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Eslovenia y el nieto del nazi
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Miquel Silvestre

La emoción del nómada

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Eslovenia y el nieto del nazi

  Miquel Silvestre se encuentra actualmente desarrollando la Ruta Embajada a Samarcanda sobre una BMW R 1200 GS. Semanalmente irá narrando a

 

Miquel Silvestre se encuentra actualmente desarrollando la Ruta Embajada a Samarcanda sobre una BMW R 1200 GS. Semanalmente irá narrando a los lectores de 'El Confidencial' sus y aventuras y anécdotas en lo que es mucho más que un simple de viajes. Lo verán

Lubiana

Cuando se lleva viajando ininterrumpidamente desde hace cinco años resulta tan difícil no repetir países, paisajes y ciudades como fácil encontrar viejos amigos hechos en algún viaje anterior. Y además, aunque parezca raro en un nómada, me gusta repetir ritos, visitar los mismos lugares, recorrer las mismas carreteras y alojarme en los hoteles conocidos.

Por eso cuando llego a Lubiana siempre acudo al Mons, ubicado en pleno parque Tívoli. El Mons es un establecimiento de cuatro estrellas que normalmente se saldría de mi presupuesto de viajero profesional si no fuera porque éste fue el lugar donde me alojé en mi primer viaje por estos parajes, allá por el 2009, cuando me dirigía a Asia Central. Eso lo ha convertido para mí en un lugar de referencia. 

Estas notas que transcribo forman parte de mi diario de entonces: “El edificio es polícromo. Se parece a un cubo de Rubik. Los colores son absolutos. El verde es muy verde. Rojos categóricos. Azules sin discusión. Nada es tenue, difuso o vago. Es como alojarse en el tablero del parchís. En el restaurante las mesas son de formica gris, un gris gris, el gris más gris que haya visto nunca. Las sillas son de madera roja con las patas tubulares y metálicas. Hay también un banco acolchado de skay verde manzana. Me rodean grandes cristaleras. Fuera restalla el bosque verdísimo, el cielo azulísimo y unas nubes arrepentidas de la lluvia que han descargado en un breve arrebato.”

La treta del viajero

La solución para que alojarme en el Mons no arruine mi bolsillo consiste en, por un lado, pedir rebaja (algo que hago siempre), a lo que siempre acceden. La otra consiste en acampar la noche antes en mitad del bosque a no mucha distancia de la ciudad. De modo que una vez levantado el campamento, a las 9.30 de la mañana entraba por la puerta de recepción y diez minutos después estaba en una habitación confortabilísima, con un Internet veloz como nave espacial.

Mientras estaba en recepción un tipo vio la moto y mi pinta de motorista pordiosero y me abordó. 

- Me llamo Matías, vivo en Belgrado, tengo una GS 1200 y sueño con hacer un día lo mismo que tú.

Matías

Por la noche estábamos cenando juntos. El restaurante era luminoso pero acogedor, de diseño pero también de calidad. Los precios, por supuesto, demasiado caros para mí, que tras abandonar la gabela del Registro de la Propiedad malvivo con la venta de libros y reportajes. Afortunadamente, invitaba Matías.

- Nací en Alemania. No puedo ni quiero volver. No solo es que en Serbia sea más libre; allí se puede fumar en los restaurantes y el gobierno no se mete en tu vida ni hay tantas normas y reglas para todo. Mi abuelo era un nazi y se fugó a Sudamérica. Mi padre nació allí. Cuando regresó a Alemania montó una empresa. Fuimos ricos. Pero se arruinó. Tuve que pagarme la universidad trabajando. Yo sé lo que cuesta el dinero, pero mi primera educación fue exquisita. Por eso no soporto a los nuevos ricos del Este. Belgrado está lleno de ellos. No me gustan. Creen que eres lo que tienes. Y eso es mentira. Son arrogantes y patanes. Y además infelices. Cada vez tengo más claro que el dinero no da la felicidad.

