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Mi historia del Brexit como corresponsal
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Celia Maza

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Mi historia del Brexit como corresponsal

El Brexit comenzó a ser parte de mi rutina. Personal y laboral. Es más, profesionalmente, el Brexit engulló a todo lo demás. Llegué a pensar en secuestrar a Mr. Speaker

Foto: Una manifestación anti-Brexit. (Reuters)
Una manifestación anti-Brexit. (Reuters)

No sé explicar aún la sensación que tuve en ese vagón de metro aquella mañana del 24 de junio de 2016. No había dormido nada la noche anterior cubriendo el lento recuento electoral. Tenía aún las palabras —y sobre todo el tono de voz— de David Dimbleby, presentador de la BBC, grabadas: “Señores, estamos fuera”.

Había interiorizado tanto aquello de que “la relación entre el Reino Unido y la UE no era de amor, pero tampoco era tan mala como para terminar en divorcio” que había terminado por creérmelo. Quería creérmelo. En mi cabeza, de alguna manera, el Brexit había sido arrinconado como una posibilidad remota. Por lo que mis tripas aún estaban digiriendo el resultado: 51.9% frente al 48.1%.

Foto: Vehículos hacen cola a la entrada a Gibraltar el pasado 5 de noviembre. (EFE)

En aquel vagón de metro recuerdo un silencio sepulcral. Seguramente sería el mismo silencio que el de todos los días. Pero para mí, esa mañana se percibía todo de manera completamente distinta. Tenía un directo con la televisión en Westminster. Sin embargo, en lugar de ir leyendo todas las últimas noticias en el móvil como siempre hago, me quedé absorta mirando a la gente. “¿Qué habéis hecho?”… “¿Qué me habéis hecho?”.

Una espectadora involucrada

Sí, lo reconozco. La campaña había estado tan centrada en la cuestión migratoria que en un primer momento me sentí rechazada. Como corresponsal, llevaba años analizando la sanidad, educación o política británica como algo ajeno a mí. Era mera espectadora. Pero con el Brexit fue la primera vez que sentí cómo todo aquello repercutía directamente en mi vida. Y de manera negativa además. Tenía un sentimiento como estar “menos en casa”.

Llegué a Londres el 27 de agosto de 2007. Mis padres me habían regalado por mi 26 cumpleaños tres maletas de color azul turquesa. En la despedida del aeropuerto de Madrid, les había entregado a ellos y a mis hermanos unas cartas. El adiós fue duro. Pero al aterrizar se me quitó de golpe toda la angustia. Londres me había atrapado ya años antes. Sabía que me estaba esperando.

placeholder Un manifestante contra el Brexit en Westminster. (Reuters)
Un manifestante contra el Brexit en Westminster. (Reuters)

Nunca vine con un plan determinado. Pero para cuando se celebró el referéndum del Brexit, llevaba ya una década en el país. Me lo había recorrido de norte a sur, de este a oeste. ¿Ese era el propósito de vivir fuera, no? Conocer a los británicos, saber cómo respiran, qué les gusta, qué comen, qué leen. Aun hoy cuando tengo ocasión me escapo a un “Bed & Brekfast” de un pueblo perdido, de esos que tienen la habitación empapelada con motivos florales rosas y moqueta verde en el baño.

Foto: El 'premier' británico, Boris Johnson. (EFE)

Después de diez años, seguía sintiéndome como extranjera. Y me encantaba. Lo percibía como algo positivo. Tenía (y tengo) todavía esa capacidad de sorpresa. Me apasionaba seguir conociendo palabras nuevas o costumbres. Y me tenía encandilada toda la multiculturalidad que me rodeaba.

Para entonces ya había conocido a Praj y Oscar y me habían invitado a su boda en la India. Ella hindú y el colombiano. Me habían hecho madrina de Leo, el hijo de mi primer compañero de piso, un inglés de ascendencia italiana casado con una irlandesa nacida en Australia. En definitiva, la pregunta “¿tú de dónde eres?” Formaba parte de mi día a día. Me encantaba sentirme extranjera. Pero en ese vagón de metro aquella mañana del 24 de junio de 2016, sentía que la palabra había tomado otra connotación.

Brexit las 24 horas del día

En febrero de 2017, me escapé un fin de semana a Broadstairs, un pueblecito perdido en la costa donde mi amiga Ana me había llevado el verano de 2005. Charles Dickens lo visitaba con frecuencia, inmortalizándolo como “Our English Watering Place”. Había sido mi primer contacto con el Reino Unido y lo tenía idealizado. Cuando llegué aquel febrero, no pude evitar buscar cómo habían votado en el referéndum: una amplia mayoría por abandonar la UE. Me dio un pinchazo por dentro.

El Brexit comenzó a ser parte de mi rutina. Personal y laboral. Es más, profesionalmente, el Brexit engulló a todo lo demás. Dejé de cubrir cultura, ir a exposiciones, hacer entrevistas que no fueran por y para el Brexit.

Y, poco a poco, comencé a ver todo con otro prisma. En la burbuja de Londres, donde prácticamente la mayoría venimos de fuera, muchos británicos que no conocía de nada me pedían perdón al enterrarse de que era española. “Me siento avergonzado, de verdad”, decían.

