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Un mar verde que ya no lo es
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Miquel Silvestre

La emoción del nómada

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Un mar verde que ya no lo es

 Este viaje está siendo un regreso y un reencuentro. Es como asomarme a un espejo. Lo que veo me sorprende. Más de lo que imaginaba. Pensé

 

Este viaje está siendo un regreso y un reencuentro. Es como asomarme a un espejo. Lo que veo me sorprende. Más de lo que imaginaba. Pensé que al ser terreno conocido no me impresionaría. Y lo hace. Pero más me impresiona lo que me está pasando, lo que veo que sucede en mi interior al recuperar los recuerdos de los extraños días que viví hace cuatro años. Cuando salí en marzo de España ya sabía que recorrería la misma ruta que hice en 2009. Entonces marché sin apenas experiencia hacia el Este atravesando Ucrania y Rusia y cuando topé con la frontera china, regresé por la Ruta de la Seda uzbeca. De la kazaja ciudad de Almaty viajé a la capital de Uzbekistán, Tashkent, y desde allí inicié el viaje de regreso al Oeste visitando Samarcanda, mi destino actual, Bukhará y Nukus. Luego salté a Kazajstán recorriendo una agreste pista que me llevó a Aktau, a orillas del Caspio.

Crucé el gran lago salado en un horrible barco que me postró derrengado en Bakú. Crucé Azerbaiján, penetré en Georgia, donde me encuentro ahora mismo, cuatro años después, y una vez en Turquía bordeé la orilla del Mar Negro hasta Estambul. O sea, estoy repitiendo kilómetro por kilómetro el mismo viaje pero al revés, y casi un lustro más tarde. Algunas cosas permanecen, como Semra y el Puente del Bósforo. Otras se han extinguido o mudado o directamente desaparecido como la gigantesca estatua de Stalin en Gori, donde ahora estoy escribiendo estas líneas. Me alojo en un hotel que parece un castillo abandonado. Creo que soy el único huésped en el enorme edificio vacío. El balcón está abierto y solo rompen el silencio de mi dormitorio el teclear en mi portátil y las bocinas de los Mercedes Benz robados que hacen de cortejo a una gran boda georgiana.

Las carreteras georgianas son estrechas, bacheadas, están llenas de camiones y las vacas las cruzan libremente. Hay manchas de aceite y mucho tráfico. De pronto, la rueda trasera ha patinado. Podía haberme ido al suelo y ser arrollado por uno de estos enormes trailers. Mi vida habría terminado y punto. Es un riesgo que no puedo desdeñar. Está ahí. Siempre acompañando a todo el que monta en moto. El súbito sobresalto me ha hecho recordar que en Georgia tuvo lugar uno de esos momentos en la vida en los que te das cuenta de lo cerca que has estado de morir y de que te has salvado por milímetros. Así lo reflejé en mi diario del 2009.

“He estado a punto de morir. De nuevo me ha salvado la Providencia. Pero también mi instinto. Salía de Gori y al coger la carretera de doble sentido que tenía que llevarme a la vía principal, he pasado por un pequeño túnel a cuya salida había una pronunciada pero amplia curva. Un camión venía en sentido contrario. Lo he visto cuando estaba a unos cuatrocientos metros y empezaba a tomar la curva. He pensado que venía bastante deprisa, que la vía era estrecha, y de forma instintiva he soltado el acelerador. Pero él ha mantenido constante su velocidad. En lugar de girar con la curva, ha seguido recto cruzándose en mi camino e invadiendo toda la calzada con su enorme masa. El pesado vehículo ha pasado a menos de medio metro de mí, que conseguí clavar los frenos justo a tiempo de no ser embestido. Aquel tipo iba por lo menos a sesenta o setenta por hora. Mi muerte hubiera sido segura.

Blanco del susto y frenético de ira he parado la moto y me he girado para lanzarle mil improperios. Entonces he visto que el camión botaba incontrolado campo a través hasta detenerse bruscamente en medio del páramo. Cuando por fin ha parado su alocada carrera ha quedado envuelto dentro de una espesa nube de polvo. Probablemente se quedó sin frenos durante el viaje y al coger la desviación a Gori no pudo reducir la velocidad. Un fallo mecánico, un accidente no intencionado, simple fatalidad. Sea como fuere, ha sido la vez que más cerca he visto la muerte en mi viaje. Sin embargo, no asumiré lo próxima que ha estado esta vez hasta que lleve un rato conduciendo y piense fríamente en lo sucedido. La brusca consciencia de que Dios me ha salvado de nuevo me hace transpirar un licor frío y convencerme aún más de que Dios existe y de que por alguna razón ha decidido protegerme".


El monasterio

Tras alcanzar Estambul en 2009, decidí peregrinar a Tierra Santa. Por eso viajé a Oriente Medio. Y allí, en las iglesias y monasterios de Siria, Jordania, Líbano e Israel encendía tres velas. Una por los que quería. Otra por los que no conocía todavía. Y una tercera por mí. Para que Dios me ayudara a ser mejor persona. Por eso ayer me detuve en un monasterio ortodoxo de Ubisa, del siglo IX y allí encendí tres velas. Por los que quiero, por los que todavía no conozco, por mí, para que me ayuden a luchar contra mi enorme egoísmo. Para no olvidar que hago esto de recorrer el mundo en moto por Fe, porque realmente creo que es el mejor y más sincero modo de dar testimonio de la realidad que percibo directamente, sin intermediarios, al trazar una línea continua con mi propia cercanía a la tierra que recorro.

Y es que en el fondo, de eso trataba aquel viaje del 2009: de la Fe y de un testimonio. De una Fe reciente que había reencontrado en Uzbekistán y de testificar lo que a mí me había sucedido. Lo que viví tuvo que ver con Dios, tuvo que ver con la trascendencia que supone reconocer que hay algo más, a pesar de que la razón nos pueda decir a veces que no lo hay. Porque la razón es tan falible y miope como la sinrazón. Argumentos razonables para no creer hay los mismos que para creer. Por eso yo no creo, ni tampoco soy agnóstico por un razonamiento, creo por una experiencia, por una revelación si se quiere decir así. Las experiencias y revelaciones que viví en Asia, hacia donde ahora me dirijo. Y el verdadero temor que siento ahora al repetir viaje es a no encontrarlas de nuevo, a no revivirlas, a descubrir que en el fondo, mi Fe es solo nostalgia de un mar verde.