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Dos imperios y una carta
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José Zorrilla

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Dos imperios y una carta

Es agosto de 1941 y corren los días terribles en los que, en Europa, solo Inglaterra y Suiza están libres de la garra del nazi-fascismo. Dos

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Es agosto de 1941 y corren los días terribles en los que, en Europa, solo Inglaterra y Suiza están libres de la garra del nazi-fascismo. Dos hombres maduros deciden el destino del mundo después de haberse encomendado al Dios de las tormentas. Se encuentran a bordo de un buque de guerra en las aguas brumosas del Atlántico Norte. Se llaman Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt. El primero, emparentado con el ducado de Malborough; el otro, descendiente de los habitantes de un Nueva York que todavía se llamaba Nueva Ámsterdam.

Seguro que lo han estudiado y, casi con seguridad, les habrán dicho que en esa ocasión memorable el presidente de los USA dio a Inglaterra lo que pedía a través de un instrumento que se llamó la Ley de Préstamo y Arriendo. No es del todo cierto. Lo primero que FDR le preguntó a Churchill fue cuáles eran sus planes para después de la guerra, pues él no iba a mandar a sus chicos a luchar por el Imperio Británico. Como buen progresista e hijo del pacifismo de Wilson, FDR pensaba que tanto la II como la I Guerra Mundial habían venido de la división del mundo en áreas comerciales defendidas por una metrópoli. Tan pronto como se aboliesen esas barreras y se instalase el libre comercio habría paz perpetua. Churchill aceptó todo el paquete antiimperialista sin vacilar.

Como buen progresista e hijo del pacifismo de Wilson, Roosevelt pensaba que tanto la II como la I Guerra Mundial habían venido de la división del mundo en áreas comerciales defendidas por una metrópoli

¿Qué otro remedio le quedaba? La Carta del Atlántico, se llamó al acuerdo. Breton Woods, que siguió en 1944, no fue tan radical pues respetaba la soberanía monetaria de los Estados. Cada uno conservaba su moneda y decidía un tipo de cambio fijo que podía devaluarse. Solo el dólar se referenciaba al oro y se convertía en moneda universal.

Llegó 1970 y Nixon entendió que mantener la guerra de Vietnam y continuar con el encaje del oro en el dólar era imposible. Así que en vez de abrir conversaciones de paz con Hanói se deshizo de la referencia al oro. Al ver que se les pagaba con papelitos, los productores de petróleo subieron el precio de su mercancía. Fue el nacimiento de los petrodólares, de la OPEP y de las colas de los árabes ricos en Harrods. Entretanto se iba viniendo abajo el paradigma de Keynes. Había subido mucho la presión fiscal desde la original del 15%, sobre la que el gran economista había construido sus tesis y las obras públicas se hacían con volquetes y grúas, no tanto con músculo, así que abrir zanjas no ayudaba a alentar la demanda agregada vía consumo privado inducido por el gasto público.

Se descubrió también que la inflación no generaba empleo, se argumentó que subir los impuestos no generaba mayor recaudación (Reagan/Laffer) y se olvidó, selectivamente, la obra de Minsky sobre las burbujas financieras. Vino Friedmann. La mejor manera de luchar contra el paro era dejar que la economía respirase libre de intervenciones públicas. Sobre estas bases se montó el llamado Consenso de Washington y el libre comercio recibió un nuevo empujón. Hasta entonces se había mantenido en un discreto segundo plano en dos encarnaciones distintas, el ITO y el GATT. Les sustituyó la Organización Mundial de Comercio.

Aquí se produce un cambio de paradigma. Hasta entonces si una empresa quería tener acceso a un mercado nacional tenía que entrar en subasta con otras empresas y pujar por su lugar al sol en esa nación/Estado. A partir de la OMC se exige que los bienes se fabriquen donde resulte más rentable para el factor capital. Desde ahí, son los estados los que entran en puja con las empresas globales para que se instalen en su territorio y puedan fabricar bienes para el mercado planetario.

Arranca con esta lógica un experimento social de alcance imprevisible, pues el mundo no está políticamente organizado sobre la base del capital más lucrativo, sino sobre la legitimidad de procesos históricos seculares (el Estado nación). Esta contradicción entre máximo beneficio para el capital y fronteras territoriales del Estado nación está en la base de todo. Con la fuga de capitales a países con salarios de derribo cae el empleo en los Estados nación de Occidente y las sociedades se polarizan entre unos pocos ricos y muchos pobres: baste decir que hoy el índice de desigualdad de los EEUU es igual al de China y las rentas de trabajo suponen menos del 60% del PNB.

