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El museo sin memoria de Stalin
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Miquel Silvestre

La emoción del nómada

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El museo sin memoria de Stalin

 Llego tarde y mojado. Paso por delante del ayuntamiento y me llevo una sorpresa. Ha desaparecido la enorme estatua que tenía Stalin. ¡Maldita revisión histórica buenrollista!

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Llego tarde y mojado. Paso por delante del ayuntamiento y me llevo una sorpresa. Ha desaparecido la enorme estatua que tenía Stalin. ¡Maldita revisión histórica buenrollista! Y no es que sienta simpatía alguna por semejante criminal megalómano, responsable del asesinato de millones de personas, pero el pétreo homenaje que la ciudad dedicaba a su hijo más conocido suponía una presencia que esperaba reencontrar. Hace cuatro años entré en esta población y literalmente aluciné con la profusión de estatuas y recuerdos de Stalin. De hecho la avenida principal de Gori se llama Stalin. Entonces hice una foto con mi BMW de entonces y para mí el monumento al dictador ha sido un recuerdo imborrable, un símbolo de mi viaje al Este y a la antigua Unión Soviética. Aún permanece fresco en mi memoria el shock que supuso encontrar en Ucrania las viejas esculturas de Lenin frente a las iglesias de nueva factura.

Del mismo modo que busqué y encontré a Semra en Estambul, esperaba ver de nuevo la gigantesca figura de Stalin como signo de mi regreso y hacer una nueva fotografía con la nueva moto. Pero en su lugar sólo encontré ausencia. Para un visitante primerizo, la plaza del ayuntamiento únicamente tendría eso, una plaza y un ayuntamiento, pero para mí tiene un enorme vacío, un agujero sobre el aire que casi lo ocupa todo. 

  

Al menos el museo permanece. Y, casi enfrente, el hotel Intourist. El hall es inmenso, pero la recepción es diminuta. Dentro hay un chico y una chica. Piden 70 laris. Ofrezco 60 y lo aceptan. Mañana ofreceré 50 y también los aceptarán. Por ese precio tengo derecho a un auténtico palacio soviético de gruesos muros, columnas, largos pasillos, ausencia de cafetería, restaurante o huéspedes. Estamos solos el casino y yo. Y es que hay un casino abierto las 24 horas en la primera planta. En la segunda no hay más que obras y habitaciones devastadas por un incendio. En la tercera, más de 20 cuartos y sólo uno ocupado. El mío. El número 4. Con dos camas duras, un baño limpio y una terraza con vistas al alargado parque de la avenida Stalin que nos llevará a la casa original de Stalin, a su tren privado y al museo dedicado a él. Pero eso será mañana. Hoy estoy agotado, de modo que voy al bar de al lado del hotel y pido ensalada y dos cervezas, pero antes de que pueda pedir una tercera me exigen que abandone el local, que la camarera quiere irse. Stalinismo hostelero en Gori.

Un museo atroz 

El museo es un auténtico delirio. No hay asomo de crítica o censura, es como si Hitler tuviera un museo en su pueblo. Aquí no ha habido perestroika, ni revisión histórica, ni caída del Muro, ni paz, piedad y perdón. Esto es droga dura y se mantiene inalterada desde los tiempos oscuros de la época de las purgas, las deportaciones y el gulag.

Stalin, hijo único y cruelmente maltratado por un padre alcohólico, gobernó la Unión Soviética con mano de hierro desde 1929 hasta su muerte, en 1953. Aupado por Lenin a un cargo político en apariencia hueco, fue maniobrando incluso antes de la muerte de su mentor hasta hacerse con el poder absoluto. Lo usó como un depredador despiadado en busca de su supervivencia a toda costa. Deportó pueblos enteros y purgó a cualquiera del que sospechara desafección. 

