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Chema Vera

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Finanzas y pobreza: el futuro de la inversión social

Hace décadas que muchas empresas asumieron algún tipo de acción social, adicional a sus fines como actor económico. Esta función se aglutinó en la responsabilidad social

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Hace décadas que muchas empresas asumieron algún tipo de acción social, adicional a sus fines como actor económico. Esta función se aglutinó en la responsabilidad social corporativa (RSC), un conjunto de actuaciones sociales combinado con una mirada a los impactos negativos de cada empresa. Sin menospreciar los proyectos ejecutados y los debates abiertos por la RSC, considero que, como vector de cambio efectivo, su influencia en la empresa ha sido escasa. La RSC no ha penetrado en el corazón del modelo de negocio, cuestionando y teniendo la capacidad de alterar las prácticas más nocivas para la sociedad o el medio ambiente. Ha habido demasiado 'marketing' y pocas transformaciones profundas, efectivas y medibles.

La novedad de los últimos años viene de la mano de otra sigla de tres letras, la inversión sostenible o ESG (ambiental, social y buen gobierno). No caeré en la ingenuidad de pensar que lo que no se consiguió con la RSC se logrará sin más con la ESG. Dicho esto, su potencial de cambio sistémico es mayor, sobre todo en relación con la lucha frente al cambio climático.

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Casi un 40% de los activos financieros globales tendrá algún tipo de caracterización ESG en 2025, y ya hay fondos dirigidos a sectores concretos con una voluntad firme de transformarlos para descarbonizar partes del sistema energético y de producción. El marasmo de índices, guías y estándares que han surgido en este terreno ha llevado a la Comisión Europea a preparar una “taxonomía ESG” en la que detalla qué es y qué no es una inversión sostenible y donde ordena los criterios técnicos y políticos que definirán el reporte no financiero de las empresas europeas. De forma que inversores y consumidores sepan qué hay de verdad tras los colores bonitos. Lo que ocurre es que mientras en la taxonomía verde la 'E' está muy avanzada, la 'S' va con retraso y con debates profundos en su interior.

No es de extrañar que sea así. El sector financiero ha asumido el cambio climático como un riesgo mayor para sus inversiones. Al tiempo, la UE ha hecho de la descarbonización y la preservación de la biodiversidad un objetivo central de sus planes y presupuestos. Existen oportunidades para el negocio verde y una inmensa necesidad de avances tecnológicos. Dicho esto, la urgencia no debería ser menor para avanzar de forma decidida en la 'S'. Si la situación era ya dura para las personas que vivían en la precariedad y la pobreza, la pandemia ha exacerbado la desigualdad y arrojado a decenas de millones de personas a la miseria. Las sociedades están en tensión, la credibilidad de las instituciones flaquea y las transiciones a una economía verde no podrán hacerse sin proteger a los más vulnerables.

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Recientemente, la plataforma de la Comisión Europea para impulsar la inversión sostenible ha lanzado un documento de discusión sobre los temas sociales abarcados por la ESG. A diferencia de la ambiental, basada en criterios científicos y cuantificables, la inversión de impacto social acude a acuerdos internacionales en materia de derechos humanos. Y toma los ODS como marco de referencia para la acción positiva.

La propuesta tiene un componente vertical donde se caracterizan aquellos activos financieros que se dirigen a la salud, educación, vivienda, protección, inclusión financiera e infraestructuras básicas, con el objetivo de garantizar una vida digna y sociedades más cohesionadas. No basta con financiar estos sectores para ser considerada una inversión de impacto social. Hay que hacerlo asegurando un acceso universal asequible y adaptado a cada contexto social y cultural. Por ejemplo, invertir en una empresa farmacéutica que produce vacunas no sería 'per se' una inversión social, hasta que no se demuestre una acción decidida y medible por hacer las vacunas accesibles a toda la población. Lo mismo para la vivienda.

La UE marca los estándares a seguir en la sostenibilidad y la lucha contra la pobreza

Las necesidades de inversión son inmensas. Naciones Unidas estima en unos cinco a siete billones de dólares anuales la financiación requerida para alcanzar los ODS. Una parte significativa, especialmente en sectores como la educación, debe venir del sector público. Dicho esto, el sector privado puede y debe contribuir, en alianza con el público, a facilitar el acceso a la vivienda o a proveer servicios sociales básicos. Un buen ejemplo es el crecimiento de las emisiones de 'bonos sociales' de 20.000 millones de dólares en 2019 a 147.000 en 2020. Bonos cuyo retorno está asociado con los resultados de programas sociales innovadores dirigidos a la inclusión de sectores vulnerables.

El otro componente de la taxonomía social es el horizontal que se refiere a la acción de cualquier entidad empresarial en su conjunto. Incluye el empleo decente en toda la cadena de valor, la no discriminación, la seguridad y salud laboral y de los productos, el respeto a los DDHH y las relaciones con clientes, proveedores y comunidades donde la empresa opera. El marco de referencia para establecer estándares positivos y de 'no hacer daño' son los acuerdos internacionales como los convenios de la OIT, las guías de NNUU para empresas y DDHH, y lo recogido en el pilar social de la UE que incluye la protección social y la formación continua.

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Finalmente, este informe entra en un aspecto a caballo entre la 'S' y la 'G' de gobierno: el de la fiscalidad, esencial para asegurar una contribución efectiva de las corporaciones al bien común. El apunte es tímido en este caso, con referencias genéricas a la transparencia, la planificación fiscal no agresiva y la tributación en los países donde la empresa tiene negocio.

Es urgente. La pobreza y la desigualdad extrema no pueden esperar

Como ocurre en otras ocasiones, la UE marca los estándares a seguir por otras economías en relación con la sostenibilidad y la lucha contra la pobreza. Pronto, las empresas europeas tendrán que reportar frente a estos estándares. Las primeras propuestas en relación con la inversión social tienen sentido, aunque requieren de más ambición en cuanto a la lucha contra la desigualdad, poniendo la distribución —pre y post— en el centro de la economía. Se nota el temor de siempre al abordar la acumulación de riqueza, recursos y poder por parte de cuasi monopolios extractivos y tecnológicos. El riesgo es acabar con una RSC+ en el terreno de la 'S'. Dicho esto, bienvenido sea el avance que servirá para orientar más fondos hacia el bien y para clarificar qué es y qué no es inversión social, ayudando así a quienes operan con estándares más exigentes como la inversión de impacto o la banca ética.

Es urgente. La pobreza y la desigualdad extrema no pueden esperar. Menos aún pueden soportar lavados de cara sociales por parte de ciertas empresas que explotan todo lo que tocan. La Comisión Europea va en la buena dirección.

Hace décadas que muchas empresas asumieron algún tipo de acción social, adicional a sus fines como actor económico. Esta función se aglutinó en la responsabilidad social corporativa (RSC), un conjunto de actuaciones sociales combinado con una mirada a los impactos negativos de cada empresa. Sin menospreciar los proyectos ejecutados y los debates abiertos por la RSC, considero que, como vector de cambio efectivo, su influencia en la empresa ha sido escasa. La RSC no ha penetrado en el corazón del modelo de negocio, cuestionando y teniendo la capacidad de alterar las prácticas más nocivas para la sociedad o el medio ambiente. Ha habido demasiado 'marketing' y pocas transformaciones profundas, efectivas y medibles.

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