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Las fronteras de la desigualdad
Por
¿Un mundo sin ayuda?
La retirada de recursos daña la cooperación y frena la acción humanitaria cuando más se necesita
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Varios gobiernos han recortado o incluso cancelado sus fondos de Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) en los últimos meses. Hace unas semanas el nuevo gobierno de Estados Unidos despidió a la mayor parte del personal de su agencia de ayuda, USAID, y suspendió los recursos asignados a proyectos y respuestas humanitarias. Su presupuesto en 2024 fue de 40.000 millones de dólares. Poco después, el Reino Unido anunció un incremento de su gasto militar en un 0,2% de su PIB a costa del mismo porcentaje de su AOD. Antes fueron otros países europeos y la propia UE los que anunciaron recortes progresivos, aunque no con la severidad ni brusquedad del caso norteamericano.
Las consecuencias de estas decisiones son terribles en el corto plazo, ya que buena parte de estos fondos se destina a la Acción Humanitaria en respuesta a guerras y desastres, en los que las poblaciones vulnerables sufren hasta el punto de tener su vida en vilo. No edulcoremos las palabras. Hoy hay niños y niñas que mueren por falta de alimento, agua o medicinas, debido a la suspensión de los programas humanitarios.
Estos recortes no ocurren en todos los países. Los hay como Noruega que mantienen aportaciones en o por encima del 0,7% de su PIB. Otros como España que ha vuelto a crecer en los últimos años y que ha recogido por Ley alcanzar ese 0,7%, con un amplio consenso parlamentario que incluye al primer partido de la oposición.
Por otro lado, la solidaridad privada no ha parado de expandirse desde hace décadas. Solo en España son millones las personas que aportan dinero de forma regular a organizaciones en solidaridad con otros seres humanos que sufren lejos de nuestro país. A modo de ejemplo, UNICEF España cuenta con 438.000 colaboradores económicos regulares. ¡Gracias!
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A pesar de ello, y tras los acontecimientos recientes, es indudable que hay un proceso de laminación de la ayuda internacional, especialmente en su vertiente gubernamental, que ha sido su pilar durante décadas.
El origen de la AOD se encuentra en los años posteriores a la II Guerra Mundial, tras el Plan Marshall que propició la recuperación de Europa. A partir de los años 60 y en el seno de la OCDE, se impulsó esta corriente de recursos de cooperación destinados a promover el desarrollo de países frágiles y salvar vidas en emergencias. Son casi 70 años de despliegue de solidaridad, no exenta de críticas y cruzada por intereses de los países donantes. Dicho esto, sus logros han sido gigantes. Tanto en la mejora de condiciones de vida, de la supervivencia infantil a la educación, como en el fortalecimiento de instituciones y políticas públicas. Los controles a los que están sometidos estos fondos exceden con mucho los de otras corrientes de financiación pública o privada.
Hay retos globales que es imposible abordar solos, un país o dos, por fuertes que sean. Y de los que tampoco es posible blindarse ni aislarse
¿Qué supondría un mundo sin “Ayuda”? ¿O donde ésta se achica, perdiendo relevancia internacional y en los lugares donde es más necesaria?
En primer lugar, implicaría abandonar a su suerte a las más de 300 millones de personas que requieren de asistencia humanitaria en 2025, el 70% de ellas niños y niñas, especialmente vulnerables ante guerras, terremotos y fenómenos climáticos extremos. Muchos morirán. Otros tendrán secuelas que serían evitables si se llegara a tiempo. Miles de profesionales humanitarios, de vocación inmensa, que trabajan sin descanso a pie de guerra o inundación o huracán, tendrán que dejar de hacerlo. En lugares donde disfrutamos de la paz no lo notaremos en nuestra vida cotidiana, pero sí en el corazón. Salvo que lo tengamos helado.
Por otro lado, hay retos globales que es imposible abordar solos, un país o dos, por fuertes que sean. Y de los que tampoco es posible blindarse ni aislarse, así se cierren las fronteras a todo. Me refiero para empezar al Cambio Climático y a la necesaria financiación tanto para adaptarse a su impacto como para evolucionar con rapidez hacia una economía no basada en quemar y calentar el planeta. Los países de menor capacidad tecnológica y financiera necesitan de la cooperación internacional y de inversión para afrontar el camino hacia un desarrollo verde. Aunque un grupo de países reduzca emisiones, de poco servirá si no se refuerzan los acuerdos internacionales y no se apoya a otros.
