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Sala 2 | ¿Quién va a pagar la fiesta económica de Joe Biden?
La estrategia de gasto del presidente estadounidense, con un plan de infraestructuras y otro de políticas sociales a la vista, preocupa a los halcones del déficit
Lo comparan todo el rato con Franklin D. Roosevelt, y es lógico. Al menos desde el punto de vista del gasto. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha heredado un repóquer de crisis nacionales cuya solución pasa por rascar los bolsillos públicos hasta niveles insólitos. Una estrategia dadivosa que, de momento, con un plan de infraestructuras y otro de políticas sociales a la vista, no parece tener fin, y que está provocando la más evidente de las preguntas: ¿cuándo y cómo se pagará todo eso?
Las cuentas de Estados Unidos ya estaban bastante estiradas. La Oficina de Presupuesto del Congreso advirtió que el déficit federal era considerable antes incluso de la pandemia de coronavirus. Y ahora sus números están llegando a cimas que no se veían desde la Segunda Guerra Mundial. Según el Departamento del Tesoro, la diferencia entre los gastos y los ingresos públicos fue de un billón de dólares en los primeros cinco meses del año fiscal 2021. Casi un 70% más que en el mismo periodo del año anterior. La deuda nacional, por otra parte, crecerá previsiblemente hasta los 35 billones a finales de año; un 20% más que la cifra actual.
La oposición republicana y algunos demócratas moderados llaman la atención sobre el gasto, y apuntan que el tercer paquete de estímulo, de 1,9 billones de dólares, aprobado hace dos semanas, quizás no fuese tan necesario. O no con esa cantidad. El plan se diseñó antes de que Biden jurase el cargo presidencial, pero la economía ha ido mejorando desde entonces más rápido de lo esperado. El mercado laboral creó 379.000 empleos en febrero, la mejor marca desde octubre, y la agresiva campaña de vacunación, junto al levantamiento de las restricciones en los estados, agilizaría la actividad y restaría urgencia a la necesidad de gasto.
“El estímulo de Biden es una política económica endeble”, escribió el senador Mitt Romney en The Wall Street Journal. “El alto desempleo no es el resultado de que haya poco dinero en los bolsillos americanos; se debe a la pandemia. Mandar cheques no hará que los consumidores vuelvan a los restaurantes, bares, salones de peluquería, centros comerciales, hoteles o aviones. Los niveles de ahorro casi de récord son la prueba de que los consumidores pueden gastar”.
Los conservadores señalan que más de un tercio del paquete no se aplicará hasta 2022, y que además viene preñado de medidas izquierdistas que no tendrían nada que ver con la urgencia del rescate a las familias. En palabras del jefe republicano del Senado, Mitch McConnell, sería un “cabayo de Troya” del progresismo.
El talante liberal —en el sentido anglosajón del término— del Gobierno respecto a los dólares llama la atención, especialmente, por el historial de Joe Biden. El presidente siempre ha sido un “halcón del déficit”: uno de los pocos demócratas que se lo pensaban dos veces antes de aprobar grandes gastos. En los años setenta apoyó leyes de limitación del dispendio y en 1984 propuso congelar las inversiones federales, includo en la Seguridad Social. Una actitud que le pudo costar algunos puntos en las últimas elecciones, donde la izquierda de su partido le recriminó por ello.
Pero los tiempos cambian, y con ellos la ortodoxia económica. A las dos grandes figuras metafóricas de este campo, los “halcones” (los frugales) y las “palomas” (los espléndidos), se ha unido la figura de los “búhos”, apodados así por su enorme flexibilidad, como si pudieran mover su cabeza 360 grados. El búho del déficit sería una especie de superpaloma: ni siquiera cree que el déficit sea algo tan importante.
Los búhos del déficit ya andaban ululando por Washington hace 20 años. Cuando la administración Clinton tocaba a su fin, con un somero —pero nada desdeñable— superávit, los consejeros del presidente se preguntaban en qué emplear ese dinero. La ortodoxia les animaba a pagar la deuda nacional o a sufragar programas sociales. En cambio, los búhos como el economista James K. Galbraith propusieron invertir esos dólares directamente en los ciudadanos: bien en los consumidores, bien en las empresas. La mejor manera, decían, de seguir reforzando la economía.
Los guardianes de la ortodoxia se rieron de los búhos, pero estos siguieron rumiando sus teorías en las ramas de los árboles de Washington. Su postura, oficialmente llamada Teoría Monetaria Moderna (MMT por sus siglas en inglés), proyecta una gran confianza en la capacidad de gobiernos como el de Estados Unidos de pagar la deuda. Dicen que el mundo no es como era hace 50 años, con su patrón oro y sus rígidos mercados de divisas. Ahora es más flexible, y además EEUU puede imprimir toda la moneda que le dé la gana para seguir honrando sus obligaciones.
El gran “pero” evidente que se le ponía a la MMT siempre ha sido la amenaza de inflación: a más dinero en el mercado, más se inflan los precios. A lo cual los búhos respondían que ese dinero aportado por la Reserva Federal, en lugar de estar en circulación, iba a parar a las reservas bancarias y por tanto a la confianza económica. Como explica el think tank progresista Public Citizen, los búhos solo reconocen el peligro inflacionario cuando hay pleno empleo. Cosa que no es el caso actual.
Después de haber estado viviendo en una especie de ostracismo, los búhos han ido sacando sus cabezas de entre las ramas en la última década. Las políticas de estímulo aplicadas para superar la Gran Recesión de 2008, con apoyo de la Fed, tenían en la inflación su cuento del lobo: miles de economistas alertaban una y otra vez con que los precios subirían de ese límite oficioso del 2% interanual, pero nada. La economía crecía y crecía y los precios seguían tranquilos, como si la bonanza no fuera con ellos. Esto ha hecho que los búhos sacaran pecho y publicasen más libros, como el influyente “El mito del déficit: la Teoría Monetaria Moderna y el nacimiento de la economía de la gente” (Taurus), escrito por la economista Stephanie Kelton.
Los partidarios de MMT alegan que la mejor manera de saber si el déficit se está yendo fuera de control, no es mirar al déficit sino a la inflación. Mientras esta siga taimada, en niveles razonables, no habría por qué dejarse llevar por las ansiedades del gasto excesivo. Y si en algún momento la maquinaria se calienta, la solución es subir los impuestos a los ricos para equilibrar un poco las cuentas. Una postura que gana tracción intelectual, pero que sigue sonando más a hipótesis que a teoría.
La administración Biden no ha adoptado oficialmente estos principios, pero sus medidas indican, al menos, una clara receptividad a los búhos. El gasto lo prueba y también el aumento fiscal que ultima su gabinete y que sufragaría parte de sus planes de inversión en infraestructuras y en programas sociales, que tiene previsto anunciar mañana miércoles durante un discurso en Pittsburgh, en Pensilvania. Se espera que estos planes ronden, de manera conjunta, otros 3 billones de dólares.
Lo comparan todo el rato con Franklin D. Roosevelt, y es lógico. Al menos desde el punto de vista del gasto. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha heredado un repóquer de crisis nacionales cuya solución pasa por rascar los bolsillos públicos hasta niveles insólitos. Una estrategia dadivosa que, de momento, con un plan de infraestructuras y otro de políticas sociales a la vista, no parece tener fin, y que está provocando la más evidente de las preguntas: ¿cuándo y cómo se pagará todo eso?