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Crónica de la fealdad: el este de Ucrania tras cuatro meses de separatismo
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Argemino Barro

En el frente de Ucrania

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Crónica de la fealdad: el este de Ucrania tras cuatro meses de separatismo

Hasta hace seis meses no había ni rastro de secesionismo. La inmensa mayoría tenía mezcla de sangre rusa y ucraniana sin la menor fricción

Foto: Una mujer abandona los pisos dañados por los bombardeos en Donétsk. (Reuters)
Una mujer abandona los pisos dañados por los bombardeos en Donétsk. (Reuters)

“Aquí no va a haber guerra, eso te lo aseguro” me decía una fuente del consulado francés en Donétsk. Abril despuntaba y Ucrania dejaba atrás dos meses convulsos. Putin había respondido al derrocamiento de su aliado Yanukóvich conquistando Crimea. Los egos, en cierta manera, se habían equilibrado. ¿Guerra? Imposible. Sólo quedaban algunos prorrusos manifestándose frente a Lenin cada fin de semana, presentando dos perfiles: pensionistas indignados y jóvenes enmascarados.

Estos últimos eran inquietantes; llevaban viseras caladas y fumaban de forma pendenciera, apartando la mascarilla médica para inhalar del cigarrillo. ¿Por qué se tapaban la cara? ¿De dónde habían sacado esas banderas independentistas de hacía casi cien años? Había muchas preguntas en el aire; también una violencia respirable que se había cobrado víctimas mortales en manifestaciones anteriores. Me impresionó, sobre todo, la fealdad de su despliegue, su agresividad, su odio latente.

El movimiento separatista del este de Ucrania es particularmente feo, porque se nutre, sobre todo, de desesperación. No es una “guerra de liberación” como pueden ser percibidos otros conflictos, donde una importante masa poblacional se rebela por razones, dejando a un lado juicios morales, más tangibles: religión, etnia, explotación económica. Tal sería el caso, a muy grandes rasgos, de los armenios de Azerbaiyán o los abjasios de Georgia; de los palestinos, kurdos, albanokosovares.

Pero Ucrania es diferente. Hasta hace seis meses no había ni rastro de secesionismo en el este del país, donde la inmensa mayoría de la gente mezcla sangre rusa y ucraniana sin la menor fricción, domina las dos lenguas y tiene familia en ambos lados de la frontera. Es una guerra, da la impresión, “artificial”, allanada por la propaganda rusa, que explota la dificultad económica, la nostalgia y el complejo de inferioridad del Donbás hacia Kiev, y ejecutada por redes inescrutables.

Desde el principio hubo pasamontañas, walkie-talkies, uniformes, cabezas rapadas. Detalles que revelarían un guión cada vez más violento: asaltar edificios públicos y medios de comunicación, perseguir a proucranianos, declarar la independencia y armarse bajo un liderazgo, ahora es evidente, ruso e “imperialista”, como se definió el autoproclamado primer ministro, Aleksandr Borodái.

Este no es un intento de negar el sentimiento prorruso, que sin duda existe, ni mucho menos de disculpar a Kiev, que desde el principio del Maidán dio la espalda al Donbás, prefirió tanques a negociadores y hasta hoy niega sus ataques a civiles desarmados. Ha sido desgarrador verle la cara a un Estado fallido; cómo las dos partes del país, el este y el oeste, se han ido transformando en dos vecinos que no se escuchan y que acaban destrozándose mutuamente el jardín, como una espiral de rencor que fanatiza a quien se acerque.

Mi primer día en Donétsk visité Izolyatsia, una fundación cultural propiedad de una empresaria local residente en Canadá y dirigida por un español con experiencia gestora en el Instituto Cervantes de varios países. El objetivo de Izolyatsia (instalada en una vieja fábrica de materiales aislantes, de ahí su nombre) era sanar la depresión social de la cuenca minera de Ucrania, escuchar a su juventud e impulsarla con inversión y talleres tecnológicos y artísticos.