Pero, al mismo tiempo, también conocí a ingleses que, casi apurados, me explicaban cuáles habían sido sus razones para votar por el Brexit y me contaban el rechazo que ellos mismos sentían en determinados círculos al exponerlas. Esa realidad era nueva para mí: el rechazo que sentían en su propio país aquellos que habían votado por la salida del bloque.

Foto: Boris Johnson (Reuters)

Comenzaron las arduas negociaciones con Bruselas. Y con ellas los eternos debates en la Cámara de los Comunes, las crónicas de madrugada, los fines de semana pegada al ordenador. Entiendo la frustración que ha generado durante todos estos años la clase política. Pero con perspectiva, pongo ahora en duda la frase que tantas veces he escrito yo misma en mis artículos: ¿realmente se ha vivido la mayor crisis existencial de Westminster? Quizá haya sido todo lo contrario.

Dentro del marco legal, diputados de uno y otro bando han conseguido utilizar todas las herramientas que estaban a su alcance para cambiar en el último minuto los acontecimientos. En un país sin Constitución escrita, ser testigo de cómo sacaban del baúl procedimientos arcaicos o presentaban astutas enmiendas ha sido fascinante.

¿Y si secuestro a Mr. Speaker?

Reconozco que, ante la carencia de sueño, en algunos momentos llegué a plantearme secuestrar al Mr. Speaker. No pensaba en un rescate económico, sino en la ansiada jornada de desconexión. Aunque de haber materializado mi elaborado plan —sin más detalles que plantarme allí y llevármelo— aquello habría supuesto otro 'breaking news', que me habría dado más trabajo.

En cualquier caso, durante estos años he podido comprobar que el poder no está tanto en Westminster, sino en los 'lobbies'. Empezando por las cenas en Belgravia organizadas por George Soros para intentar tener un segundo referéndum y terminando por las comidas en el selecto New York Athletic Club en pleno Manhattan con los americanos más pudientes del círculo de Nigel Farage. “Es en este mundo donde se cuece todo”, me llegó a decir una fuente, cuando ilusa de mí, le pregunté si pensaba en presentarse para diputado.

Lo cierto es que estos mundos no son tan inaccesibles como parece. La información, de alguna manera u otra, acaba finalmente saliendo. El problema es que el electorado no la lee. Estando a su alcance, no le muestra atención. Y llego a entenderlo. La rutina de cada día nos consume. El trabajo, la familia… cuando uno tiene un respiro quiere ver una serie de Netflix, no ponerse a indagar lo que estuvo detrás de la campaña del referéndum del Brexit.

Foto: Imagen de 'Thanks for your Like'. (Pixabay) Opinión
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Pero al mismo tiempo, siento una inmensa frustración de que esta información pase desapercibida. ¿Somos meras marionetas? Es cierto que encuentro tremendamente interesante tomar cafés con unos y otros. Escuchar. Observar. Relacionar detalles y nombres que van saliendo de aquí y allá.

Durante estos años yo no he tenido acceso a documentos confidenciales. La gran parte de la información para mis reportajes, proviene de periódicos, libros, podcast, webs de ministerios, Comisión Electoral, juzgados… En definitiva, fuentes que están al alcance de todos.

placeholder Boris Johnson. (Reuters)
Boris Johnson. (Reuters)

Se ha demostrado —y se ha publicado—, que la campaña euroescéptica cometió irregularidades, que se rompieron las reglas, que se excedió de la financiación legalmente permitida. Se ha demostrado —y se ha publicado— que Boris Johnson mintió. La información estaba ahí, al alcance de todos. Pero los británicos lo acaban de convertir en primer ministro con una victoria aplastante que no se vivía con el Partido Conservador desde los tiempos de Thatcher. Y hay que respetarlo porque las urnas son sagradas.

Precisamente por eso me esté planteando ahora seriamente solicitar el pasaporte británico. Tras confirmar que eso no me hace perder mi pasaporte español, es una idea que me ronda la cabeza. Nada está aún decidido. Pero tras más de doce años viviendo en el Reino Unido, quizá ya no quiera ser mera espectadora de la democracia británica. Quizá quiera participar ahora en ella, ejerciendo mi derecho a voto porque las decisiones que se tomen Westminster van a determinar ahora mi vida de una manera muy distinta.

Foto: El candidato laborista Jeremy Corbyn. (Reuters) Opinión

Como comunitaria es algo que jamás me habría planteado. He crecido dentro de una Unión Europea en la que he planeado vacaciones en el último momento, sin necesidad de solicitar visado, donde me han tratado en urgencias de un hospital si he tenido algún problema, donde he podido ir a vivir a un sitio sin tener previamente un contrato laboral, donde he ampliado mi formación académica sin tener que pagar más dinero que los británicos por la matrícula… Pero todo eso ha llegado a su fin. El Reino Unido abandona el bloque porque así lo han decidido los británicos. Y hay que respetarlo.

Comienza para ellos una nueva etapa. Y también para mí.

Cada uno tiene su historia del Brexit. Esta es la mía.

No sé explicar aún la sensación que tuve en ese vagón de metro aquella mañana del 24 de junio de 2016. No había dormido nada la noche anterior cubriendo el lento recuento electoral. Tenía aún las palabras —y sobre todo el tono de voz— de David Dimbleby, presentador de la BBC, grabadas: “Señores, estamos fuera”.

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