 

La institución la fundó el mismo Stalin en la calle donde estaba su humildísima casa de niño. Derribó el barrio primitivo y construyó un mamotreto de cemento para mayor gloria suya, pero, romántico él, mantuvo en pie la vivienda familiar como testimonio de la dureza de su infancia. Su padre era zapatero y su madre, ama de casa. Como tantos otros chicos, pienso yo, que prefirieron ser zapateros y casarse con un ama de casa antes que asesinar a millones de personas y deportar otras tantas. Aquí esa fruslería parece no importar demasiado. Su rostro se repite en decenas de fotografías. Es el retrato de un héroe que se fugó cinco veces de las prisiones donde lo encerraron.

El kilómetro emocional

 

Durante años la propaganda anticomunista le imputó entre 40 y 60 millones de muertos. Se ha demostrado que tales cifras eran falsas. Lo verdaderamente grave de la exageración es que parece hacer menos grave el dato contrastado según los propios archivos soviéticos. Un millón cuatrocientos mil rusos murieron por haber sido condenados por actividades antirrevolucionarias. Eso sin contar a los campesinos deportados y los soldados muertos en el frente en campañas bélicas suicidas o ejecutados por deserción o derrotismo. Lo realmente terrible es que la inflación de estas cifras nos haga sentir menos horror ante un millón de muertos que ante cuarenta. 

 

Lo peor de las reflexiones que me suscita este atroz museo no es que no haya en él nada que censure al dictador y su fría crueldad, sino que de nuevo vuelvo a ser consciente de que debido al fenómeno del kilómetro emocional nos sentimos igualmente fríos ante la muerte de un millón de desconocidos que ante 40 millones. Seguramente y por pura cercanía nos afectará más ver sufrir a un perro conocido que enterarnos que en el otro confín del planeta están siendo asesinadas millones de personas. Llevado al extremo este sentimiento de no considerar cercanos a quienes no conocemos, deriva en la patología social de no reconocer como iguales a quienes conocemos mal o de forma incompleta. Estimulando ese defecto moral es como los totalitarismos han logrado convencer a zapateros, panaderos o abogados de que podían, de que debían ser verdugos de sus vecinos por ser judíos, contrarrevolucionarios o comunistas.

 

Nada se dice, sin embargo, de sus horrendos crímenes, pero sí se expone el tren personal del dictador con sus aposentos personales, sobriamente principescos. Paseando por el interior del vagón, observando los delicados cueros y maderas con los que se regalaba Stalin, pienso en que hay algo en todo este sencillo lujo que me recuerda a Graceland, la mansión de Elvis Presley en Memphis. Él también tenía su propio y particular modo de transporte, aunque en su caso era un avión a reacción llamado Liza Marie con las hebillas de los cinturones de seguridad hechas de oro macizo. Con dos cojones. Le comento a la guía este paralelismo y adopta expresión de no entender a qué carajo me puedo estar refiriendo al comparar al camarada Stalin con un rockero americano, aunque el hecho cierto es que al menos sí sabe quién fue Elvis Presley. Algo es algo. No todo está perdido en Gori.

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Llego tarde y mojado. Paso por delante del ayuntamiento y me llevo una sorpresa. Ha desaparecido la enorme estatua que tenía Stalin. ¡Maldita revisión histórica buenrollista! Y no es que sienta simpatía alguna por semejante criminal megalómano, responsable del asesinato de millones de personas, pero el pétreo homenaje que la ciudad dedicaba a su hijo más conocido suponía una presencia que esperaba reencontrar. Hace cuatro años entré en esta población y literalmente aluciné con la profusión de estatuas y recuerdos de Stalin. De hecho la avenida principal de Gori se llama Stalin. Entonces hice una foto con mi BMW de entonces y para mí el monumento al dictador ha sido un recuerdo imborrable, un símbolo de mi viaje al Este y a la antigua Unión Soviética. Aún permanece fresco en mi memoria el shock que supuso encontrar en Ucrania las viejas esculturas de Lenin frente a las iglesias de nueva factura.

Joseph Stalin