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Por qué Finlandia sí sabe manejar a Putin
El Gobierno finlandés ha mantenido siempre todos los canales abiertos con el Kremlin. No ha sido sencillo, pero hoy Helsinki es una de las capitales mejor informadas del mundo
El 21 de enero, cuando el mundo miraba a Ginebra, donde los jefes de la diplomacia americana y rusa se encontraban para debatir sobre la situación en el este de Ucrania, la pregunta que todos se hacían era la misma: ¿qué estará pensando Vladimir Putin, presidente ruso? Solamente un líder se lo pudo preguntar directamente al inquilino del Kremlin. No fue Joe Biden, presidente americano. Tampoco el líder francés Emmanuel Macron o la presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen. El único que, colgado al teléfono con el líder ruso el mismo día de la reunión de Ginebra, pudo preguntarle qué le pasaba por la cabeza era Sauli Niinistö, presidente de Finlandia.
Mientras todo el mundo busca información, seguramente sea Helsinki uno de los lugares en los que más informados están de las intenciones de Putin respecto a Ucrania. Y seguramente sea la capital que mejor sabe interpretar sus verdaderas intenciones, hayan sido declaradas estas o no a Niinistö. ¿La clave? Una dura y difícil relación histórica con los rusos y unas líneas de comunicación que siempre han seguido abiertas. Y algo de suerte. Hoy Finlandia mantiene un delicado equilibrio, formando parte de la Unión Europea y tan cerca como es posible de la OTAN sin llegar a formar parte de ella. En plena escalada de tensión con Moscú, Helsinki lucha por retener ese estatus.
Las raíces de la relación actual, de cómo se gestionan y se conducen, se encuentran en la relación entre Finlandia y la Unión Soviética tras dos guerras, la de Invierno y la llamada de continuidad, entre 1939 y 1944. Moscú venció, pero Helsinki mantuvo su independencia y su soberanía a través de lo que se vino a llamar proceso de 'finlandización', que es como se conoció con carácter peyorativo el proceso por el que un país pequeño alcanza la paz y una supuesta (y falsa) independencia plegándose a los intereses de la gran potencia.
Una relación compleja, pero efectiva
Pero esa etiqueta esconde una relación mucho más compleja. Los líderes políticos de la Finlandia post-1944 supieron al mismo tiempo que Moscú confiara en ellos mientras mantenían una relación relativamente tensa con los altos mandos soviéticos. Tuvieron, eso sí, unos cuantos golpes de suerte. El primero es que se cedió a Rusia la región de Petsamo, lo que le dio a los soviéticos frontera con Noruega, de manera que Finlandia ya solamente tenía otra frontera de posible interés para Moscú, con Suecia, que era un país neutral durante la guerra.
El otro golpe de suerte es que los finlandeses eran buenos en la guerra. Los avances soviéticos habían costado miles de vidas rusas, y esa dureza se ganó el respeto de Stalin. Como señala Norman M. Naimark en su magnífico 'Stalin and the fate of Europe' ('Stalin y el destino de Europa'), la decisión de Moscú de no proceder con una ocupación total de Finlandia para continuar hacia Berlín fue fundamental. ¿Por qué se tomó? Muy probablemente porque habían demostrado saber pelear. En un informe redactado por la comunista finlandesa Hertta Kuusinen que hoy se encuentra en los archivos británicos, se describe una conversación de Stalin y una delegación del Partido Comunista de Finlandia en la que el dictador soviético asegura que, si Finlandia hubiera estado geográficamente donde se encuentra Bélgica, habría luchado contra los nazis hasta el final. "Nos gusta el pueblo finlandés", aseguró Stalin según el informe de Kuusinen.
A partir de entonces, Finlandia, que tuvo que aceptar perder una parte importante de su territorio, siempre tendría un objetivo: mantener su soberanía. Eso dio lugar a un delicado equilibrio. Helsinki se veía obligada a conseguir dos cosas al mismo tiempo: por un lado, unas relaciones fluidas y de confianza que permitieran a Moscú estar convencida de la buena voluntad de sus vecinos (y pagar importantes reparaciones de guerra a los soviéticos) y, por otro lado, debía estar preparada para defender su soberanía y resistirse a las tentaciones soviéticas de inmiscuirse en sus asuntos internos, generando relaciones tensas de manera continua.
