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El día en que los chinos lloraron como niños
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Ángel Villarino

Historias de Asia

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El día en que los chinos lloraron como niños

Es difícil conmover a un chino. Este pueblo de rudos campesinos curtidos en mil desgracias, de obreros que sobreviven en las periferias de megalópolis con gigantismo,

Es difícil conmover a un chino. Este pueblo de rudos campesinos curtidos en mil desgracias, de obreros que sobreviven en las periferias de megalópolis con gigantismo, tiene un proverbial bloqueo en los lacrimales. Pero hoy, en mitad de una callejuela de Changsá, algunos lloraban como niños. Se emocionaban escuchando el himno nacional en una gigantesca televisión plana que alguien había colocado a las puertas de un mercado, a más de mil kilómetros de Pekín, en la China profunda y presuntamente ajena a los reflectores olímpicos.

Los tambores de la ceremonia hacían eco en las sartenes del arroz frito y los tendederos con pantalones de tergal y camisas cargadas de lamparones, se olvidaban por un momento de amasar yuanes, de su increíble obsesión por el progreso material. De reojo, miraban al único extranjero con desafiante orgullo, el de pertenecer a una nación que se sienta dueña del futuro, que se ve cerca de recuperar su lugar como Tierra del Medio después de décadas de humillaciones y sufrimiento. Lo miraban y se reían: "¿Es bonito, eh?".

Será, o no será, el color rojo que aquí simboliza la suerte y manda en la bandera comunista. Será, o no, el palco con los representantes del Partido Comunista. Serán los impresionantes fuegos artificiales que ayer se desataron por todo el país, reivindicando de paso la autoría de otro de tantos inventos "made in China". Será lo que sea, pero lo que salta al frente es una nación compacta, unida a pesar de las crecientes desigualdades, ajena a las fracturas, una sociedad segura de sí misma después de haberse arremangado para alcanzar uno de los mayores logros colectivos de la historia: pasar de parias de la tierra a aspirantes a potencia hegemónica en cuestión de 30 años.

Changsá, para enterdernos, no es Manhattan. Algún rascacielos hay, algún restaurante con pretensiones y los menús mal traducidos al inglés también, pero por el resto sigue siendo como cualquier otro lugar del interior de este país: una ciudad hosca, trabajadora, esquiva, con un omnipresente olor a carbón y comida; y con un tráfico enloquecido.

Una ciudad "pequeña", por cierto, porque sólo tiene dos millones de habitantes; y suficientemente apartada de los tráficos comerciales de la costa como para pasar desapercibida. Aquí los camareros cobran menos de 150 euros al mes, los obreros todavía menos. La mayoría nunca ha salido de la región y si lo ha hecho es para viajar desde Changsá hacia sus pueblos natales, donde aún viven los 800 millones de campesinos de esta China que sigue teniendo a cerca de un 60% de su población en el campo.

Las justas deportivas son lo de menos en estos Juegos Olímpicos preparados a conciencia para cambiar la imagen occidental sobre el pueblo chino. Cuando acabe el mes, pocos seguirán imaginándose China como el lugar de procedencia de inmigrantes-sombras en Europa y Estados Unidos. A casi nadie se le ocurrirá ya asociarlos con los pijamas del maoísmo. El corte marcial y megalómano de la ceremonia lo confirma: China ha preparado la fiesta como puesta en escena de un desafío que lleva años calentando la propaganda del régimen. Quieren deslumbrar, asombrar, vencer y convencer: ser los primeros. Estarán a la altura de sus ambiciones, o no, eso queda por ver. Por el momento han lanzado el guante y se emocionan hasta las lágrimas por un proyecto colectivo.

Es difícil conmover a un chino. Este pueblo de rudos campesinos curtidos en mil desgracias, de obreros que sobreviven en las periferias de megalópolis con gigantismo, tiene un proverbial bloqueo en los lacrimales. Pero hoy, en mitad de una callejuela de Changsá, algunos lloraban como niños. Se emocionaban escuchando el himno nacional en una gigantesca televisión plana que alguien había colocado a las puertas de un mercado, a más de mil kilómetros de Pekín, en la China profunda y presuntamente ajena a los reflectores olímpicos.

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