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Por qué en el próximo terremoto volverán a morir italianos

Italia es un país de altísimo riesgo sísmico, algo que las autoridades y la población han hecho poquísimo por atajar. El desvío de fondos se da la mano con el fatalismo mediterráneo

Foto: Equipos de rescate buscan entre los escombros en Amatrice, el 29 de agosto de 2016 (EFE)
Equipos de rescate buscan entre los escombros en Amatrice, el 29 de agosto de 2016 (EFE)

Cuando los filósofos Voltaire y Jean-Jacques Rousseau se enzarzaron en una sonada gresca sobre el origen del mortífero terremoto que había sacudido Lisboa en 1755 -el primero echándole la culpa a la Providencia, el otro a las tropelías del hombre-, el joven Kant optó por el pragmatismo y se puso a reflexionar sobre las causas de los seísmos y cómo evitar morir por estos eventos. No obstante, tres siglos después de aquello, los fantasmas de Voltaire y Rousseau han vuelto a agitarse en Italia, alimentando una polémica que continúa hasta nuestros días, y cuyo último capítulo ha tenido lugar precisamente por el gran terremoto que sacudió los Apeninos centrales el pasado miércoles 24 de agosto, acabando con la vida de casi 300 personas. ¿Ocurrió por la altísima sismicidad de zonas que a la vez son bellos y frágiles burgos medievales? ¿O ha sido por la construcción de obras, públicas y privadas, en zonas de riesgo sin reglas antisísmicas y sin control en los materiales?

“Estamos hablando de burgos medievales”, dijo el primer ministro, Matteo Renzi, al hacer hincapié en las particularidades históricas y arquitectónicas de la zona donde se produjo el seísmo. “Hubo retrasos, corrupción y mala gestión”, han acusado los críticos. “Las muertes son culpa de la actuación del hombre, no del seísmo”, subrayó el obispo de Rieti, moseñor Domenico Pompili, en los conmovedores funerales celebrados el pasado martes en Amatrice, delante de 38 ataúdes de los fallecidos en el terremoto.

Italia es, en efecto, una nación increíblemente peligrosa desde un punto de vista sísmico. El país se halla asentado en una zona de encuentro entre dos placas tectónicas, concretamente, la placa euroasiática —así como una subplaca llamada adriática— y la africana, la cual está moviendo el país hacia los Balcanes. Algo que, a su vez, está provocando, además de los terremotos que se han producido en el territorio, el encogimiento del mar Adriático de dos milímetros por año, según los expertos. De hecho, la zona del seísmo de 6 grados de la escala Ritcher del pasado día 24, cuyo epicentro se localizó cerca del pueblo de Accumoli, se asemeja a otro temblor de similares características que se produjo en 1639 en Amatrice, cuyo casco antiguo quedó en ese entonces destruido de una manera similar a como volvió a ocurrir ahora, según el Servicio Nacional de Geofísica y Vulcanología de Italia. Otros terremotos de relieve que afectaron a la misma región fueron los de L’Aquila en 2009 y de Colfiorito en 1997, algo que refleja que la falla apenina es una de las más activas de Italia (otra es la que se encuentra bajo los Alpes, que provocó el trágico terremoto de Friuli en 1976).

Sicilia, Friul-Venecia Julia, Campania, Basilicata, las Marcas, Umbría, Apulia, Molise, los Abruzos, Emilia-Romaña, Lombardía, Lacio. De las 20 regiones italianas, 12 han sido golpeadas por terremotos destructivos desde el 14 enero de 1968, cuando se produjo el gran terremoto de Belice, en Sicilia. E incluso antes de esa fecha hay más ejemplos si se hurga en los archivos: el del terremoto de Piamonte y Liguria (año 1564, cerca de 1.000 muertos), de Toscana (1920, 300 muertos) y de Calabria (1905, 557 muertos). Un contexto que, por supuesto, hace que sea evidente que no todo es atribuible a la debilidad humana o a la inoperancia estatal.

