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Barbara Castle, la madre política (y laborista) de Margaret Thatcher
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Celia Maza

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Barbara Castle, la madre política (y laborista) de Margaret Thatcher

  La muerte de Margaret Thatcher y sobre todo, los preparativos de su funeral ceremonial -que no de Estado- han dividido a

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La muerte de Margaret Thatcher y sobre todo, los preparativos de su funeral ceremonial -que no de Estado- han dividido a la sociedad británica. Amada y odiada, los críticos han de reconocer al menos dos de sus logros: fue la primera mujer que ocupó el cargo de primer ministro y la líder que más tiempo ha estado en Downing Street durante el siglo XX. Marcó un hito, pero su carrera no habría sido la misma si otra mujer no le hubiera abierto las puertas años antes.

Gran desconocida para el público, Barbara Castle, la reina roja. Fue la dama más importante del Partido Laborista, la responsable de que las mujeres cobraran el mismo salario que los hombres, la personalidad arrolladora que se enfrentó a los sindicatos, la primera fémina que ocupó un ministerio…  Castle hizo historia en Gran Bretaña mucho antes de que la hija del tendero de Grantham se trasladara al número 10.

Fallecida en 2002 a los 91 años fue descrita por Michael Foot, quien después lideró el partido laborista, como “la mejor ministra socialista que hemos tenido nunca". Inteligente, sexy, decidida, autora de algunos de los mejores diarios políticos de su época, fue la mujer más destacada que ha producido el movimiento obrero del Reino Unido. Hasta sus amigos más íntimos temían su temperamento. Testigo singular de la izquierda del Siglo XX, con su melena cobriza que supo imponer sus normas en un mundo de hombres. Ironías de la vida, fue su papel en el Partido Laborista lo que allanó luego el camino a la Dama de Hierro, la líder más importante de la formación tory.

Inteligente, sexy, decidida, autora de algunos de los mejores diarios políticos de su época, fue la mujer más destacada que ha producido el movimiento obrero del Reino Unido

Barbara era la tercera hija de Frank Betts, un inspector de Hacienda, ocupación que por aquel entonces era un seguro de vida. En un momento de incertidumbre económica terrible, el trabajo del padre garantizaba buenos ingresos a la familia. Su progenitor fue un ardiente socialista y un intelectual que aprendió por sí sólo griego, islandés, español e italiano lo suficientemente bien como para leer textos originales. Frank y su esposa Annie creían que el socialismo no sólo era un credo político sino una forma de vida. Lo veían como una doctrina de redistribución económica y justicia, pero también una forma de dar acceso a todo el mundo a la educación, la música y el arte.

Barbara creció, por tanto, entre los pilares de la igualdad social, pero pronto se dio cuenta que la vida real era de otra manera. La primera vez que sintió exclusión como mujer fue en Oxford, la elitista universidad donde tuvo que abrirse camino en un mundo dominado por los hombres.

Comenzó un romance con un hombre mayor y casado, William Mellor, una figura destacada de la izquierda intelectual con quien compartió su vida hasta que él falleció, en 1942. Editor fundador de Tribune, una revista progresista, fue el padrino que necesitaba para introducirse en el mundo que siempre quiso, el de la política, un sueño que había hecho realidad Nancy Astor en 1919 al convertirse en la primera mujer elegida para la Cámara de los Comunes.

Tras una serie de derrotas -igual que le ocurrió a Thatcher- Barbara finalmente consiguió en 1945 un escaño por la circunscripción de Blackburn, asiento que ocupó hasta que se jubiló en 1979. Fue la diputada más joven del reducido grupo de féminas que en aquellas elecciones consiguió meterse en el Parlamento. Su juventud llamaba la misma atención que su melena pelirroja.  Mientras, se casó con el periodista Ted Castle, un hombre que sabía cómo capturar la imaginación del público. Estuvieron juntos durante 34 años, hasta que él falleció en 1979. No tuvieron hijos.

Barbara vio inmortalizado el comienzo de su carrera con una doble página en Picture Post. Desde el principio supo acaparar la atención de la prensa. Sus encantos personales le consiguieron un gran número de admiradores. Su apasionada defensa de las causas de la izquierda, le garantizaron también un ejército de detractores.  Sus protestas contra el trato que recibían los detenidos por apoyar a Mau Mau en Kenia, o su denuncia por la brutalidad de los soldados debían mantener la paz en Chipre no dejaron indiferente a ningún bando.

En 1964, cuando su aliado político Harold Wilson se convirtió en primer ministro, fue nombrada responsable de la cartera de ayuda internacional. Desde el principio, destacó por ser una ministra brillante. Era una mujer con un claro sentido del deber, un genio para atraer la atención del público, una hábil figura para salirse siempre con la suya. 

En 1966, a pesar de no tener carné de conducir, se convirtió en la responsable del Departamento de Transporte. Recibió un aluvión de críticas. “No sabe conducir y encima es mujer, lo que faltaba”, señalaban sus enemigos a los medios. Con todo, sus programas sentaron cátedra. Primero luchó contra la alcoholemia al volante. Luego con la importancia de los cinturones de seguridad. En 1968 su fama había alcancazo tal cota que algunos observadores se referían a ella como la siguiente líder del Partido Laborista.

En un momento en el que el Gobierno y los sindicatos habían llegado a un punto de ruptura debido a las reivindicaciones salariales, la inflación y el valor de la libra, Wilson le propuso su mayor reto nombrándola ministra del departamento de Trabajo y Productividad.

Barbara llevó al Ejecutivo al borde de la catástrofe cuando intentó introducir la reforma sindical en contra de la abrumadora oposición de los diputados liderados por Jim Callaghan, que más tarde se convertiría en primer ministro. Pero se supo reponer al impulsar la histórica Ley de Igualdad Salarial de 1970 que garantizaba el mismo salario a hombres y mujeres. Fue su última gran contribución antes de los laboristas perdieran las elecciones de ese mismo año.

Pero su camino no terminó ahí. De nuevo en el Gobierno entre 1974 y 1976, reformó radicalmente las pensiones y prestaciones por hijo, pagando la ayuda directamente a la madre en vez de incluirla en la nómina del padre.

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La muerte de Margaret Thatcher y sobre todo, los preparativos de su funeral ceremonial -que no de Estado- han dividido a la sociedad británica. Amada y odiada, los críticos han de reconocer al menos dos de sus logros: fue la primera mujer que ocupó el cargo de primer ministro y la líder que más tiempo ha estado en Downing Street durante el siglo XX. Marcó un hito, pero su carrera no habría sido la misma si otra mujer no le hubiera abierto las puertas años antes.

Margaret Thatcher