Su director, Paco de Blas, sumergido en un mundo cuya mentalidad le fascinaba y deseaba (era su trabajo) cambiar, dirigía las operaciones en las siete hectáreas y 56 edificios del “territorio”. Aquello destacaba; era moderno, atractivo, casi hipster. ¿Pero cuánto durarían los ciclos de cine y la cocina de guerrilla regida por un joven vasco? ¿Cuánto tardaría la fealdad en devorarlos? Ya habían tenido alguna visita de matones rompiendo ventanas mientras la policía miraba de brazos cruzados.

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El separatismo fue cercando a Izolyatsia. Sus trabajadores tenían que sufrir cada día los checkpoints de las afueras; casi cancelan un festival de literatura, celebrado al límite, y pronto empezaron las migraciones. Izolyatsia fue ocupado el pasado 9 de junio por los separatistas. Sólo quedaba la cuantiosa seguridad del “territorio”, que nada pudo hacer en un Donétsk abandonado al miedo. La última vez que pasé por allí, hace una semana, vi barricadas de cemento, coches de lunas tintadas y a una familia descompuesta esperando en la puerta. Se rumorea que es allí donde mantienen a los secuestrados de Donétsk, cuyas fotos de “se busca” cubren las paredes de la ciudad.

La fealdad se lo ha tragado todo. Ahora mismo, en Donétsk, sólo hay un bar abierto hasta tarde: el Banana, donde cenan individuos obesos que llevan una pisola en el cinturón y no dan un paso sin su cohorte de milicianos armados con Kaláshnikovs. Quiénes son, ¿líderes de la república? ¿Gánsteres liberados de la ley y en buenos términos con los separatistas?

Que miren a su alrededor: según la ONU, el conflicto suma ya casi 1.200 muertos y más de 100.000 desplazados (esto último imposible de contabilizar, pues la gran mayoría no lo reporta; sólo de Donétsk pueden haber huido muchos más). El parlamento ucraniano acaba de aprobar 1.000 millones de dólares adicionales para financiar la guerra. Sólo reconstruir Slaviansk costará más de 100 millones a una de las economías más pobres y castigadas de Europa.

Si distribuyésemos a los afectados por la guerra en una campana sociológica, en la cumbre estarían los jefes de Estado, intocables ellos en sus despachos y reuniones internacionales. Bajando un poco por las laderas veríamos a los oligarcas: fuertes, pero sumidos en la incertidumbre. Luego iría la clase media, refugiada en otros lugares de Ucrania o el extranjero. Y casi a nivel de tierra, las clases humildes, condenadas a la lluvia de artillería porque no tienen ni dinero ni un lugar adonde ir.

placeholder Manifestantes prorrusos queman una bandera de Ucrania en Donéstsk. (Reuters)
Manifestantes prorusos queman una bandera de Ucrania en Donéstsk. (Reuters)

La última parte del gráfico, tocando ya el eje horizontal, estaría formada por los combatientes prorrusos y proucranianos. Es ahí donde reside la mayor tristeza, en los milicianos que dependen de la caridad para comer y reciben armas para triturarse; unos del Gobierno ucraniano, otros (pese a que el Kremlin lo niegue constantamente) de Rusia.

Tuve la oportunidad de visitar tanto la base del separatista Batallón Vostok en Donétsk como del proucraniano Batallón Donbás en Kiev. Pese a las diferencias ideológicas, los milicianos de ambos bandos se reflejaban fielmente: desastrados, pobres, algunos de ellos adolescentes, otros cincuentones inseguros y mal afeitados. Los del Vostok hasta nos saludaron tímidamente desde el camión donde se hacinaban. Me pregunto cuántos de ellos seguirán vivos.

“Aquí no va a haber guerra, eso te lo aseguro” me decía una fuente del consulado francés en Donétsk. Abril despuntaba y Ucrania dejaba atrás dos meses convulsos. Putin había respondido al derrocamiento de su aliado Yanukóvich conquistando Crimea. Los egos, en cierta manera, se habían equilibrado. ¿Guerra? Imposible. Sólo quedaban algunos prorrusos manifestándose frente a Lenin cada fin de semana, presentando dos perfiles: pensionistas indignados y jóvenes enmascarados.

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