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¿Para qué sirve la Expo más cara de la historia? Probablemente para nada
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Ángel Villarino

Historias de Asia

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¿Para qué sirve la Expo más cara de la historia? Probablemente para nada

Los visitantes de la Expo de Nueva York de 1939 descubrieron un cacharro que enfriaba el aire, admiraron las primeras diapositivas con colores reales y se

Los visitantes de la Expo de Nueva York de 1939 descubrieron un cacharro que enfriaba el aire, admiraron las primeras diapositivas con colores reales y se entallaron prendas fabricadas con un material nuevo llamado nylon. Se trataba de inventos que cambiarían sus vidas, al igual que antes lo habían hecho los rayos-X y otros tantos ingenios, avances tecnológicos y científicos presentados en sociedad, y al mundo entero, durante las ferias universales de la era industrial.

Con una estruendosa ceremonia de fuegos artificiales y tras el clásico desfile de políticos y funcionarios, este fin de semana ha comenzado en Shanghái la Exposición Universal más cara y ambiciosa de todos los tiempos. ¿Pero qué maravillas se podrán admirar en un recinto que tiene dos veces el tamaño de Mónaco? ¿Qué sorpresas científicas nos reservan los 190 países participantes? Probablemente ninguna, más allá de una sucesión de caprichos arquitectónicos levantados bajo el paraguas promocional de un lema facilón ("Mejor ciudad, mejor vida") y la mayoría de los cuales tendrán que ser destruidos cuando acabe la feria dentro de seis meses.

China se ha gastado 44.500 millones de euros en engalanar su capital económica para la ocasión, más de lo que le costaron los Juegos Olímpicos de Pekín. Y ante tal despliegue de medios, el resto del mundo ha respondido con entusiasmo. A orillas del río Huangpu han plantado su pabellón 190 países y 50 ciudades, con presupuestos que no parecen propios de tiempos de crisis. Muchas naciones que generalmente no participan en este tipo de eventos han tirado la casa de la ventana.

Ahí está Australia, el más generoso per cápita, con 57 millones de euros a repartir entre sus menos de 13 millones de habitantes. O Japón, con un pabellón de 105 millones. Por no hablar de Arabia Saudí: 110 millones de petrodólares.

Sin llegar a esos extremos, el pabellón español nos cuesta más de un euro por habitante, hasta un total de 55 millones. A esa cifra es necesario sumar lo que se gastarán las tres ciudades que participan en el evento. Madrid se dejará nueve millones para brillar con luz propia, algo más de lo que soltarán Barcelona y Bilbao. Cierto es que el sinuoso “cesto de mimbre” diseñado por la arquitecta Benedetta Tagliabue para la representación española ha despertado muchas expectativas y está considerado uno de los imanes más atractivos de la feria para los 70 millones de visitantes, la mayoría chinos, que se esperan para esta Expo de grandes números.

El plato fuerte de nuestro pabellón es un cibernético bebé gigante llamado “Miguelín”, ideado por la directora y publicista Isabel Coixet, quien también ha contribuido con unos dibujos animados que representan los presuntos avances sociales españoles: la igualdad de género, el ecologismo, la sanidad gratuita y el desarrollo sostenible.

Los visitantes se encontrarán dos montajes audiovisuales de Bigas Luna y Basilio Martín Patino, que completan los contenidos fijos del pabellón. Según dijeron a El Confidencial fuentes de la organización, cada director se ha embolsado 180.000 euros por su trabajo. “Menos de lo que cobran por película”, apuntan.

“Había que estar”, es el razonamiento dominante. Incluso Corea del Norte, el país con menos vocación diplomática del planeta, tiene aquí su sitio. No en vano, muchas de las voces críticas que llevan años cuestionando la función de las Exposiciones Universales y sus sucedáneos en la “era Internet”, han suspendido temporalmente el juicio. No se puede desperdiciar, dicen, ninguna ocasión de enseñar la patita en la China que crece a dos dígitos. Y no será en vano ningún esfuerzo por darse a conocer entre las decenas de millones de asiáticos (“la clase media del futuro”) que arrastrarán su curiosidad por entre la neblina asfixiante de los veranos de Shanghái.

Estados Unidos, el único en desmarcarse

Es más: el gigante requería una respuesta entusiasta a su nueva aspiración de record Guinness y era impensable defraudarlo. Incluso Nicolás Sarkozy, el mismo presidente que amenazó con boicotear los Juegos Olímpicos si Pekín no bajaba el pistón en el Tíbet, ha cambiado radicalmente de actitud y ha viajado a Shanghái del brazo de Carla Bruni. El pabellón francés, por cierto, estaba presupuestado en 50 millones de euros, diez millones más que el ruso y veinte más que el alemán, cifras que dimensionan el cuadro europeo.

Una de las pocas arcas estatales que no ha contribuido a este brindis al sol con dinero público ha sido la de Estados Unidos, donde una ley votada en los años de “Bush padre” prohíbe al Gobierno financiar pabellones. Aunque Hillary Clinton en persona se ocupó de remarcar el interés de la Casa Blanca por "estar", al final los 41 millones de euros que cuesta el chiringuito de barras y estrellas han sido casi íntegramente desembolsados por empresas patrocinadoras. Las multinacionales lo han convertido, es cierto, en algo parecido a una sucesión de casetas promocionales. Pero, ¿para qué sirven las Exposiciones Universales hoy en día si no es para eso?

Álbum: Luces en los pabellones de la Expo de Shanghái

Los visitantes de la Expo de Nueva York de 1939 descubrieron un cacharro que enfriaba el aire, admiraron las primeras diapositivas con colores reales y se entallaron prendas fabricadas con un material nuevo llamado nylon. Se trataba de inventos que cambiarían sus vidas, al igual que antes lo habían hecho los rayos-X y otros tantos ingenios, avances tecnológicos y científicos presentados en sociedad, y al mundo entero, durante las ferias universales de la era industrial.