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Juan González-Barba Pera

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Patriotismo e irredentismo

El irredentismo es una de las fuerzas con mayor potencial de generar violencia, y quizá la mayor amenaza que se cierne sobre la Unión Europea

Foto: El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán. (Reuters/Radovan Stoklasa)
El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán. (Reuters/Radovan Stoklasa)

La nación, como cualquier creación humana, se incardina en el tiempo, con un origen determinado, modificaciones y mutaciones a lo largo del devenir de los años, y, en muchos casos, un final, que a veces es solo una desaparición temporal para reemerger en otra época. El patriotismo o sentimiento de afecto que genera la nación –el patriotismo no se solapa exactamente con la nación, pues puede orientarse asimismo hacia una comunidad infranacional o supranacional- también se proyecta en el tiempo. En la fase inicial de la nación, conocida por la expresión inglesa de nation building, el patriotismo está volcado hacia el futuro, imaginando el territorio correspondiente a la nación soñada.

Pero existe otra mirada patriótica, dirigida hacia el pasado, aunque con efectos en el presente y en el futuro, que también se conoce como irredentismo. Este último sentimiento patriótico es doloroso, pues se alimenta de una noción de pérdida, de desgarro de un territorio y de sus habitantes, que corresponde por derecho histórico a la nación en cuestión. El irredentismo conoce diferentes estadios según la intensidad con que se viva: latente, sin apenas efectos en la conciencia colectiva; vago, cuando ha traspasado el umbral de la conciencia, con efectos más bien folclóricos; activo, cuando está presente a todas horas y se diseñan estrategias para alimentarlo y realizarlo si se dieran las circunstancias apropiadas; agudo, cuando se encuentra en fase de ejecución.

El origen geográfico de la nación se sitúa en la parte occidental de Europa y, tras la Revolución francesa, la lógica nacional se exportó a Europa central y oriental, modificando incluso la propia percepción de los imperios continentales sobrevivientes: austro-húngaro, otomano y ruso. El siglo XIX fue, en Europa central y oriental, un tiempo de nation building, con proyectos incompatibles en cuanto al territorio imaginado y cuyo choque originó la Primera y Segunda Guerras Mundiales. Al final de ambas guerras hubo vencedores y vencidos, con grandes modificaciones en los mapas y, por tanto, con territorios soñados que se incorporaron a algunos proyectos nacionales y territorios que se desgajaron de otras naciones. En este último caso, con nuevas minorías que quedaron del lado "equivocado" de la frontera, surgieron sentimientos irredentistas con distinta intensidad, prestos a atizar el malestar para recuperar lo perdido en un nuevo ciclo de violencia. Durante la Guerra Fría, en la Europa occidental bajo la égida estadounidense, y en la central y oriental bajo la égida soviética, se siguieron distintas estrategias para combatir el patriotismo irredentista.

En Europa occidental se inició en 1951 un proyecto de integración europea, en una primera fase limitado al carbón y al acero y, a partir de 1957, ampliado al mercado común sustentado en las cuatro libertades, con vocación de desembocar en una unión política de manera gradual. En la fundación de un proyecto de este tipo, subyacía la idea de acabar para siempre con el irredentismo en Europa. Después de cada ciclo de violencia en el continente, siempre había un perdedor o perdedores que esperaban una nueva oportunidad para resarcirse, y recuperar lo que creían que les pertenecía. Los territorios irredentos que mayor emoción generaban eran los que se habían cedido en el último acuerdo de paz, a los que había que sumar los reivindicados por el irredentismo de larga data, e incluso el mítico, reavivado y actualizado por antropólogos, literatos, arqueólogos y folkloristas.

