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Sala 2 | Las apariencias engañan: el trumpismo está más vivo que nunca
Trump ya no tiene que andar trabajándose al votante republicano medio con mítines, tuits, entrevistas y polémicas. Este ya está convencido
Más de tres meses después de dejar el poder y de ser condenado al ostracismo digital, Donald Trump sigue controlando el Partido Republicano. Y de forma directa. El pequeño coro de conservadores que denunciaron su papel en el asalto al Congreso y que después apoyaron el segundo 'impeachment' guarda silencio y la única representante que le planta cara, Liz Cheney, ha sido sustituida. Desde su exilio de Florida, el expresidente mantiene su dominio de las bases; y con ellas del partido.
Se trata del viejo patrón de siempre, solo que en versión más intensa, más extraña. Trump hace algo escandaloso, la opinión publicada vive una apoteosis de indignación, a la que se suman algunos jefes conservadores con cautelosos comunicados, y, cuando parece obvio que al trumpismo se va a disolver en el río de la historia, vemos cómo las aguas vuelven a su cauce. Se cierran filas. Se mira para otro lado. Aunque, en esta ocasión, el hecho impugnado sea un ataque físico a la sede de la democracia estadounidense y Donald Trump ni siquiera tenga un puesto oficial ni presencia mediática.
¿Qué ha pasado con aquellos valerosos representantes republicanos, 10 de un total de 211, que votaron a favor de imputar a Trump por alentar a la turba desde el Capitolio, poco antes del asalto? Pues que todos han sido reprendidos por los aparatos de sus respectivos distritos, a veces hasta por sus propios familiares. De esos 10, solo Liz Cheney y Adam Kinzinger, de Illinois, han continuado criticando a Trump y denunciando la mentira de que Joe Biden robó las elecciones. Los ocho restantes guardan un perfil bajo, temerosos, quizá, de ser vencidos en las próximas elecciones primarias por candidatos más alineados con la persona del magnate.
¿Qué ha pasado con la mentira, diseminada por Trump, de que Joe Biden robó las elecciones presidenciales? A primera vista, no parece que haya manera humana de defenderla. Numerosos jueces de todo el país, desde los del Tribunal Supremo para abajo, incluyendo 36 jueces conservadores, muchos elegidos por el propio Trump, desestimaron las más de 60 demandas de supuesto fraude electoral presentadas por el equipo del expresidente y sus aliados. Los órganos electorales de los 50 estados, más de la mitad en manos republicanas, certificaron la victoria de Biden; algunos de estos funcionarios, republicanos también, como en el caso de Georgia, lucharon a diario contra un Tsunami de falsedades emanadas del hombre a quien habían votado. Una posición que les granjeó numerosas amenazas de muerte a ellos y a sus familias.
Pero esto fue entre noviembre y enero. Hoy, el Partido Republicano, que también certificó los resultados en el Congreso (el día del asalto), prefiere no tocar el asunto del bulo y dice que eso es agua pasada. Mientras tanto, está embarcado en una campaña federal y estatal por reforzar la “integridad de las elecciones”, pese a que no haya pruebas de fraude que técnicamente lo justifique. Los legisladores estatales han aprobado por el momento 25 leyes que limitan el voto por correo, por adelantado y en ausencia, métodos más usados por los votantes demócratas. Una serie de medidas que, según los progresistas, dificulta la participación en distritos humildes y de mayoría de color e inclinaría la balanza a favor de los republicanos.
Algunos conservadores han ido más allá y han adoptado oficialmente las teorías conspirativas más extremas respecto a las elecciones y los hechos del Capitolio. En Oregón, uno de los estados más divididos de Estados Unidos, el Partido Republicano acusó de “traición” a los 10 diputados conservadores que apoyaron el 'impeachment' a Trump y se refirió al ataque al Congreso como una operación de “falsa bandera”. Es decir, un supuesto montaje de la izquierda para poder acusar luego a Donald Trump.
Aun así, esta dinámica, como apunta Jeff Greenfield en 'Politico', no suele reflejarse en la cobertura general del Partido Republicano que se ve en muchos de los grandes medios. Desde hace al menos dos décadas es habitual encontrarse con la narrativa de la “guerra civil” conservadora: los republicanos estarían peleados unos con otros; moderados contra nacionalistas, aperturistas contra neocón, 'establishment' contra populistas de Trump.
