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La política española ante el espejo alemán
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Nacho Alarcón

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La política española ante el espejo alemán

En muchas ocasiones desde España se ve con envidia la estabilidad y el consenso de la política alemana. Para llegar al acuerdo antes hay que entender el conflicto

Foto: Angela Merkel antes de votar en el Parlamento alemán. (Reuters)
Angela Merkel antes de votar en el Parlamento alemán. (Reuters)
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Es doloroso ver a España en el espejo alemán. En un ambiente de crispación creciente, en el que el ciudadano está sometido a un gran escaparate en el que se vende confrontación y deshumanización, convirtiendo al rival político en enemigo público, muchos ven con envidia la etiqueta de “las elecciones más aburridas de la historia” que recibieron los comicios alemanes de 2013.

La canciller alemana, Angela Merkel, que esta semana ha estrenado la que será la última presidencia germana del Consejo de la UE bajo su batuta, ha gobernado con el apoyo de su rival político, los socialdemócratas (SPD), durante diez años en tres legislaturas distintas desde 2005. En muchas ocasiones políticos, analistas y comentaristas han defendido la necesidad de replicar en España la idea de la “GroKo”, de la Gran Coalición.

Alemania ha sido un foco de estabilidad. La política alemana ha sido predecible: no hay sorpresas ni sobresaltos en ella. Se sabe lo que se puede esperar. Un mundo totalmente contrario al español, envuelto en crisis continuas, escándalos permanentes y un tono de voz que parece que nunca deja de aumentar. No han sido ni uno ni dos los amigos que, desde hace tiempo, hablan con nostalgia de los días en los que “la política española era aburrida”. Como en Alemania.

placeholder Mariano Rajoy junto con Angela Merkel. (EFE)
Mariano Rajoy junto con Angela Merkel. (EFE)

Sin embargo, y aunque muchos no lo sepan o lo crean, España no quiere ser Alemania. Lejos de ser un mundo ideal, la extrema estabilidad de la política alemana genera monstruos. Estos nacen, fundamentalmente, de lo que Robert A. Dahl bautizó como un “superávit de consenso”.

El consenso, eso que parece tan difícil en España, es crucial en Alemania. Porque está en el corazón de la política de una sociedad que conoce perfectamente los efectos destructivos que puede llegar a tener el enfrentamiento político. Josef Joffe, académico y editor del Die Zeit, ha celebrado este elemento de la política alemana, y de hecho ha subrayado lo positivo que es que el centrismo, la idea del consenso, se haya convertido “en la religión civil alemana”.

Pero como todo en exceso, el consenso también genera efectos secundarios cuando se produce ese “superávit” mencionado por Dahl. Y, en parte, los vimos en las elecciones de 2017. Tras una campaña vacía y aburrida, con un debate televisivo en el que las diferencias entre Merkel y el candidato socialdemócrata Martin Schulz eran muy limitadas, la ultraderecha logró entrar en el parlamento alemán.

Foto: La canciller alemana, Angela Merkel. (Reuters)

Y este debate no es externo al español, que se encuentra en un punto similar: a medida que los dos partidos hegemónicos han necesitado aislar y marginar a los populistas y radicales a izquierda y derecha, y lo han hecho a través de “grandes coaliciones”, se han visto obligados, como apunta Stefan Auer, “a minimizar sus diferencias”. “Al hacerlo, paradójicamente, fortalecen el atractivo de los partidos radicales, que pueden afirmar que representan realmente perspectivas alternativas ignoradas por la corriente principal”, señala el texto.

El consenso a veces lo que esconde es un silencio sobre las discrepancias. El consenso es un objetivo noble, pero no debe esconder la confrontación de ideas, algo inherente a la política y a la democracia. No solo es un derecho, es, en gran parte, una obligación en una sociedad política sana.

