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Sala 2 | Josh Hawley: ¿y si el próximo Trump no es como te imaginas?

El conservador Josh Hawley se está labrando un huequecito mediático en estos días de transición. Y no de la manera que uno esperaría en un republicano

Foto: Josh Hawley. (EFE)
Josh Hawley. (EFE)

Con impecable raya al lado, voz dura de actor de 'western' y una de esas sonrisas obamianas practicadas frente al espejo unas seis millones de veces, el conservador Josh Hawley se está labrando un huequecito mediático en estos días de transición. Y no de la manera que uno esperaría de un republicano. El senador de Misuri, de 40 años, compareció estos días hombro con hombro junto al socialista Bernie Sanders. Los dos exigían, como parte del segundo plan de estímulo, una nueva ronda de cheques a las familias de clase media-baja afectadas por la debacle económica desatada por la pandemia del coronavirus.

No era la primera vez que Hawley defendía políticas de tintes progresistas. El senador ha propuesto tasar los capitales extranjeros, vigilar la calidad de la educación universitaria en función de su precio y obligar a que los centros abonen la mitad de la deuda de los estudiantes que no puedan pagarla. Pero, sobre todo, se ha convertido en uno de los principales azotes de Silicon Valley; tanto por su responsabilidad en las adicciones a la tecnología como por la censura, según la visión de muchos republicanos, de los contenidos conservadores.

A veces se podrían poner en boca de Sanders o Elizabeth Warren cosas que ha dicho Hawley sin que se note la diferencia, lo cual ha despertado recelos entre las filas conservadoras. “Nos dijeron que nos callásemos”, reconoció Hawley, “mientras el 'establishment' del partido se centra más en recortar impuestos y hacer favores a las corporaciones. Corporaciones multinacionales que no comparten nuestros valores, que no defenderán los principios americanos, que estuvieron encantadas de mandar empleos americanos al extranjero”.

Foto: Gabriel Sterling, gestor de los sistemas de votación de Georgia. (Reuters) Opinión

La postura antiélite de este joven conservador, entusiasta del presidente Teddy Roosevelt, que rompió los grandes monopolios de principios del siglo XX, puede generar incredulidad. Hasta que viajamos unas décadas atrás en el tiempo. Una época en la que el Partido Republicano conservaba algunas de las inquietudes que, desde hace unos años, nos parecen patrimonio demócrata.

Cambios tectónicos

San Francisco, agosto de 1956. La Convención Republicana se reúne para volver a nominar al exgeneral Dwight Eisenhower como candidato a la reelección. Entre los puntos de su programa destacan reforzar la Seguridad Social y ampliarla a 10 millones de trabajadores más, proteger la subida salarial que el mismo Eisenhower había aprobado como presidente, aumentar el seguro por desempleo y “otorgar asilo a miles de personas refugiadas, expulsadas y desplazadas”. Por si fuera poco, el partido prometía “seguir luchando (...) para asegurar la misma paga por un trabajo igual, independientemente del sexo” del trabajador.

El Partido Republicano, igual que el demócrata, no siempre fue igual. Ambas fuerzas políticas han ido realineando sus posiciones según la época y el contexto. El 'gran emancipador', Abraham Lincoln, era republicano. En la segunda mitad del siglo XIX, se trataba del partido de las grandes ciudades, la fuerza industrial y cosmopolita que acabó yendo a la guerra para terminar con la esclavitud. Por el contrario, hasta casi mediados del siglo XX, el partido mayoritariamente rural y segregacionista era el otro, el Partido Demócrata.

Una de las bisagras del giro que acabó sucediendo fue el New Deal de Franklin D. Roosevelt. El presidente demócrata, que por entonces aún cortejaba al electorado racista del Sur, incorporó a su coalición de votantes a los italianos e irlandeses de grandes ciudades como Nueva York o Boston. Trabajadores que habían llegado a principios de siglo, pero que se habían quedado en los márgenes del sistema. Así fue como los demócratas, poco a poco, se fueron urbanizando. La adopción de enérgicas políticas socialistas por parte de Roosevelt también contribuyó al cambio.

Foto: Cartel de 'Latinos por Trump'. (Reuters) Opinión

Desde 1933 en adelante, el Partido Demócrata se transformó en la máquina dominante de Estados Unidos. La salida de la Gran Depresión y la victoria en la Segunda Guerra Mundial consolidaron su prestigio. La fulgurante ascensión del joven (irlandés) John F. Kennedy, rematada por un final trágico, formó una de las leyendas más duraderas del siglo XX. Su sucesor, Lyndon Johnson, remató la jugada apostándolo todo a la carta de los derechos civiles, aprobados en 1964. Los demócratas se ganaron la lealtad política de los afroamericanos, hasta el día de hoy, y confirmaron ese gran cambio de rumbo.