- Estoy totalmente de acuerdo, asentí.

- Por mi trabajo tengo que viajar mucho -continúo él-. Y miro a la gente que va en otros coches. Cuando veo un automóvil de lujo, la mayoría de quienes los conducen tienen el rostro triste o enfadado. Curiosamente, los que viajan en coches baratos o viejos como los Trabant o los Dacia, parecen mucho más felices.

Asentí de nuevo. Aunque sé que es injusto generalizar tanto y sentenciar que quienes conducen coches caros son más infelices que quienes no lo hacen, también he de admitir que he observado muchas veces el mismo fenómeno. Y que para mí tranquilidad y paz de espíritu ha sido definitivo el concluir que no son los coches ni la ropa ni los relojes caros lo que nos hacen ser quienes somos, que no es necesaria toda esa lujosa ferralla para vivir a gusto con uno mismo. Cierto que las deudas son garantía de infelicidad, pero ¿cuántas veces el vivir con el agua al cuello no es sino consecuencia de poseer demasiadas cosas que al final acaban poseyéndonos a nosotros?

Entre rubias 

Tenía una hija pequeña y un marido profesor de kite surf. Viajaban mucho. Había estado en España y en Asia y en muchos otros sitios. Deduje que tenía un trabajo sorprendentemente bien pagado para permitirse todas esas exóticas vacaciones. Eslovenia demostraba a través de ella estar mejor construido socialmente que Serbia, donde Matías me había contado que el sueldo medio era de alrededor de 300 dólares al mes. Por eso me sorprendió que me dijese que añoraba el comunismo.

- Nací durante la existencia de Yugoslavia. La echo mucho de menos. Entonces todo el mundo tenía trabajo, jugábamos en la calle, todos cuidaban de todos y la vida era sencilla. Ahora solo importa el dinero, la gente es egoísta y todo resulta falso y complicado.

Nostalgia de todo tiempo pasado

No era la primera vez que lo oía. Todos los exyugoslavos que conozco añoran Yugoslavia. La mayoría ha visto mermar su poder adquisitivo, han perdido amigos en las guerras balcánicas, han visto la irrupción de una casta política corrupta y ahora ven y sufren fronteras donde antes no las había.

No creo que sea una particularidad balcánica. La evolución general de las sociedades occidentales ha seguido la misma línea. Mayor importancia de lo material en perjuicio de lo espiritual, deshumanización, desempleo creciente, menor protección social, crisis de valores… Son males comunes y todas añoran un punto del pasado no muy concreto, salvo que tengan una referencia histórica muy clara que pueda servir de rubicón, como la caída del Muro o la descomposición de Yugoslavia. 

Sabía que la queja de la camarera no era más que el fácil recurso nostálgico a cualquier pasado, que siempre fue mejor porque lo adornamos con las galas de la infancia, lo difuminamos con las brumas del recuerdo y lo añoramos con la melancolía del tiempo huido. En nuestra mente, no habrá jamás otro paraíso real que el patio del colegio o el pueblo costero donde pasábamos las interminables vacaciones escolares.

Sin embargo, el quejoso alegato nostálgico de la camarera desató mi propia nostalgia. Recordé como un fogonazo la primera vez que oí hablar a un exyugoslavo de la añoranza por Yugoslavia. Fue en Croacia, mientras escribía mi libro de viajes Europa Lowcost.

Estaba en Split y me alojaba en casa de alguien que resultó una revelación: Niksa Perika, una especie de Séneca local tan sabio como caótico, tan extravertido como ininteligible. Él fue quien me permitió atisbar el desastre social que había supuesto la descomposición de un gran país que otrora fuera cabeza del movimiento de los No Alineados.

Decidí que mi siguiente destino sería Split y que trataría de encontrar a Niksa. Yo también soy de los que añoran el pasado. Pensé entre las brumas de la cerveza que sería una buena idea repetir mis antiguos itinerarios de viajero inexperto para comprobar qué había cambiado más.

 

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