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La jueza Amy Barrett: o cómo los republicanos controlan realmente EEUU
Hubo una vez en que los progresistas de Estados Unidos controlaban el país, pero ahora están demasiado centrados en conseguir la presidencia
Los republicanos del Senado ya han empezado el proceso de confirmación de la juez Amy Coney Barrett para el Tribunal Supremo. La operación durará días o semanas, pero es casi seguro que, para 2021, este consejo de sabios que tiene la última palabra en las grandes encrucijadas de Estados Unidos, el alto tribunal, se haya inclinado aún más hacia la derecha. Quizás para las próximas décadas. Otra victoria de los conservadores que a nadie debe de extrañar, a la vista de los antecedentes.
Hubo una vez en que los progresistas de Estados Unidos controlaban el país. Y no me refiero a las virtuosas galas de Hollywood, a las manifestaciones en un puñado de ciudades o a los 'papers' sobre desigualdad que emanan a diario de algunos departamentos universitarios. Hablo del poder real. De los gobiernos y parlamentos estatales, de los condados, de los circuitos judiciales, del Tribunal Supremo y, sobre todo, de la imaginación de la mayoría de los estadounidenses.
De los 48 años que separan la elección de Franklin D. Roosevelt, en 1932, de la de Ronald Reagan, en 1980, 32 fueron presididos por un demócrata. La mayoría del Supremo se volvió progresista y, en 1975, los azules llegaron a dominar un récord de 37 parlamentos estatales. En menos de medio siglo crearon la Seguridad Social y la regulación bancaria, construyeron las principales infraestructuras, acabaron con la segregación racial e hicieron de EEUU un país más abierto y cosmopolita.
El ciclo de Reagan
Estamos hablando del pasado. Salvo Jimmy Carter, el último y fallido paladín liberal de la época, el resto hace tiempo que están muertos y enterrados. Su imágenes amarillean en los libros de historia. Roosevelt, Kennedy, Johnson, King. Son pasto de la nostalgia y de los documentales de la PBS. Cuando Reagan ganó las elecciones, tal y como describe el pensador Mark Lilla, autor de 'El regreso liberal: Más allá de la política de la identidad', el país estaba maduro para empezar un nuevo ciclo. No un ciclo periodístico de uno o dos mandatos, sino un ciclo histórico. Un cambio generacional hacia posiciones conservadoras que todavía duran hoy.
Si hubiera que definir un momento bisagra, el punto de inflexión quizás sería el memorándum que escribió un magistrado conservador, Lewis F. Powell, en 1971. Powell, al tiempo que veía la revolución sexual, las protestas por los derechos civiles y el rechazo a la guerra de Vietnam, tenía miedo de que la juventud norteamericana se volviera tan progresista que la causa conservadora acabase arrinconada, defendida por un puñado de vetustos señores en las profundidades de la América rural. Así que escribió un memorándum, el famoso “Memorándum de Powell”.
En este documento, en principio confidencial, Powell alertaba a las grandes corporaciones sobre el crecimiento del socialismo en Estados Unidos, y las conminaba a financiar todo tipo de esfuerzos para proteger la causa del conservadurismo y la libre empresa. El texto movilizó distintas fortunas, que fueron creando think tanks, becas y departamentos de estudios, introduciéndose en las universidades y colocando su pesada mano en los resortes de la opinión pública.
Los conservadores apoyan a sus intelectuales. Crean oportunidades mediáticas
Así fue cómo nacieron la Heritage Foundation, el American Legislative Exchange Council o el Olin Institute de la Universidad de Harvard, y con ellos un multifacético esfuerzo conservador por recuperar la iniciativa. “Estos institutos han hecho muy bien su trabajo”, escribe George Lakoff en su clásico de 'No pienses en un elefante' de 2004: “La gente asociada con ellos ha escrito más libros que la gente de izquierdas, en todos los asuntos. Los conservadores apoyan a sus intelectuales. Crean oportunidades mediáticas. Tienen estudios mediáticos junto a los vestíbulos de sus institutos para que salir en televisión sea muy fácil”.
Lo interesante es que la huella que han dejado estos centros es tan poderosa como subrepticia. Una de sus fortalezas, como apunta Lakoff, es el dominio del lenguaje político: la manera en la que han sido capaces de hacer que EEUU adopte sus palabras y, por tanto, hasta cierto punto, su manera de ver las cosas.
Uno de sus éxitos es haber propagado el uso de la palabra 'taxpayer'. En España, como en Francia, a las personas que pagan impuestos se les llama “contribuyentes”: aquellos que contribuyen a las arcas públicas, al bien común. Es una palabra positiva. El estadounidense 'taxpayer' tiene otras connotaciones. La palabra 'taxing', además de “cobrar impuestos”, significa “arduo”, “cansino”, “difícil”, lo cual habría allanado el terreno de juego para los intereses republicanos, siempre a favor de reducir la fiscalidad. Las ayudas sociales, por otro lado, son 'entitlements', que significa “privilegio”: algo que uno recibe sin merecerlo. Una persona 'entitled' es una persona arrogante que se comporta como si todo le perteneciera por derecho divino. En este caso, una beca para estudiar o unos vales de comida para no pasar hambre.