Ese nivel de entusiasmo por el consenso y la naturaleza de la política alemana, que se aleja de la idea de democracia anglosajona como un enfrentamiento de visiones y que suele decantarse hacia la vernunftwahrheit, “la verdad de la razón”, ha elevado “lo técnico” a un altar político en el país. Algunos analistas y pensadores alemanes han alertado sobre el riesgo que genera para una democracia que una corriente de pensamiento ligue al poder únicamente con lo técnico, con el vernunftwahrheit, algo que no se puede discutir porque es lo que es, y han pedido en resurgimiento del “das Politische”, de lo político.

placeholder Anochecer en el Parlamento alemán. (EFE)
Anochecer en el Parlamento alemán. (EFE)

Entre Mouffe y Habermas

Frente a esta idea de consenso como el bien máximo de la política está la teoría agonística, que subraya los efectos positivos de un cierto nivel de conflicto canalizado. Esta corriente ha sido defendida, entre otros, por la belga Chantal Mouffe, que señala que un nivel de conflicto es inherente a la democracia, y alentó a que existiera un populismo de izquierdas que retara “el consenso neoliberal” y que sirviera como receta útil contra el populismo de derechas. No es ninguna sorpresa que esta fuera parte de la base teórica de lo que hoy es Unidas Podemos.

Sin embargo demasiadas veces ocurre que la idea de conflicto como algo inherente a la democracia se confunde y se utiliza como una justificación para la crispación, la polarización y el enfrentamiento. Estos no son, como algunos apuntan, elementos positivos para la democracia. De hecho Mouffe alerta del riesgo de convertir al rival político en enemigo, algo que lleva, en última instancia, a la guerra civil. En cambio pide reconocer la legitimidad del oponente y conducir el conflicto “a través de las instituciones”.

Foto: Pablo Casado se dirige a Pedro Sánchez en un hemiciclo vacío, durante el pleno del miércoles. (EFE)

En España miramos como un rara avis la idea del consenso tan defendida por Jürgen Habermas porque vivimos en un conflicto permanente desde hace mucho tiempo que no responde a ninguna idea agonística. En el barrizal de la política nacional no hay ninguna idea política o filosófica elevada: solo hay eso, barro.

Por eso es normal y necesario que España persiga el objetivo del consenso en asuntos que han quedado enquistados, porque aunque sea el instinto natural del hombre el odio requiere mucho tiempo y esfuerzo. Que los consensos son necesarios en la política española en algunos asuntos de Estado es sabido por todos, y que el nivel de enfrentamiento es demasiado alto también. La virtud está, como suele ocurrir, en un término intermedio.

placeholder Congreso de los Diputados. (EFE)
Congreso de los Diputados. (EFE)

En el camino hacia el consenso España debe mirar el espejo alemán: hay una ruta hacia el acuerdo, más larga y serpenteante, pero que esquiva el “superávit de consenso” y el alejamiento del “das Politische”. La política nacional podría construir consensos amplios siguiendo el modelo alemán, pero eso generaría muchos efectos secundaros. En cambio, para construir consensos sólidos, aunque sea extraño, España podría sacar algunas ideas del agonismo. Reescribiendo las líneas del enfrentamiento político se podría “canalizar” el choque, esquivar la idea de enemigo político y llegar de nuevo al punto en el que los consensos sean posibles en algunos asuntos principales y urgentes, dejando el espacio natural para el roce político sin que genere una frustración y un odio innecesario cuya factura siempre pagan los ciudadanos.

Puede parecer contraproducente, pero para que la política española sea capaz de construir consensos (y compromisos) válidos sin que a estos se tenga que llegar con un “superávit de consenso” hará falta antes que se entienda el enfrentamiento político como algo natural, que debe canalizarse a través de las instituciones, en el que el rival no es el enemigo, en el que la otra parte es legítima y se le debe reconocer. Por paradójico que parezca, el camino hacia el consenso en asuntos clave pasa por entender bien el conflicto político.

Es doloroso ver a España en el espejo alemán. En un ambiente de crispación creciente, en el que el ciudadano está sometido a un gran escaparate en el que se vende confrontación y deshumanización, convirtiendo al rival político en enemigo público, muchos ven con envidia la etiqueta de “las elecciones más aburridas de la historia” que recibieron los comicios alemanes de 2013.

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