Es imposible casar este fenómeno con el sufragio universal político así que, o se hace idiotas a los ciudadanos, o se incrementa el control social… o ambas cosas. No hace falta repartir heroína por los barrios pobres como dicen ETA y Podemos. Lean La Francia que cae, de Bavarez. Defiende algo mucho más efectivo y, por supuesto, legal: el final de la enseñanza secundaria y la concentración de esfuerzos en la parte más alta de la franja educativa, los Centros de Altos Estudios. En cuanto al control, la NSA y Google nos llevan por el camino de 1984, la distopía de George Orwell. Otra distopía pertinente es la de Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Todos bellos y jóvenes hasta el momento final, divididos en “alpha” (minoría opulenta) y “betas” (mayoría precarizada), una existencia apoyada en la droga (“soma”, léase tranquilizantes, que consumimos a cascoporro) y una muerte escondida. Añádanle un toque de Blade Runner y tendrán completo el panorama.

Con la fuga de capitales a países con salarios de derribo cae el empleo en los Estados nación de Occidente y las sociedades se polarizan entre unos pocos ricos y muchos pobres: baste decir que hoy el índice de desigualdad de los EEUU es igual que el de China

A pesar de todo, el contrato social existe. Y la tradición democrática también. Los USA, en principio, eran los únicos favorecidos con el libre comercio ya que eran un mercado de escala, el dólar era moneda universal y sus FFAA engullían el 50% del gasto militar mundial. Pues ni siquiera con esas gabelas. Tuvieron que recurrir al crédito y a derogar la Ley Glass-Steagall, con lo que se abole la distinción entre banca de negocios y banca comercial y se puede titularizar la basura financiera para colocarla urbi et orbe.

Por fin, cuando estalló esa burbuja en 2008 y Paulson, presidente de la Fed y exhombre de acero de Goldman Sachs, interrumpió la reunión que tenía con los CEO de todos los bancos americanos para pedir a su mujer Wendy que rezase por él, se temió el Apocalipsis. Para que no viniese se inventó la manivela del Banco Central. No había otra. Si no se pueden bajar los impuestos (fiscal) y los tipos de interés tampoco, porque han entrado en la trampa de la liquidez (monetario), no queda otra sino tunear la masa monetaria. Lo que empezó siendo una medida extraordinaria es hoy indispensable tanto en Washington como en Frankfurt. Así que el sistema sobrevive a costa de hacer cada vez más frágil el castillo de naipes. Ganamos tiempo aunque no se sabe muy bien para qué, porque Europa se está también dividiendo en Alemania y el resto. Aclaremos que, en términos globales, Alemania también se limita a ganar tiempo porque ella tampoco tiene masa crítica para sobrevivir al tsunami de un capital que es como el Holandés Errante.

Sin embargo, no todos pierden. China gana y no comparte valores. Así que ha abierto un contra-Breton Woods en Shanghái con dos apartados: un contra-Banco Mundial y un contra-FMI. Forman con ella Brasil e India, y entre los tres rondan el 30% del PNB mundial. En fin, cuando veo a los manifestantes antiglobalización dando caña me entran ganas de gritarles: “Es la Carta del Atlántico, idiotas”. Abriría un webinar con ese tema. Y, para los que quisieran nota, les hablaría del Imperio Británico y sus preferencias imperiales. Yo todavía he comido en Londres chuletas de cordero neozelandesas que parecían de buey de León y cubierto mis tostadas con mantequilla salada de allende los mares. Y, para los que quisieran nota, les hablaría del Conde de Aranda y del otro Imperio, el basado en la extracción, los convoyes, la lealtad al Rey absoluto y de batallas épicas entre los dos Imperios: Cartagena, Tenerife, Florida, Filipinas... “Dos Imperios y una Carta”, se llamaría el webinar. En fin, fantasías, nunca termino de decidirme. ¿Y ustedes? ¿Nunca han soñado con orientar un poco a esos chavales que no han tenido maestros? ¿Creen también que todo se originó con la Carta del Atlántico y el libre comercio o les parece una extravagancia?

Anímense, por favor. Opinen. 

Es agosto de 1941 y corren los días terribles en los que, en Europa, solo Inglaterra y Suiza están libres de la garra del nazi-fascismo. Dos hombres maduros deciden el destino del mundo después de haberse encomendado al Dios de las tormentas. Se encuentran a bordo de un buque de guerra en las aguas brumosas del Atlántico Norte. Se llaman Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt. El primero, emparentado con el ducado de Malborough; el otro, descendiente de los habitantes de un Nueva York que todavía se llamaba Nueva Ámsterdam.

Winston Churchill Gasto público Banco Mundial Fondo Monetario Internacional (FMI) Globalización Franklin D. Roosevelt