Fondos desviados y negligencias

No obstante, lo que también es cierto es que, en época moderna, Italia ha empleado poco y mal el dinero que destinó a la reconstrucción de zonas afectadas por terremotos. Según publicaba la prensa italiana en estos días, haciéndose eco de un informe realizado por el Consejo Nacional de los Ingenieros y presentado en el Congreso, se estima que en 44 años (de 1968 a 2012) han sido destinados 122.000 millones de euros a obras de reconstrucción, una enorme cifra que, sin embargo, no ha cubierto ni siquiera el total de los gastos directos (a inmuebles e infraestructuras) provocados por los seísmos (147.000 millones de euros). Por no hablar de los costes indirectos, es decir, aquellos derivados por las pérdidas de puestos de trabajos y otros daños económicos, ni de las cifras de muertos, que, en el mismo periodo, han sido de casi 5.000.

De ahí también que sea entendible que la justicia italiana -y en particular la fiscalía de Rieti- haya abierto varias investigaciones sobre algunas reconstrucciones sospechosas y obras de manutención en la zona afectada por el último terremoto italiano. Un caso muy llamativo es, en este sentido, el de la escuela Capranica de Amatrice, sobre la cual pesan graves sospechas acerca de cómo se manejaron los fondos para su reconstrucción, y sobre quiénes la declararon como segura permitiendo su uso. Y, asimismo, otro es el caso de la comisaría de Carabinieros de Accumoli, que también recientemente había sido reestructurada y que hoy luce agrietada por dentro y por fuera. Y más escandaloso aún es el tema de L’Aquila, la ciudad víctima del seísmo de 2009 y donde solo parte de los fondos anunciados por el entonces Gobierno de Silvio Berlusconi han llegado, algo que, como consecuencia, hace que hoy, siete años después, sea todavía imposible acceder al el centro histórico de la ciudad. Además de ello, cerca de 17.000 puestos de trabajo no han sido recuperados (un -15% en la tasa de ocupación), según el sindicato CGIL.

Diferente, en cambio, es el ejemplo de Norcia, tan citado en estos días, pues el pueblo, a pesar de situarse cerca del epicentro y de que posee casi el doble de los habitantes de Amatrice ( 4.500 versus 2.500), no ha sufrido daños tan severos como otros, y ni un solo habitante ha muerto, gracias a unas reconstrucciones (bien hechas, por supuesto) en los setenta y ochenta.

Dicho esto, también hay que admitir que, por ejemplo, el urbanismo de Japón -que muchos comentaristas han mencionado en estos días debido a su concienzuda preparación ante los frecuentes terremotos- no se asemeja al de Italia. “Hasta 1980, solo el 25% de las casas eran consideradas de riesgo sísmico, mientras que hoy podemos estimar que el 70% de los edificios en Italia no cumple con los requisitos”, con las subsecuentes consecuencias, ha recordado el departamento de Prevención de Riesgos Naturales del Instituto ENEA. De ahí que, en Italia, hoy solo uno de cada cuatro edificios respeten las actuales reglas para prevenir los eventos sísmicos -aprobadas en 1974 y luego revisadas-, a pesar de que ello cueste solo el 10% más en el momento de la construcción, como afirmó esta semana una investigación del portal immobiliare.it.

Así las cosas, Voltaire y Rousseau, con toda probabilidad, seguirán batallando... Esperemos, eso sí, que sea mientras escuchan a Kant.

Cuando los filósofos Voltaire y Jean-Jacques Rousseau se enzarzaron en una sonada gresca sobre el origen del mortífero terremoto que había sacudido Lisboa en 1755 -el primero echándole la culpa a la Providencia, el otro a las tropelías del hombre-, el joven Kant optó por el pragmatismo y se puso a reflexionar sobre las causas de los seísmos y cómo evitar morir por estos eventos. No obstante, tres siglos después de aquello, los fantasmas de Voltaire y Rousseau han vuelto a agitarse en Italia, alimentando una polémica que continúa hasta nuestros días, y cuyo último capítulo ha tenido lugar precisamente por el gran terremoto que sacudió los Apeninos centrales el pasado miércoles 24 de agosto, acabando con la vida de casi 300 personas. ¿Ocurrió por la altísima sismicidad de zonas que a la vez son bellos y frágiles burgos medievales? ¿O ha sido por la construcción de obras, públicas y privadas, en zonas de riesgo sin reglas antisísmicas y sin control en los materiales?

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