La amenaza para Finlandia era real. Por ejemplo, con una base soviética en Porkkala, a 25 kilómetros de Helsinki (la mantuvieron hasta 1956), la amenaza era tangible. Andréi Zhdánov, el enviado por Stalin a dirigir la Comisión Aliada en el país, dejaba caer las amenazas con regularidad, e incluso así tenía choques con miembros del Gobierno, que se resistían a las demandas soviéticas. Que los finlandeses estaban dispuestos a plantar cara a los soviéticos incluso en una situación de vulnerabilidad se vio en la retirada de las tropas alemanas de la Wehrmacht del norte de Finlandia, que Helsinki retrasó todo lo posible y solamente llevó a cabo cuando recibió un ultimátum desde Moscú.
Finlandia también tuvo la suerte de que Stalin y Zhdánov no confiaban en los comunistas del país. Eso dio mucho protagonismo a un par de 'viejos finlandeses', políticos que se habían criado en el Gran Ducado de Finlandia, que se había incorporado al Imperio ruso en 1809 y que se independizó en 1917. Un actor clave fue Juho Kusti Paasikivi, que fue primer ministro y después presidente del país después de la Segunda Guerra Mundial.
Paasikivi fue la encarnación de esa relación de tensión-fidelidad con la URSS y, de hecho, es uno de los padres de la llamada doctrina Paasikivi-Kekkonen (el segundo nombre es el de Urho Kekkonen, su sucesor), que sigue profundamente enraizada en la manera en la que el país se relaciona con Rusia. El líder se ganaba a Zhdánov y a Stalin con su perfecto ruso de su etapa de estudiante en Novgorod y sus posturas prosoviéticas en política exterior, al mismo tiempo que sacaba de quicio a Zhdánov por su cabezonería en la defensa del parlamentarismo del país y su sistema judicial.
80 años de estabilidad
Tras la caída de la URSS, Finlandia ha seguido manteniendo unas relaciones amistosas con Rusia, con estrechos lazos económicos y culturales. Helsinki ha mantenido la piedra angular de su política respecto a Moscú y no se ha unido a la OTAN, aunque se encuentra tan cerca como es posible de la Alianza Atlántica sin formar parte de ella, y en el marco de la Unión Europea ha demostrado saber ser dura con el Kremlin, apoyando las sanciones por la anexión ilegal de Crimea en 2014. Es uno de esos pocos países del este que abogan por una política realista hacia Moscú y por mantener los canales diplomáticos siempre abiertos.
Las relaciones son hoy indudablemente más tensas que antes. El propio Gobierno, en su estrategia exterior del año 2020, admitía que Rusia estaba desestabilizando la región. Pero, por lo pronto, Helsinki mantiene su estrategia de una comunicación continua con el Kremlin. Niinistö ha sido el único líder occidental que se ha visto con Putin en los últimos meses, y tienen llamadas telefónicas continuas. Como una muestra más de esas relaciones directas y duras que tienen Helsinki y Moscú, en su conversación de diciembre, el presidente finlandés le dejó claro a Putin que el país era el que decidía si se unía o no a la OTAN.
Helsinki es hoy una de las capitales mejor informadas de las intenciones de Putin y también una de las mejores fichas de la Alianza Atlántica: Niinistö demuestra que valora las relaciones con Moscú, y que no tiene intención de formar parte de la OTAN si el Kremlin no le da razones para romper una política que ha garantizado unas relaciones más o menos amistosas, aunque siempre sean tensas, desde hace unos 80 años. Aunque la adhesión a la Alianza Atlántica sigue sin ser popular en Finlandia según las últimas encuestas, Putin no solamente se está jugando un conflicto en Ucrania, también potencialmente una nueva frontera con la OTAN.
El 21 de enero, cuando el mundo miraba a Ginebra, donde los jefes de la diplomacia americana y rusa se encontraban para debatir sobre la situación en el este de Ucrania, la pregunta que todos se hacían era la misma: ¿qué estará pensando Vladimir Putin, presidente ruso? Solamente un líder se lo pudo preguntar directamente al inquilino del Kremlin. No fue Joe Biden, presidente americano. Tampoco el líder francés Emmanuel Macron o la presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen. El único que, colgado al teléfono con el líder ruso el mismo día de la reunión de Ginebra, pudo preguntarle qué le pasaba por la cabeza era Sauli Niinistö, presidente de Finlandia.