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Reencuentro con la tatuadora de Estambul
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Miquel Silvestre

La emoción del nómada

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Reencuentro con la tatuadora de Estambul

  Estambul es donde siempre se vuelve. La ciudad del regreso. He venido en tres ocasiones y cada vez lo he hecho por un

 

Estambul es donde siempre se vuelve. La ciudad del regreso. He venido en tres ocasiones y cada vez lo he hecho por un camino diferente. Siempre he permanecido más de una semana. Es lo que llamo un agujero negro; uno de esos lugares en los que es tan fácil estar como difícil irse. También ocurre en Nueva York y Ciudad del Cabo. Estambul es una república en sí misma, un país muy diferente a Turquía. Un país que huele a zumo de naranja recién exprimido, a basura, a azúcar derritiéndose, a perfume de mujer y a cerveza.

Podría quedarme indefinidamente callejeando, escuchando sus miles de voces, acentos y sonidos. Podría cruzar cien, mil veces de Europa a Asia. Siempre me parecería un territorio desconocido y familiar al mismo tiempo, solar milenario en Historia y eterno en futuro. Donde las minifaldas se alternan con los velos y las chicas beben cerveza, fuman y van a las mezquitas a rezar. Estambul, patria de todos, propiedad exclusiva de nadie.

Penetrar de nuevo en sus calles de atascos inauditos supone un regreso al pasado. Este viaje no es solo una aventura promocional para que mis vídeos salgan en televisión o consiga más seguidores en las redes sociales. Este viaje es un reencuentro en realidad. Un reencuentro conmigo mismo. Con el nómada temeroso e inexperto que yo era cuando aparecí en Estambul desde el salvaje y terrible Este que tanto me enseñó del mundo en que vivimos y de mí mismo.

Tras atravesar Ucrania y Rusia y sufrir lo indecible en la desolación de Kazajistán, tras recorrer la Ruta de la Seda y admirarme ante las mezquitas de Samarcanda y beber arena en el reseco Mar de Aral, tras cruzar el Caspio en un asqueroso paquebote que me depositó agotado en Bakú, después de recorrer Georgia con las tropas rusas a solo pocos kilómetros, ingresé en Turquía y me pareció haber regresado a Occidente.

Un día de julio del 2009, hace pues casi cuatro años, crucé el puente del Bósforo y me planté de nuevo en Europa; en la Europa mestiza, contradictoria, viva, excesiva, ruidosa y atractiva de Estambul. Quedé admirado por el enjambre de estímulos, por la espesa madeja de gentes, regateos, vasos de té, dulces y kebabs. Inmediatamente me supe en casa y me enamoré.

Fue precisamente durante ese viaje cuando decidí abandonar el registro de la propiedad para intentar ser viajero profesional. Para ser fiel a la descripción que merece, voy a transcribir mi diario de aquellos días. Lo que será el próximo libro que publicaré en septiembre: La emoción del nómada. En él cuento mi viaje desde Europa a Asia Central y luego a Tierra Santa como peregrino.

El diario del nómada

“Es día 28 de julio. Hoy me he hecho un tatuaje. Ha sido en un modesto estudio. La artista era una chica muy pequeña y delgada, Semra. Ha dibujado para mí el logotipo de mi aventura. 2008 World Tour 2009. Cape Town, San Diego, Dublín, Samarcanda, Estambul y Nairobi, un planeta azul y verde y una pequeña moto. Llevó tres horas, dolió bastante y pagué 400 liras. En fin, es algo que durará para siempre. Como el recuerdo de estos viajes. No quiero que jamás se me olvide. Por eso escribo, por eso el tatuaje, por eso no quiero parar.”

Y es que durante todo el 2008 y 2009 había estado recorriendo el mundo en moto. Desde Madrid a Dublín, de Miami a San Francisco, de Nairobi a Ciudad del Cabo, de Venecia a Almaty, de Budapest a Jerusalén. Fue la experiencia más intensa y real de mi vida, lo que de verdad me mostró quién era yo. Necesitaba un símbolo. Algo que tuviera grabado en la piel para siempre y que me recordara que yo había hecho todo eso. Un signo distintivo que nunca se pudiera olvidar. Así que busqué un tatuador. Y encontré a Semra.


La búsqueda

Caminando por estas angostas callejas me viene a la memoria Semra. ¿Se acordará de mí?¿Y si intento localizarla?¿Seguirá trabajando en el mismo lugar? Creo que puedo llegar hasta su estudio a pesar de que han pasado cuatro años. Vienen a mí el resto de memorias atadas a aquel tiempo y se despiertan emociones antiguas que retornan en tropel y me hacen revivir el yo que fui y lo que escribí entonces.

Existe todavía el cartel que anuncia piercing and tatoo. Subo las estrechas escaleras y llamo a la puerta del primer piso. No contesta nadie. Miro el reloj. Son las 12:30. Semra estaría trabajando. Bajo al bar del portal contiguo. Pido un té turco y pregunto al camarero si sabe si ella sigue por aquí.

-No, se marchó.

-¿Sabes a dónde?

Se encoge de hombros. Quedo pensativo unos instantes. Entonces se enciende una bombilla. San Google quizá pueda ayudarme. Todos estamos hoy ahí. Yo mismo soy carne de Google. Busco “SemraTatooartist”. Aparecen varias referencias y un blog. Es el de ella. Está escrito en turco. Le pido al camarero que lo descifre. Mi interés despierta el de una cliente que tengo al lado. Lee con atención y explica que la dirección nueva no está muy lejos. Llama. Habla unos instantes en turco mientras yo observo sin comprender. Se dirige hacia mí devolviéndome el teléfono.

-Está en su estudio. Te está esperando.

Salto del taburete como un resorte y me dirijo hacia donde me indican. La calle principal es una arteria comercial que desemboca en la plaza Taksim. Poco antes está el callejón donde Semra tiene el estudio. Está en un portal angosto. Subo los escalones de dos en dos. Llamo a la puerta. Se abre hacia fuera con un chirrido. Es ella. Sonríe. Me tiende la mano. Le pregunto si me reconoce.

-¡La bola del mundo!, exclama muy contenta.

Eso soy yo. El español chiflado de la bola del mundo. Paso al interior. Una camilla, una vitrina con pendientes y pulseras, un montón de botes de pintura y algunos de los cuadros que ella pinta. El pelo más corto pero la misma mirada alegre y franca y la misma delgadez. Los brazos cubiertos de tatuajes y una gracia innata imposible de disimular. Ella dice en su precario inglés que tengo la barba más larga pero que sonrío igual.

Tras las preguntas de rigor de cómo le va e informarle de que yo estoy fenomenal, no sé muy bien que más decirle. Simplemente estamos un rato allí sonriendo felices porque el pasado nos ha traído un regalo inesperado. El recuerdo de lo que fuimos hace cuatro años. Cuatro años que a veces parecen cuatro siglos. O cuatro vidas que hayamos vivido en una.