El órdago de Reagan

El Partido Republicano, mientras conservaba el apoyo de las élites industriales y financieras de las ciudades, fue atendiendo cada vez más hacia el mundo rural. Ese electorado del sur que los demócratas, con su abrazo a la causa de las minorías, habían abandonado. Un votante de perfil más conservador y algo menos acaudalado. Y es aquí donde encaja el programa razonablemente social con el que Eisenhower volvió a ganar las elecciones de 1956. Una de sus propuestas estrella, precisamente, fue un costoso plan de inversión en las zonas campestres.

Durante años los republicanos mantuvieron, por tanto, un equilibrio que no les aportó demasiados réditos. En el casi medio siglo que va de 1932 a 1980, los demócratas presidieron el país durante 32 años. En 1975 dominaban un récord de 37 congresos estatales y, en Washington, tanto el Senado como el Tribunal Supremo eran poco menos que innegociables, su territorio por derecho divino.

Pero la fuerza demócrata, desde principios de los setenta, se fue desvaneciendo. La crisis del petróleo apretó las tuercas del modelo industrial, el estado de bienestar era cada vez más insostenible y la globalización ganaba fuerza. Era esta la ventana por la que Ronald Reagan lanzó su órdago de 1980: una revolución conservadora que devolvería a los republicanos a la preeminencia. Una retórica optimista y vibrante, una política exterior robusta y una incurable desconfianza hacia todo lo que oliese a gasto social, a ese Gobierno que se deslizaba hacia la bancarrota.

Foto: La jueza Amy Coney Barrett. (Reuters) Opinión

El Partido Republicano que conocemos desde hace casi cuatro décadas es este: el de la austeridad, el libre comercio y el intervencionismo en Oriente Medio. El partido de los Bush y de Wall Street, del escepticismo climático y de la Escuela de Chicago. Un paradigma que, al igual que los anteriores, no va a durar para siempre.

A medida que los empleos manufactureros se marchaban a China, las regiones del interior se empobrecían y las ciudades se volvían aún más demócratas, se fue preparando el terreno para la ascensión de una nueva secta dentro de la religión republicana. Un movimiento que ya estaba ahí, larvado en el Tea Party y en los libros de Ann Coulter, y que Donald Trump supo vertebrar con sus dotes de 'showman'. El nacional-populismo, con sus vertientes proteccionistas y su retórica más enfocada al pueblo llano que a los grandes intereses financieros, tomó el poder en 2016.

¿El heredero?

Lo que vemos desde hace cuatro años en el Partido Republicano es la lucha entre dos almas. Una antigua, reaganiana, con ese 'establishment' de intervencionistas y halcones fiscales. Y la nueva, el bicho que sale de la crisálida y que goza de la simpatía de las bases de votantes: el trumpismo.

Marcar varias de las casillas trumpianas puede bastar para que Hawley tenga un buen futuro en 2024 o en 2028

Ahora que el líder de la nueva secta está de salida, aunque todavía no lo haya reconocido, Josh Hawley es uno de sus más notorios herederos. El senador de Misuri está a medio camino de la retórica repeinada y ocasionalmente social de los años cincuenta y del aislacionismo populista de Trump. Como el resto de republicanos, sigue siendo un convencido enemigo del aborto, un radical crítico de las élites costeras, un partidario del proteccionismo y un receptor, pese a sus palabras, de sustanciosas donaciones de los hermanos Koch.

El hecho de marcar varias de las casillas trumpianas puede bastar para que Hawley tenga un buen futuro en 2024 o en 2028. La calle no está con Mitch McConnell, ni con Marco Rubio. Está con Trump. El republicano perdió las elecciones, pero lo hizo con más de 74 millones de votos. Y una parte de su base (el 50% de los votantes republicanos) respalda, por ejemplo, un impuesto a la riqueza como el que propuso la izquierdista Elizabeth Warren. Ahí está Hawley, en esta precisa intersección. Todo dependerá de qué alma, si la nueva o la vieja, acabe imponiéndose en el seno del 'Viejo Gran Partido'.

Con impecable raya al lado, voz dura de actor de 'western' y una de esas sonrisas obamianas practicadas frente al espejo unas seis millones de veces, el conservador Josh Hawley se está labrando un huequecito mediático en estos días de transición. Y no de la manera que uno esperaría de un republicano. El senador de Misuri, de 40 años, compareció estos días hombro con hombro junto al socialista Bernie Sanders. Los dos exigían, como parte del segundo plan de estímulo, una nueva ronda de cheques a las familias de clase media-baja afectadas por la debacle económica desatada por la pandemia del coronavirus.

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