La Sala 2
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Sala 2 | La clerecía y el campesinado: historia de dos Américas
La Sala 2 cierra sus puertas, pero la división entre las dos Américas es más grande hoy que hace un año y seguiremos contándola
Hoy nos despedimos de este blog, Sala 2, justo un año después de su alumbramiento. Y para echar el cierre queremos hablar un poco del contexto de su creación y de sus tentativas, cautelosas, conclusiones. Respecto a su propósito, que siempre ha sido poner un poco de distancia crítica con las prédicas de lo que el profesor Joel Kotkin ha llamado la “clerecía”, ese estamento gestor-intelectual que domina la manera en que se narra Estados Unidos en las grandes ciudades y de cara al extranjero, lo mantendremos. Solo que en otros formatos.
Cuando vine a vivir a Nueva York, en 2014, me aficioné al programa del cómico John Oliver, 'Last Week Tonight', que produce la HBO y que se puede ver gratis en YouTube. Su manera de abordar los problemas de Estados Unidos era, a la vez, amarga y desternillante. Una tragicomedia por la que desfilaban los abusos carcelarios, los escándalos de la FIFA, los programas secretos de vigilancia del Gobierno o cuestiones menos atendidas, como la neutralidad de la red o las vicisitudes de la educación sexual en las escuelas. Todo salpicado de testimonios sabrosos y de un humor británico capaz de rebajar la presión de estos temas en los momentos adecuados.
Por el 'show' de John Oliver, además, han pasado personajes de primera línea como Jane Goodall, Edward Snowden o al mismísimo Dalai Lama. Su éxito lo prueban las ocho temporadas que lleva en antena y los seis Premios Emmy consecutivos que ha ganado en la categoría de mejor programa de variedades.
La sala 1
Sin embargo, a medida que lo veía, empecé a tener la sensación de que John Oliver estaba levantando un muro a mi alrededor. Un muro hecho con mis propias emociones, sobre todo la indignación y la superioridad moral, que el albañil Oliver lograba extraer, amasar en un balde y convertir en una gruesa pared ideológica.
Siempre utilizaba la misma estrategia: primero apretaba los resortes de la irritación. ¿Cómo es posible que esto suceda en Estados Unidos y que nadie haga nada? ¿Cómo puede haber gente tan estúpida como para mandar dinero a un telepredicador al que Dios le ha susurrado, en sueños, que necesita comprarse un avión? ¿Quién puede votar a semejante idiota republicano, tan obviamente corrupto? ¿Por qué genera escepticismo algo tan demostrado como el cambio climático?
Y, cuando uno estaba a punto de disgustarse de verdad y de ver cómo se le arruinaba el día, Oliver daba el golpe: sugería la solución al problema con un número cómico final y con un 'hashtag' creado para la ocasión, y la superioridad moral que llevamos dentro, invocada por el demiurgo, salía en un gran torrente de autocomplacencia festiva. Una manifestación de nuestro mejor yo, a mil millas de distancia de ese circo extraño de sistemas disfuncionales y paletos armados.
Siempre habrá sátiras divertidas y punzantes, como la de Oliver, por muy sesgadas que estén. El problema es que la misma fórmula se repetía por todas partes. Una fórmula para crear y cultivar parroquianos fieles a los mitos e ideas de la clerecía, emanados de un puñado de másteres selectos y consolidados en una red endogámica de diarios, televisiones y 'think tanks'. Lo que en este blog hemos llamado, desde el principio, la Sala 1. La visión progresista de EEUU.
Esa dinámica exacta se daba con Trevor Noah, Stephen Colbert, etcétera, etcétera. Los informativos de MSNBC o la CNN estaban jalonados de pequeñas cruzadas morales, y entre sus comentaristas no faltaban ocasionales referentes de la extrema derecha, que ejercían de villanos y sacos de boxeo para dar mayor efecto a los discursos del adalid de turno. El 'prime time' y las secciones de opinión de los diarios competían por ver quién excitaba más nuestras emociones, la indignación y la superioridad moral; quién las mezclaba mejor y terminaba forjando una adhesión más sólida y más virulenta.