Foto: El hemiciclo del Parlamento Europeo antes de un pleno. (EFE/Archivo/Olivier Hoslet) Opinión
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En un momento determinado había que frenar los recurrentes ciclos de desquite, y ese fue en Europa occidental el 25 de marzo de 1957, fecha en la que se firmó el tratado de Roma. Alsacia y Lorena, región que había oscilado durante el siglo anterior entre Francia y Alemania, iba a quedar definitivamente bajo soberanía francesa, pero en Estrasburgo se situaría la sede del Parlamento Europeo, símbolo de la reconciliación franco-germana, sobre la que se construiría la reconciliación del resto de los Estados miembros de la CEE (luego UE). Al potenciar la cooperación transfronteriza, incrementada décadas más tarde gracias al espacio Schengen, se trasladaba la perspectiva patriótica al día a día de la vida de los residentes a uno y otro lado de la frontera, apostando por las complicidades de la convivencia diaria frente a las construcciones mentales importadas desde las respectivas capitales. Era en estas donde habían surgido y se habían elaborado las ideas nacionales y patrióticas, para ser luego trasladadas a las periferias, cuyos habitantes asumían e interiorizaban la incompatibilidad con, y la hostilidad hacia, los proyectos nacionales vecinos.

De cuando en cuando, un apóstol de la verdad nacional se desplazaba a la frontera en disputa para soliviantar los ánimos, siendo el ejemplo por excelencia el de Gabriele D’Annunzio y su efímero Estado Libre de Fiume. Por otra parte, las distintas políticas comunes de la CEE/UE reforzaban el sentimiento de solidaridad y las complicidades compartidas. En otras palabras, ya en las capitales, ya a lo largo de las fronteras, ya en el resto del territorio nacional, no se negaba la existencia del sentimiento irredentista, sino que se trabajaba a conciencia para rebajar su intensidad desde una fase activa a otra vaga, y de esta a una latente, con la intención de que no volviera a despertar nunca más.

Foto: Vista de las banderas en el exterior del Parlamento Europeo. (EFE) Opinión

En la parte comunista de Europa, tanto en los países bajo influencia soviética como en la antigua Yugoslavia, el enfoque seguido fue muy distinto, porque partió de un negacionismo: las minorías que quedaron "atrapadas" en los Estados "equivocados" no tenían nada que temer, porque las grandes guerras habían sido ocasionadas por la codicia capitalista; la solidaridad de la clase obrera prevalecería sobre las sensibilidades nacionales, fuera cual fuera el marcador diferencial: lingüístico, religioso o étnico. Sin embargo, cuando volvió la libertad de expresión, salieron a relucir sentimientos nacionales reprimidos durante las dictaduras comunistas. Estos eran más intensos, incluido el irredentismo, que los experimentados en la parte occidental del continente, ya que la construcción nacional había sido más reciente. Por otro lado, no hubo tiempo para una aceptación gradual del contorno territorial de la posguerra porque más fuerte aún era el deseo de ingresar en la UE, proceso que concentró todas las energías. Hubo un caso, sin embargo, en que la perspectiva de adhesión se aplazó porque el Estado, en la forma que se había conocido desde 1918, implosionó, haciendo revivir las guerras post-yugoslavas de la década de los noventa patriotismos irredentistas incompatibles entre sí.

La modificación fronteriza más aparatosa y reciente, que databa del final de la Segunda Guerra Mundial concernía especialmente tanto a la frontera entre Alemania y Polonia como, hacia el Este, a las fronteras entre Polonia y Lituania, Belarús y Ucrania. Existía no obstante otra modificación importante, anterior, que fue la experimentada por las fronteras húngaras con sus vecinas Austria, Eslovaquia, Rumanía, Ucrania, Croacia y Serbia, fijadas en el tratado de Trianón de 1920 y reconfirmadas después de la Segunda Guerra Mundial, revirtiendo las ganancias territoriales durante esta última guerra, y mantenidas tras la desaparición de Checoslovaquia, Yugoslavia y la URSS. Para Hungría, Trianón fue una catástrofe nacional, pues perdió dos tercios de su territorio histórico y millones de húngaros se convirtieron en minorías nacionales en los estados vecinos, principalmente en las actuales Eslovaquia, Rumanía, Ucrania y Serbia.

