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¿Cuán verde es su inversión verde? Von der Leyen se lo indica

Han surgido una serie de índices de sostenibilidad (DJSI, MSCI…) que analizan las empresas y en los que se basan muchos inversores para determinar cuán sostenible es una inversión sostenible

Foto: La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. (Reuters)
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. (Reuters)

La inversión sostenible está de moda. De los más de 100 billones de dólares en activos financieros bajo gestión en el mundo, unos 40 ofrecen algún tipo de criterio sobre su impacto ESG —medio ambiente, social y gobierno— al caracterizar sus inversiones. Hace unas semanas, la Comisión Europea ha dado un paso significativo al adoptar la taxonomía verde —qué es y qué no es sostenible— y aprobar una nueva directiva sobre la información que deben divulgar las empresas en este terreno.

No hay duda, los desafíos climáticos y sociales hacen indispensable la inversión sostenible. Se necesitan alternativas transformadoras en los modelos energéticos y de producción y hay que revertir el ensanchamiento de las brechas sociales cuando millones caen en la precariedad que precede a la pobreza. Una parte del mundo financiero e inversor es consciente de estos retos, sobre todo de los climáticos y de biodiversidad, y de la necesidad de actuar en consecuencia desde su poderosa posición. La mayor sensibilidad de clientes e inversores individuales y la presión desde los reguladores se suman en el empuje a la inversión para verdearse.

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Así lo reconoció el CEO de BlackRock, la mayor gestora de activos del mundo, al asociar riesgo empresarial con riesgo climático y requerir a las empresas en las que sus fondos invierten, transparencia en sus compromisos y estrategias para mantener el planeta por debajo de los 2º C de calentamiento volviéndose neutras en sus emisiones totales.

Los dilemas comienzan cuando se desentraña el entramado de la inversión sostenible en la que se encuentra de todo, tanto en su práctica como en su retórica. En un extremo está la inversión llamada ética, activa desde hace décadas y que se limita a excluir algunos productos y prácticas dañinas de las empresas en las que pone dinero. Estos fondos, de baja exigencia, no invierten en empresas de armas, tabaco, juego, pornografía o que utilizan mano de obra infantil. En el otro extremo encontramos la inversión de impacto la cual destina sus recursos a provocar un impacto positivo y medible en el terreno social y ambiental. La exigencia en este caso es muy elevada para evitar daños a la sociedad a través de las prácticas corporativas y a la hora de financiar empresas con un fuerte componente ambiental o social en su estructura y distribución de valor. Se encuentran incluso interesantes modelos híbridos entre inversión y filantropía.

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Entre estos dos polos encontramos de todo, incluyendo una miríada de productos publicitados entre limpios paneles solares y bellas hojas verdes, y una sopa de ratings que exige un alto nivel de conocimiento para bucear en ella de forma segura. La complejidad y diversidad de asuntos incluidos en la inversión ESG no pone fácil un asunto en el que gestores y asesores se han volcado.

Han surgido una serie de índices de sostenibilidad (DJSI, MSCI…) que analizan las empresas y en los que se basan muchos inversores para determinar cuán sostenible es una inversión sostenible. Iberdrola llega a ser revisada hasta por 27 índices, rankings y premios. El problema es que estos índices tienen notables inconsistencias entre sí. Una empresa puede estar en los primeros lugares de un índice ESG y en la zona intermedia de otro. No es extraño encontrar a compañías de tabaco como Phillip Morris o de combustibles fósiles como Exxon Mobile en las carteras de fondos vendidos como sostenibles. Esto ocurre porque los índices conceden pesos distintos a los atributos más relevantes de la ESG y miden de forma diferente cada uno de ellos. También porque se da más relevancia a las prácticas frente a qué se produce. Una empresa petrolera puede cumplir con los mejores estándares ambientales de su sector, tener procesos impecables y seguir produciendo barriles de petróleo para el invernadero planetario. El 'qué' es tanto o más importante que el 'cómo'.

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El futuro de la información sobre sostenibilidad pasa por contar con mejores datos y por una implicación mayor de los inversores en las empresas que financian, a través de una mirada más profunda a su estrategia presente y futura. Es necesario un activismo inversor dirigido a influir y financiar sectores empresariales clave para la equidad y la sostenibilidad. Por otro lado, y pensando en la ingente masa de ahorro global acumulada en productos financieros, es imprescindible determinar qué se considera una actividad sostenible y qué no, tanto en el lado negativo para 'no hacer daño', como en el del impacto positivo de una actividad.

La Unión Europea está respondiendo a este reto a su estilo, de forma lenta, aunque robusta e influyente. Recientemente la Comisión Europea adoptó la primera parte de la taxonomía verde, una clasificación detallada, basada en evidencias científicas, de qué actividades empresariales y productos financieros pueden ser considerados cómo sostenibles. Se ha cubierto la mitigación y adaptación al cambio climático, quedando pendientes áreas como biodiversidad o preservación de los océanos, así como toda la parte social. A pesar de haber sido cuestionada por organizaciones ambientales en alguna de las áreas aceptadas u obviadas por la taxonomía, se trata de un paso muy significativo a la hora de contar con definiciones y criterios objetivos y homogéneos para calificar la inversión en una determinada empresa.

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Por otro lado, la Comisión también aprobó la propuesta de una nueva Directiva de Información de Sostenibilidad Corporativa, que profundiza en el concepto de 'doble materialidad' para exigir a las empresas una información sobre riesgos e impactos en la sociedad y el planeta, que esté a la altura de la información financiera. Casi 50.000 empresas europeas tendrán que reportar bajo este estándar.

La inversión sostenible no es ni será en ningún caso 'la' solución al cambio climático y la crisis de desigualdad. Las medidas de política y regulación seguirán siendo indispensables. Dicho esto, se trata de un factor con una formidable influencia sistémica, para bien o para mal según se oriente, mida el riesgo, considere plazos y exija retornos. Nada puede hacer más daño a ese impacto positivo que el 'green/social washing' por parte de bancos, gestoras y fondos que exageran sus bondades, ocultan la suciedad en la que invierten o pretenden compensar lo que ensucian con bondades menores. La única forma de evitarlo, además de invertir de forma directa en la banca alternativa o la inversión de impacto, es exigir una información fiable y comparable sobre sostenibilidad.

La UE está en ello y las empresas tendrán que cumplir.

La inversión sostenible está de moda. De los más de 100 billones de dólares en activos financieros bajo gestión en el mundo, unos 40 ofrecen algún tipo de criterio sobre su impacto ESG —medio ambiente, social y gobierno— al caracterizar sus inversiones. Hace unas semanas, la Comisión Europea ha dado un paso significativo al adoptar la taxonomía verde —qué es y qué no es sostenible— y aprobar una nueva directiva sobre la información que deben divulgar las empresas en este terreno.

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