Esa sensación de estar siendo emparedado, convertido a cincelazos en un seguidor más de la clerecía, se fue agudizando con el tiempo. No estamos hablando de una conspiración, sino de la dinámica natural de las culturas políticas. Cuando estas se extienden mucho, los herejes que quedan sueltos acaban guardando silencio. Y uno acaba teniendo la impresión de que la uniformidad ideológica es total.
Me acuerdo de un momento concreto, a principios de 2016, en que fui a ver un documental sobre la relación entre la Cuba castrista y los activistas negros de Estados Unidos. La idea me pareció fantástica. ¿Había ayudado Fidel Castro a grupos como las Panteras Negras? Porque resulta que algunos de estos habían buscado asilo en la isla. ¿Y cómo era la cuestión del racismo en Cuba? También es un país muy diverso, ¿existe una dinámica parecida a la estadounidense? Fui a ver el documental, 'Black and Cuba', al Schomburg Center de Harlem, esperando entretenerme y de paso aprender un poco.
A los pocos minutos de comenzar el documental, no podía creerme lo malo que era. Todo en él era terrible: el montaje, el sonido, el ritmo y, por encima de todo, la historia. El hilo conductor eran unos estudiantes de Yale que iban a Cuba, naturalmente de la mano del régimen, a confirmar todos y cada uno de sus perezosos prejuicios. Van allí, hablan con dos o tres personas que les presenta el guía oficial, ven un poco de baile y vuelven convencidos de que, ¡guau!, en Cuba no hay racismo y la gente es feliz. ¡Y eso que nos lo habían pintado como un infierno!
Para subrayar el mensaje, su breve pero magnífica experiencia era alternada con todos los horrores que el capitalismo estadounidense ha infligido a la población de color, como si desde los tiempos de la esclavitud hasta ahora no hubiera habido ningún avance social o mejora de oportunidades. No como en la Cuba de los Castro.
Me hundí en la butaca y me sentí mal por la directora, que estaba allí y que solo podía ser abucheada por estar infligiéndonos una somanta de clichés manidos e irrespetuosos hacia los pobres cubanos. Una crónica radicalmente unidimensional y, aún encima, pobremente ejecutada. Pensé en la época de cuando los fracasos teatrales se saludaban con una lluvia de tomates y vegetales podridos.
Pero la directora no tuvo que zafarse en la oscuridad. Al contrario. Disfrutó de un baño de masas. Cuando algún personaje del documental decía algo bueno de Cuba y de que allí nadie sabía lo que era el racismo, el público aullaba y aplaudía. Cuando se mentaba tal o cual represión policial en EEUU, sonaban poderosos abucheos. Se formó una atmósfera de camaradería, de asamblea permanente, ¡por fin se decía la verdad! ¡Que Cuba es un ejemplo que el imperialismo quiere acallar!
La cosa no quedó allí. 'Black and Cuba' se continuó proyectando en festivales y en universidades neoyorquinas como la carísima New School. ¿En qué pensaban los profesores? Ese día comprendí una de las reglas fundamentales del régimen de la clerecía: si tu discurso, campaña de relaciones públicas, película, libro o programa de televisión, se envuelve en una retórica de lucha antirracista, el éxito está casi garantizado. Ese pan lo aguanta todo. Lo que lleve dentro es lo de menos.
Es una dinámica muy similar a la de Hollywood. Como apuntó Bill Maher en uno de sus gruñones monólogos, hace años que los miembros de la Academia no premian a la película de mayor calidad, sino a aquella que más alivia sus frágiles conciencias culpables de millonarios de izquierdas. El número de oscars es proporcional al tamaño del efecto catarsis que una película sobre el racismo, los malos tratos, la orfandad, la pena de muerte o el abuso de drogas genera en la conciencia de quienes pasean sus trajes carísimos por la alfombra roja.
El divorcio de las dos Américas
Estas solo eran señales sueltas, pero luego llegó la pista definitiva: la victoria de Donald Trump. En los últimos años se ha propagado una perspectiva comodona al respecto. Aquello de que, al final, las elecciones casi que se reducen a lanzar una moneda al aire y las encuestas de 2016, en el fondo, no se equivocaron tanto. Después de todo, Hillary Clinton logró tres millones de votos más que el republicano.
