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Montenegro, el país donde todo es negociable
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Miquel Silvestre

La emoción del nómada

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Montenegro, el país donde todo es negociable

  Montenegro. Los venecianos bautizaron así al escarpado país debido al color de la espesa vegetación de los Alpes Dináricos que se veían desde

 

Montenegro. Los venecianos bautizaron así al escarpado país debido al color de la espesa vegetación de los Alpes Dináricos que se veían desde el mar. La frontera con Croacia se cruza sin dificultad. Carta verde y pasaporte. Cinco minutos y estoy dentro. Desciendo una pronunciada cuesta hasta el mar. El litoral es aún más abrupto que el croata, pero se percibe un voraz afán urbanístico que está llenándolo todo de macroresorts y hoteles para albergar a los nuevos ricos del Este.

Llego a un hotel. Desciendo de la moto. Entro. Encuentro una sala donde una familia ve la televisión. El padre que no habla inglés. La madre vestida de cocinera. Una hija joven y guapa que me mira con divertida curiosidad, y un hijo que se encarga de la negociación.

- ¿Cuánto el cuarto individual por una noche?

- 35 euros con desayuno incluido.

- De acuerdo, -acepto- pero ¿puedo pagar con kunas croatas? 

Toda la familia me mira sorprendida. ¿A quién se le ocurre semejante disparate? Tras la caída de Yugoslavia aquí hay democracia, políticos, fronteras y divisas diferentes. Lo que antes era un gran país hoy son pequeñas naciones con sus propios signos de identidad y soberanía, y eso supone que no se acepta el dinero del vecino pero sí el todopoderoso euro de una Unión Europea que a través de la OTAN no dudó en bombardearnos para que fuéramos buenos chicos y dejáramos que Kosovo se independizara sin consultar a los serbios que vivían allí antes de que llegaran los albaneses. Pero la democracia occidental y yo somos así, señora, y por eso los kunas no sirven para nada a solo cincuenta kilómetros de la frontera.

- Ya, -admito- pero es que yo no he gastado todo el dinero croata y me quedan cien kunas que vienen a ser unos 15 euros.

El joven se encoge de hombros.

- Te diré lo que podemos hacer. Yo te pago la habitación en metálico pero la cerveza que consuma hasta un valor de catorce euros, te lo abono con estos kunas.

La referencia a la cerveza, pivo, como la llaman aquí, hace reír a toda la familia. No sé qué ocurre con las palabras alcohol y el sexo, que en cuanto se  mencionan en cualquier cultura o sociedad, una risita tonta y cómplice se apodera de los presentes. Será porque beber y follar son actividades divertidas y a todos nos trae su mera mención un recuerdo agradable.

Mi interlocutor niega con la cabeza.

- Mira, si cojo estos kunas no sé qué voy a hacer con ellos.

- De acuerdo –insisto-, te doy cien kunas por valor de diez euros en cerveza.

El tipo vuelve a reír.

- Ok –claudica-, cogeré esos kunas.

Los Balcanes son así. En realidad no hay reglas fijas y todo acaba siendo negociable. Para mí son un deleite comparado con la hiperreglamentada Europa donde casi tenemos ya que pedir permiso al Estado por ir al lavabo.

Castelnuovo y el tercio viejo de Sarmiento 

Podría haberme dirigido directamente hacia Sarajevo y desde allí enlazar a través de Serbia con la autopista que lleva a Sofía y luego a Estambul. Esa es la vía más directa. Ya la usé en el invierno del 2010 en mi viaje a Irak e Irán, pero esta vez prefiero recorrer la costa hasta Grecia. La razón está en la población montenegrina de Herceg Novi, antiguamente conocida como Castelnuovo, donde en el siglo XVI se libró una de las batallas más épicas en las que haya intervenido nunca el Ejército español

Me desvío hacia el interior de la ciudad, cuyas casas se desparraman por las laderas de los montes que construyen una calma bahía que sirve de puerto natural desde hace muchos siglos. Pregunto a los más viejos por “la Española” y me van indicando. Saben dónde está. Hasta que encuentro una señal que dice en serbocroata “Fortaleza Española”. Sigo la flecha y encuentro las ruinas abandonadas de un castillo. Una agreste maleza se come el interior del patio de armas. Camino entre los muros combados y siento que la emoción retorna al ponerme en la piel de los compatriotas que murieron aquí hace cinco siglos.

A comienzos del XVI el Imperio Otomano suponía una gravísima amenaza para la Cristiandad. Los turcos habían invadido Austria y se les había detenido a las puertas de Viena. Tan seria era la situación que protestantes y católicos aparcaron sus guerras y constituyeron la Santa Liga con un gran Carlos I de España y V de Alemania como cabeza cimera. Sin embargo, las disensiones internas se mantenían y eso se pagó caro en la defensa del Mediterráneo. 

Conquistada Castelnuovo por las tropas españolas del Tercio Viejo de Nápoles, la posición fue cercada por tierra y mar por los otomanos. El comandante Francisco de Sarmiento se enfrentaba con apenas 4.000 hombres a 50.000 enemigos. Las promesas de reforzar la posición nunca se cumplieron. Conminado a la rendición por el líder turco Barbarroja, la respuesta fue tan tajante como letal: “que vengan cuando quieran”.

Y fueron. Y los españoles les dieron para el pelo. Y los turcos se retiraron a sus posiciones y empezaron a bombardear el fuerte hasta reducirlo a escombros. Y el combate cuerpo a cuerpo fue terrible. Y los españoles no se rendían. Mataron a muchos adversarios, pero los turcos tenían tropas en número inagotable. El asedio se mantenía y poco a poco los españoles fueron cayendo y cuando las murallas desaparecieron apenas quedaban vivos 700 y tampoco se rindieron. Los turcos los aniquilaron y a los pocos supervivientes los mandaron a Estambul para ser vendidos como esclavos. Hoy nada aquí recuerda esa terrible epopeya y ninguna institución española, ni de izquierdas ni de derechas, ni civil ni militar, ni pueblerina o ciudadana ha puesto aquí una puñetera placa.