“Más de 100 republicanos”, leíamos la semana pasada en 'The New York Times', “amenazan con escindirse del partido”. Y era cierto: la indignación provocada por la censura y el reemplazo de Liz Cheney, una conservadora purasangre que se limitó a defender la Constitución, ha sentado mal a muchas figuras conservadoras. Pero conviene aclarar: esos más de 100 republicanos ya no mandan. Se trata, sobre todo, de excongresistas y ex cargos de segunda fila como Mark Taylor, que fue jefe de gabinete de la secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen. Aquellos que no tienen un puesto que defender en las próximas elecciones. El partido no vive una “guerra civil”. El partido vive una “purga”, dice Greenfield, de elementos anti-Trump.
Este es el paisaje actual del partido, lo cual no explica el mecanismo por el cual Donald Trump preserva su influencia. El magnate, por lo que sabemos, ha creado una página web en la que rememora la cara más amable de su presidencia; de vez en cuando emite comunicados breves en los que alimenta la mentira del fraude electoral y concede alguna que otra entrevista; la última, en Axios. Nada que ver con la extraordinaria omnipresencia mediática que tuvo entre 2015 y principios de este año. Y, sin embargo, Trump sigue recibiendo a los gerifaltes del partido, contentos de fotografiarse junto a él en un claro gesto de lealtad frente a los votantes.
Porque ahí empieza y termina todo: en el sentir de las bases. Una manera sobria de analizar el trumpismo es olvidándose de Donald Trump. El trumpismo está en la calle. Donald Trump simplemente lo percibió y se convirtió en el portavoz; en el abanderado de unos sentimientos que ya existían en 2016 y que siguen existiendo. Este magma emocional nace abajo y crece hacia arriba, no al revés. Quizás por eso Trump no tenga que andar trabajándose al votante republicano medio con mítines, tuits, entrevistas y polémicas. Este ya estaría convencido.
Esto lo saben los republicanos cuando miran a sus respectivas taifas o leen las encuestas: que la base está con Trump. Un sondeo de CBS News y YouTube refleja que el 80% de los votantes republicanos están de acuerdo con la destitución de Liz Cheney como número 3 del partido en la Cámara Baja. Una encuesta de Monmouth University dice que el 65% de los votantes republicanos cree que Biden ganó gracias al fraude y casi un tercio asegura que jamás lo reconocerá como presidente.
Con estas cifras, Donald Trump ha dejado clara su intención de cribar el partido de personas como Liz Cheney, que también ha sido censurada en su estado, Wyoming, y de luchar por recuperar las mayorías parlamentarias en las legislativas del año que viene. Así que, como un papa en el exilio, otorga bulas, condenas y bendiciones en función del nivel de lealtad profesado por los candidatos.
Uno puede preguntarse, como también se escucha a menudo en los medios, qué sentido tiene que el partido conservador se encadene a un político mentiroso, volátil y divisivo. Los republicanos se estarían, a la larga, suicidando. Hoy mantienen pie, pero ¿y el futuro? ¿No morderán el polvo en un Estados Unidos cada vez más diverso?
Los números de noviembre invitan a los demócratas a la cautela. Pese a perder frente a Joe Biden, Trump cosechó, en medio de una pandemia y una crisis económica, más de 74 millones de votos: cinco millones más que el anterior récord de Barack Obama en 2008. Sus fracasos en los cinco estados clave fueron por la mínima, y, aun así, el Partido Republicano, pese a perder la mayoría del Senado por un escaño, amplió puestos en la Cámara de Representantes y sumó a su colección un Congreso estatal. El trumpismo no ha muerto. Esto no ha terminado.
Más de tres meses después de dejar el poder y de ser condenado al ostracismo digital, Donald Trump sigue controlando el Partido Republicano. Y de forma directa. El pequeño coro de conservadores que denunciaron su papel en el asalto al Congreso y que después apoyaron el segundo 'impeachment' guarda silencio y la única representante que le planta cara, Liz Cheney, ha sido sustituida. Desde su exilio de Florida, el expresidente mantiene su dominio de las bases; y con ellas del partido.