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Soberanía homeopática

En su intento por "recuperar la soberanía" abandonando la Unión Europea, el Reino Unido ha terminado hiriéndola gravemente

Foto: El Primer Ministro británico, Boris Johnson, celebra la firma del acuerdo de Brexit con la Unión Europea el pasado 30 de diciembre.
El Primer Ministro británico, Boris Johnson, celebra la firma del acuerdo de Brexit con la Unión Europea el pasado 30 de diciembre.

David Cameron creía que nada podía salir mal: con el referéndum de 2016 sobre la permanencia en la Unión Europea reforzaría todavía más la "excepcionalidad británica" dentro del club comunitario y zanjaría durante una larga temporada el debate interno en el partido conservador. En cuestión de un par de años se habría quitado de encima de la mesa, vía consultas populares, el problema escocés y el europeo. Todos sabemos cómo acabó la segunda apuesta.

A partir de ese momento, devorado el Gobierno británico por el hijo revolucionario que él mismo había alentado, el Reino Unido se embarcó en una cruzada sin tener claro ni cómo había llegado hasta allí ni hacia dónde quería ir. Una purga de la élite funcionarial y negociadora de Whitehall, la cual decapitó cualquier sospechoso de tener simpatía por la Unión Europea, terminó de romper la brújula. Tras la conclusión de la primera fase de la revolución mediante la defenestración de Theresa May como primera ministra y la llegada de Boris Johnson al número 10 de Downing Street, y descubiertas ya todas las mentiras de la campaña (como los famosos 350 millones del autobús) a Londres solamente le quedaba un posible discurso para justificar el caos político, económico y social de esos años de negociación: el de recuperar la soberanía perdida.

Sin embargo, Londres, a lo largo de su supuesta reconquista a lo largo del último lustro de tal "soberanía", ha acabado por poner en riesgo sus intereses en territorios clave e incluso la existencia del propio Reino Unido.

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Por un lado, el Gobierno británico ha empujado a Irlanda del Norte hacia los brazos de la República de Irlanda como la única solución viable para respetar los Acuerdos del Viernes Santo que acabaron con la violencia en la isla. Habiendo esquivado por milímetros una frontera física entre Belfast y Dublín, una nueva “frontera” ha sido eregida en el mar de Irlanda que separa a las dos grandes islas.

A día de hoy el Ulster está más integrado con la República y ha sido el propio Londres, presionado por la Unión Europea y bajo las peticiones negociadoras de Dublín, el que ha despejado un nuevo camino que puede llevar, aunque la perspectiva sigue siendo muy lejana, a una unificación de Irlanda. Por primera vez desde su independencia, la República ha ganado el pulso al Reino Unido. Es la diferencia entre estar dentro de la Unión, con el apoyo de 26 Estados miembros, o estar fuera. Y eso también es soberanía.

Otro punto es Gibraltar. En 1986 el Reino Unido se aprovechó de una España desesperada por entrar en el club europeo para arrancarle muchas cesiones a Madrid. Y ahora las tornas han cambiado: con Londres abandonando la Unión y el Gobierno español con el respaldo de sus socios comunitarios, España ha aprovechado para tomarse su particular venganza mediante un encaje para el Peñón que, de forma clara, se acerca a la idea de “responsabilidad compartida” que planteó desde un principio.

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El acuerdo es todavía muy frágil e indudablemente el Gobierno gibraltareño se resistirá a cualquier medida que haga ver que su tiene cualquier control sobre la Roca. No obstante, de confirmarse el plan actual, Gibraltar estará mucho más cerca de la Unión Europea y su participación en los programas de los que tanto quiere formar parte, como Schengen, será bajo la responsabilidad de España.

El Brexit ha provocado también que resurja en Escocia todavía con más fuerza la idea de la independencia. En la victoria de Cameron en el referéndum de 2014 pesó mucho una idea: separarse del Reino Unido implicaba una salida de la Unión Europea, y volver a entrar no sería cosa de dos días. Es por ello que hoy en día muchos escoceses se sienten engañados y están deseosos de volver a votar con el objetivo de acceder al club comunitario como un nuevo estado miembro. En su intento por “recuperar la soberanía” el Gobierno de Johnson tendrá que gastar buena parte de su energía los próximos meses y años intentando lograr la supervivencia del Reino Unido.

placeholder Una manifestante escocesa a favor de la independencia protesta en Edinburgo.
Una manifestante escocesa a favor de la independencia protesta en Edinburgo.

Esa es la paradoja del Brexit: teniendo que improvisar un corpus ideológico que hasta entonces había consistido en mentiras de los tabloides británicos, los revolucionarios ‘brexiters’ apostaron, por rescatar una idea de "soberanía" propia de la era imperial. Poco importó que, como tantas otras cosas, el signficado de soberanía haya cambiado profundamente en un mundo de gigantes profundamente interconectados. Solamente un discurso pasional podía garantizar que la revolución fuera completada con una ruptura total.

La idea, en cierto modo, ha surtido efecto: le ha permitido al Gobierno de Boris Johnson tener su Brexit duro con un acuerdo de mínimos con, a priori, pocos costes electorales. Ahora, libre de las cadenas europeas, Londres podrá comenzar a mirar a su futuro. Y ese consistirá, en buena parte, en proteger de verdad su soberanía (y su integridad), la misma que ha puesto en riesgo al abandonar la Unión Europea.

David Cameron creía que nada podía salir mal: con el referéndum de 2016 sobre la permanencia en la Unión Europea reforzaría todavía más la "excepcionalidad británica" dentro del club comunitario y zanjaría durante una larga temporada el debate interno en el partido conservador. En cuestión de un par de años se habría quitado de encima de la mesa, vía consultas populares, el problema escocés y el europeo. Todos sabemos cómo acabó la segunda apuesta.

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