Esta explicación es técnicamente cierta, pero está incompleta. La historia no es esa; la historia es que, entre junio de 2015, cuando Trump anunció su campaña, y noviembre del año siguiente, la clerecía no solo esperaba que no ganase, sino que, desde el principio, negó que este tuviera posibilidad alguna de llegar siquiera a las primarias. Ni mucho menos de lograr la nominación. Ni mucho menos de ganar la presidencia. La historia está ahí: en ese año largo de constante, riguroso negacionismo. Lo que pasó en una noche electoral, punto porcentual arriba o abajo, solo fue el colofón del patente divorcio que se había producido entre dos Américas.
El propio John Oliver, como él mismo se encargó de recordar a su audiencia, había retado a Donald Trump a presentarse a presidente. Semejante ocurrencia alimentaría durante semanas la capacidad de Oliver y compañía de mofarse de este personajucho. Al final, Donald Trump le tomó la palabra.
Algo parecido sucedió el año pasado. En medio de la mayor pandemia en un siglo, con todas las ganancias económicas de los últimos años borradas de golpe, y con una sociedad agitada por las protestas raciales y la incertidumbre, el presidente de entonces se llevó 74 millones de votos. Casi 12 millones más que en 2020. Un resultado que, de nuevo, cogió por sorpresa a la mayoría de clérigos y encuestadores.
Es importante aclarar que esta actitud no es monopolio de la izquierdia. Si uno se asoma al ecosistema de la Sala 2, la cosa está igual o incluso peor. Bastan cinco minutos de Fox News, que suele ser más relajada con los hechos que sus competidoras, para querer arrojarle al televisor una zapatilla o una lata de cerveza; tal es la furia que inspiran demagogos profesionales como Sean Hannity o Tucker Carlson. Su negocio es la división, solo que sobre otros raíles ideológicos: el nacionalismo y la desconfianza, a estas alturas, hacia el más básico saber organizado.
Si la izquierda urbanita, dado su férreo control de sectores como el tecnológico, el mediático y el académico, es la clerecía, las filas conservadoras, que se han ido haciendo más pobres, más rurales y más blancas desde hace aproximadamente 30 años, serían el 'campesinado'. Y la cantidad de mitos e ideas destructivas que circulan por esta esfera ideológica haría palidecer, muchas veces, a los mitos de su contraparte clerical de las grandes ciudades.
Pero, de la misma forma que no todos los demócratas están en guerra con la meritocracia o se visten de luchadores sociales sin haber cruzado jamás dos palabras con un inmigrante, no todos los conservadores encajan en el molde de señor obeso de mediana edad radicalizado en Facebook. Hay todo un mundo en medio. Una verdadera panoplia de opiniones razonables, corteses, funcionales, que no pisan ningún derecho ni quieren destruir los fundamentos de Estados Unidos. Pero que se han perdido por el medio del ruido y los balazos que se disparan no ya en Twitter, sino en los órganos periodísticos que se vanaglorian de defender la democracia.
La razón por la que nos hemos centrado en la Sala 2 es porque la Sala 1 ya nos la conocemos. Está en nuestros periódicos y televisiones, en Instagram, en Netflix. Su perspectiva nos envuelve de tal manera que nos olvidamos de que es una perspectiva. El blog de Sala 2, creado en el punto álgido de este enorme abismo nacional, ha querido compensar esta balanza ofreciendo los puntos de vista razonables y corroborados de la derecha. Y hoy deja de existir. Pero su idea fundamental seguirá asomándose en columnas y reportajes.
Hoy nos despedimos de este blog, Sala 2, justo un año después de su alumbramiento. Y para echar el cierre queremos hablar un poco del contexto de su creación y de sus tentativas, cautelosas, conclusiones. Respecto a su propósito, que siempre ha sido poner un poco de distancia crítica con las prédicas de lo que el profesor Joel Kotkin ha llamado la “clerecía”, ese estamento gestor-intelectual que domina la manera en que se narra Estados Unidos en las grandes ciudades y de cara al extranjero, lo mantendremos. Solo que en otros formatos.
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