilla. Condenar el ataque y comprometerse con la libertad de expresión. Ah no, eso no lo puede hacer un 'musulmán', en opinión de esta luminaria: sería blasfemia. ¿Un musulmán defendiendo la libertad de expresión? Dios no lo quiera.
Este es el 'islam' que Europa considera respetable. Después de esto, negarse a dar la mano a un talibán en Kabul, solo porque no se ha lavado la barba, es de miserables.
Toque de corneta, redoble de tambor. ¡Retirada! Hemos perdido la guerra. Formen para la evacuación. Ejem... Sálvese quien pueda, mejor.