El trauma no solo se refería a la pérdida de húngaros étnicos que pasaban a ser nacionales de otros países. También el territorio histórico de la corona de San Esteban se había sacralizado, incluido el mayormente habitado por las entonces minorías croata, serbia, rumana, eslovaca y ucraniana. De hecho, tras el Ausgleich de 1867, la parte húngara del imperio se opuso sistemáticamente a conceder autonomías semejantes a la que ella misma gozaba a otras naciones que habitaban en su seno, e intentó una magiarización de la lengua y cultura en todo su territorio.

Foto: El candidato rumano antisistema, George Simion. (EFE/EPA/Robert Ghement) Opinión

Hungría ocupa una de las regiones geográficas que, por su centralidad y lo peculiar de su geografía, ha sido clave en la historia europea. Desde la conversión al cristianismo de la dinastía Arpad por Esteban I, paralela a la fundación del Reino de Hungría, el país y su cultura son indisociables de la historia y civilización europeas. La lista de los hombres y mujeres ilustres de origen húngaro sin los cuales no se entendería la Europa actual es interminable, en todos los ámbitos. Los húngaros reclaman con razón su condición de Antemurale Christianitatis, pues ningún pueblo sufrió en tal grado los efectos de las invasiones mongolas y luego otomanas, de ahí la importancia de un encaje armonioso de Hungría en el seno de la UE para el futuro de ésta.

Este no es el caso en los últimos años del Gobierno presidido por Viktor Orbán, fundador e inspirador del grupo Patriotas por Europa. Algunas de las razones que alega, similares a las del resto de los miembros de dicho grupo, carecen en realidad de consistencia. Como se expuso en otro artículo, las discrepancias en materia de valores de raíz cristiana, migratorias o de transición verde, o bien se refieren a cuestiones que no son de competencia comunitaria, o bien, si lo son, no se explicita que las discrepancias traen su origen del mayor peso de otros grupos ideológicos en los órganos decisorios de la UE. Esta última es neutral respecto a las decisiones que se tomen en política migratoria o transición energética, de manera que si cambiaran los equilibrios políticos en el seno de la UE se podría también cambiar el sesgo de las decisiones comunitarias en los ámbitos citados. En otras palabras, no se entiende la hostilidad hacia la UE en tanto que "entidad supranacional", si solo fuera por las discrepancias relacionadas con los tres temas citados.

Otra cuestión distinta tiene que ver con el Estado de derecho. El primer ministro húngaro fue uno de los que acuñó el término "democracia iliberal". Si por liberalismo se entiende un sistema de pesos y contrapesos limitadores del poder ejecutivo emanado directa o indirectamente de las urnas, ahí sí que hay un problema de difícil resolución. La UE es, por esencia, una entidad liberal, entendida en su más amplio sentido, esto es, como una organización caracterizada por innumerables cortapisas que impiden la emergencia de un poder avasallador que imponga su única voluntad, ya sea una institución frente a otra si se extralimita en sus competencias, ya, en el terreno de la real politik, uno o varios Estados grandes frente a otros pequeños si pretenden saltarse los procedimientos establecidos en la toma de decisiones.

Foto: Andre Ventura, del Chega!. (EFE) Opinión

Como los Estados miembros son parte integrante del engranaje de la UE, a través del Consejo de Ministros y del Consejo Europeo, se da por sentado que en el seno de cada uno también imperará el Estado de derecho. Si surgen discrepancias en este ámbito, existen instrumentos financieros y, en última instancia, el recurso al Tribunal de Justicia Europeo para solucionarlas. Pero si estas persistieran y el gobierno del Estado miembro en cuestión considerara que su proyecto nacional es incompatible por cualquier razón con la pertenencia a la UE, siempre cabe una medida extrema, de la que ya existe un precedente, cuando el Reino Unido invocó el artículo 50 del tratado de la Unión Europea para iniciar el procedimiento de una salida negociada.