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Lo mismo ocurre con el reto migratorio, o con la lucha contra la erosión y la evasión fiscal, y los paraísos que la sustentan. Que nadie puede solo. Que requieren de cooperación internacional, y de ayudas para los países que tienen menos capacidad y recursos.
Qué decir de la salud global. Desmantelar las capacidades que están dedicadas a prevenir enfermedades de rápida transmisión y daño potencial elevado, en países con sistemas sanitarios frágiles, es el mejor camino para multiplicar el riesgo de nuevas pandemias y reducir las posibilidades de contenerlas. Por otro lado, cortar la financiación de programas de vacunación masiva en países sin recursos, además de condenar a millones de niños y niñas a un futuro de enfermedades graves, es una garantía de la reaparición y extensión de males que estaban cuando menos contenidos, sino erradicados. Polio, sarampión… Si no es por la salud de otros, que sea por la de nuestros hijos. Nos estamos disparando en el pie.
La cooperación internacional también ha ayudado a fortalecer instituciones públicas, esenciales para conformar democracias más sólidas. No solo con fondos, también intercambiando experiencias y conocimientos, en forma de asistencia técnica. Reformas en el poder judicial, el legislativo y apoyo al desarrollo de políticas públicas en cualesquiera de los terrenos que éstas sustentan: de la salud y la educación, a las infraestructuras o la innovación tecnológica. Hay programas de cooperación destinados a propiciar un entorno que facilite la inversión y la actividad productiva de las empresas. Otras líneas se han dirigido, especialmente en países con democracias frágiles, al apoyo a organizaciones de Derechos Humanos, de transparencia y monitoreo de los poderes públicos, y de defensa de la participación ciudadana. Todo ello apuntando a estados estables y cohesionados socialmente que trabajen por el bienestar de su ciudadanía y contribuyan a la estabilidad global. Objetivos importantes y razonables, que resuenan marcianos en el mundo de hoy.
Hay que proteger la Ayuda internacional. Por muchas razones. También por ser fuente de esperanza en el futuro
Para terminar, y dejando de lado otros argumentos habituales en defensa de la Ayuda, asociados con el poder blando y los intereses geopolíticos de los gobiernos donantes, creo que un mundo sin Ayuda será más peligroso y también más gris y áspero.
La RAE define “Ayudar” como “prestar cooperación” y también como “auxiliar, socorrer”. Cooperar, en lugar de centrarnos en competir, es la mejor manera de progresar y enfrentar retos que requieren de la colaboración de muchos y diferentes actores y países. Auxiliar al que sufre es el mejor reflejo del ser humano, distinto del ser bestia. La Ayuda refuerza el sentido de solidaridad entre pueblos y ha sostenido luchas cruciales por la justicia social. La Ayuda, a su vez, se sustenta en los valores éticos más profundos de la humanidad, en aquello que nos hace personas que cuidamos, sentimos y actuamos por otros. Sin distinguir ni discriminar. Cerca o lejos. Solo por el hecho de estar frente a seres humanos que sufren.
Hay que proteger la Ayuda internacional. Por muchas razones. También por ser fuente de esperanza en el futuro. Un bien escaso e indispensable.
Varios gobiernos han recortado o incluso cancelado sus fondos de Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) en los últimos meses. Hace unas semanas el nuevo gobierno de Estados Unidos despidió a la mayor parte del personal de su agencia de ayuda, USAID, y suspendió los recursos asignados a proyectos y respuestas humanitarias. Su presupuesto en 2024 fue de 40.000 millones de dólares. Poco después, el Reino Unido anunció un incremento de su gasto militar en un 0,2% de su PIB a costa del mismo porcentaje de su AOD. Antes fueron otros países europeos y la propia UE los que anunciaron recortes progresivos, aunque no con la severidad ni brusquedad del caso norteamericano.