Caso práctico: Obamacare
En el campo lingüístico, los republicanos han metido muchos goles a los demócratas. Algunos de ellos por toda la escuadra. Cuando Barack Obama presentó su promesa estrella, la idea de garantizar a todos los estadounidenses un seguro médico asequible, una gran parte de la opinión pública estaba a favor: se trataba de prohibir que las aseguradoras rechazasen a las personas con enfermedades crónicas, por ejemplo. Se trataba de limitar el precio de los medicamentos para que todo el mundo pudiera acceder a ellos. Se trataba de subsidiar a los más humildes para que pudiesen ir al médico. Entre un 60% y un 80% de la gente estaba a favor.
Los republicanos, en lugar de pelear en el terreno de la racionalidad y las medidas prácticas, recurrieron al márketing. Y consiguieron que la Ley de Cuidado Asequible pasara a llamarse "Obamacare" -al menos en los hogares-. Desde entonces la imagen del primer presidente afroamericano ensombrecería el debate de la sanidad; lo convertiría en un asunto partidista, contencioso, y no en una fría comparación de prioridades.
Los conservadores también explotaron otra debilidad de los demócratas: su obsesión con la presidencia, como si todo Estados Unidos se redujera a la Casa Blanca: al púlpito con el sello presidencial. Pese al actual cesarismo de Donald Trump, los republicanos no suelen buscar un mesías, un Kennedy que guie al pueblo hacia un futuro resplandeciente. Los republicanos quieren un ejecutivo que ponga una firma al pie de las leyes que ya han sido preparadas de antemano por esta red de think tanks, lobistas, fortunas y autores conservadores.
La estrategia republicana, dice Mark Lilla, era “construir de abajo a arriba, enraizando al partido para poder ganar elecciones locales y estatales, luego elecciones parlamentarias, luego la presidencia. Cuando se trata de la presidencia, los demócratas tienen complejos paternos”, continúa Lilla. “En lugar de concentrarse en la tarea diaria de ganarse a la gente a nivel local, se han concentrado en los medios nacionales e invertido sus energías en intentar ganar la presidencia”.
Lo explicó claramente Grover Norquist, fundador y presidente de otro de esos centros de pensamiento conservador, Americans for Tax Reform: “No estamos haciendo audiciones para presidentes intrépidos. No necesitamos un presidente que nos diga qué dirección tomar. Ya sabemos qué dirección tomar (...). Solo necesitamos un presidente que firme estas cosas”.
La otra cuestión con la que están obnubilados los demócratas, dice Lilla, son las protestas. Manifestarse es una especie de fetiche: la participación en acontecimientos históricos, el fragor de las marchas, la atmósfera del pueblo en asamblea permanente. El ruido y la épica y las grandes cruzadas. Mientras, Mitch McConnell trabaja los pasillos, habla con donantes, celebra eventos de recaudación, hace, cultiva y exige favores y mantiene engrasada la gris, silenciosa, aburrida, rutinaria, pero extremadamente efectiva maquinaria del partido.
Cuando Barack Obama andaba cabizbajo por el Ala Oeste, quejándose de que los republicanos bloqueaban sus proyectos, la razón era esta. El púlpito de la iglesia era suyo, pero la mayoría de las bancadas estaban ocupadas por los republicanos, que se habían molestado en seducir a los feligreses con su red de pequeñas emisoras de radio, sus becas y sus congresos y sus variadas campañas de influencia empresarial. Hasta los propios congresistas demócratas se impacientaban con el desinterés del presidente Obama en cuestiones legislativas. Los congresistas le pedían apoyo y él respondía: “Arregladlo vosotros”. Menudo rollo, andar negociando la letra pequeña.
En 2017 los republicanos dominaban 34 de los 49 (no contamos a Nebraska: estado unicameral) congresos estatales. Muy cerca del récord demócrata de 1975. Aún después de la “ola azul” progresista en las legislativas de 2018, los conservadores siguen controlando a día de hoy el 60% de las cámaras estatales. Esto es poder. Es poder para definir las leyes locales, es poder para ensalzar unas carreras políticas y destruir otras, es poder para delimitar las condiciones del voto, y es poder para redibujar los distritos electorales en beneficio del partido gobernante.
Donald Trump ha nombrado 194 de los 792 jueces activos de los tres circuitos de la judicatura
Al mismo tiempo, los republicanos han ido ampliando paso a paso su ascendencia sobre el poder judicial. En solo un mandato, Donald Trump ha nombrado 194 de los 792 jueces activos de los tres circuitos de la judicatura. Aproximadamente la cuarta parte del total. Un récord en cuatro años.
El secreto de su eficacia es muy simple. Donald Trump no ha tenido que mover ni un dedo a la hora de dar con estos jueces. La Heritage Foundation y la Federalist Society van buscando, cribando y recomendando nombres de magistrados conservadores. Cuando uno muere o se retira, Trump solo tiene que poner una equis en la casilla correspondiente y la rueda republicana sigue girando.
La probable confirmación de la jueza Barrett dejaría el Supremo con el doble de jueces conservadores que progresistas: seis contra tres. Gane quien gane las elecciones del 3 de noviembre y pase lo que pase con los actuales líderes políticos, Estados Unidos se habrá vuelto, una vez más, poco más conservador.
Los republicanos del Senado ya han empezado el proceso de confirmación de la juez Amy Coney Barrett para el Tribunal Supremo. La operación durará días o semanas, pero es casi seguro que, para 2021, este consejo de sabios que tiene la última palabra en las grandes encrucijadas de Estados Unidos, el alto tribunal, se haya inclinado aún más hacia la derecha. Quizás para las próximas décadas. Otra victoria de los conservadores que a nadie debe de extrañar, a la vista de los antecedentes.