Pero el Gobierno húngaro nunca ha indicado que albergue intención de hacerlo, por lo que es lícito intuir que la hostilidad pueda deberse a una causa más profunda aún, cuya materialización no significaría el abandono de la UE por parte de un Estado miembro, sino más bien la destrucción misma de la UE. Es el patriotismo irredentista el que asoma la cabeza en gestos, declaraciones, actitudes y tomas de posiciones políticas. Ello no ha sucedido en el vacío, sino desde que el adalid europeo del irredentismo en nuestra época, Vladímir Putin, hizo que, con sus decisiones, Rusia pasara de un irredentismo activo a otro agudo a partir de la guerra ruso-georgiana de 2008. La conquista de Crimea de 2014, el fomento de las insurgencias prorrusas en el Donbás y, sobre todo, la invasión a gran escala de Ucrania en 2022, han vuelto a poner el irredentismo en el centro de la escena europea. A este nuevo virus no han sido inmunes aquellos organismos más expuestos a su contagio, y Hungría es muy vulnerable. Trianón sigue pesando en la conciencia nacional y, cuanto más se reavive el recuerdo, más difícil será sobrellevarlo: todo aquel que haya visitado el monumento de la unidad nacional en Budapest, construido para conmemorar el centenario del tratado de Trianón, comprende de inmediato la sensibilidad que sigue teniendo esta cuestión para los húngaros.

Existe el riesgo –o al menos así lo perciben la mayor parte de los vecinos de Hungría- de que el sentimiento revisionista se aproxime a una fase aguda también en el interior de la UE. Si esto ocurriera, sería el final del proyecto de integración, que saltaría por los aires. Para evitar toda suspicacia, sería clave que el gobierno húngaro tomara distancias del revisionismo ruso, que intenta disfrazarse de una contrarrevolución tradicionalista y antiwoke. El contagio podría en caso contrario extenderse a otras fuerzas políticas del mismo grupo ideológico, para las que la cuestión irredentista nacional no figura en el conjunto de ideas compartidas explícitamente, aunque casi todos los proyectos nacionales cobijen, si quiera de modo latente, la añoranza por algún territorio perdido, que fácilmente podría ser activada si cambiaran las circunstancias en Europa. Y, conectando con el otro extremo ideológico, este irredentismo de cuño tradicionalista se abrazaría al otro de estirpe revolucionaria que engloba a los seguidores de la "Europa de los pueblos".

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin. (Foto: Getty Images)

La UE ofrece una alternativa que es la única realista si se quiere contentar a todos en la medida de lo posible sin que se abra la caja de Pandora del irredentismo generalizado: protección de las minorías, fomento de la cooperación transfronteriza, estímulos para su participación en la vida política del Estado donde radican las comunidades minoritarias, y desarrollo de una identidad europea que complemente a las respectivas nacionales.

Todas las ideologías son posibles, salvo aquellas que pongan en riesgo la misma existencia de la comunidad en que se asientan. No nos podemos permitir que el proyecto europeo fracase y, sobre todo, no podemos ayudar en este propósito a las fuerzas hostiles externas a la UE. Porque el resurgir del irredentismo –ya lo estamos viendo en la agresión rusa a Ucrania- sólo trae violencia y, cuando esta se desencadena, se convierte en la peor de las plagas, como nos recuerda una y otra vez la historia.

La nación, como cualquier creación humana, se incardina en el tiempo, con un origen determinado, modificaciones y mutaciones a lo largo del devenir de los años, y, en muchos casos, un final, que a veces es solo una desaparición temporal para reemerger en otra época. El patriotismo o sentimiento de afecto que genera la nación –el patriotismo no se solapa exactamente con la nación, pues puede orientarse asimismo hacia una comunidad infranacional o supranacional- también se proyecta en el tiempo. En la fase inicial de la nación, conocida por la expresión inglesa de nation building, el patriotismo está volcado hacia el futuro, imaginando el territorio correspondiente a la nación soñada.

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