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Reflexiones europeas
Por
El talante liberal
El liberalismo en su acepción más amplia, como límite al poder, tiene en la UE su encarnación institucional más acabada
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El liberalismo ha sido siempre una rara avis, hasta el punto de que no siempre se le encuentra donde se supone que está y, en cambio, se le halla a menudo bajo las más variopintas etiquetas. Es la más esquiva de las familias ideológicas que integran el llamado "consenso europeo", junto a conservadores (denomino así a todas las corrientes que integran el PPE) y socialdemócratas –y, prácticamente incluido en él, aunque no hubieran votado a favor de la actual Comisión Europea, también ecologistas-.
Si se tuviera que resumir la esencia de cada una de ellas, lo primero que se viene a la cabeza es "reformas graduales, con grado notable de aceptación del statu quo" (conservadores); "protección social de los más desvalidos e igualdad de oportunidades" (socialdemócratas); "priorización de políticas que aceleren la transición verde" (ecologistas). ¿Cuál sería la enjundia de la ideología liberal? La mayoría, incluidos los que profesan tal ideología, se inclinaría por describirla como "intervención mínima del Estado, principalmente, pero no solo, en la economía", y añadirían como corolario principal "la necesaria bajada de impuestos".
Y, sin embargo, es una definición reduccionista, porque sólo incide en un aspecto, y no necesariamente el más importante, de un enfoque liberal de la vida social. Puede ser útil acercarse a las ideologías tomando prestadas actitudes de la órbita religiosa: la actitud conservadora incide en la acción de gracias por lo que se tiene, en la conciencia de que el mundo es imperfecto y todo es susceptible de estropearse más; la actitud socialdemócrata anhela acelerar la llegada del otro mundo en este, donde impere la justicia; la actitud ecologista alerta del fin del mundo, con ribetes apocalípticos, si no se actúa con determinación; la actitud liberal, a diferencia de las otras tres, no pondría tanto el foco en la comunidad de fieles y sus circunstancias, sino en el individuo en sí, y su tendencia a abusar de cualquier situación de poder en que se encuentre. Porque el liberal no es complaciente, como el conservador, ni optimista llevado por la fe en el progreso, como el socialdemócrata, ni temeroso del fin de los tiempos, como el ecologista. Es, sencillamente, pesimista.
Naturalmente, esta caracterización básica no es extrapolable al programa de los partidos políticos miembros de cada una de las respectivas familias ideológicas mencionadas, porque en todos ellos impera una mezcla de ingredientes: ninguno es revolucionario y parten de la realidad tal cual es, aunque se la describa desde distintos puntos de vista; todos quieren garantizar una igualdad de oportunidades, aunque difieran en el alcance e instrumentos; todos han aceptado, en mayor o menor grado, el imperativo de una transición ecológica; y todos son conscientes de que no hay democracia sin límites al poder, resumidos en lo que se conoce como "estado de Derecho".
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Si acaso, entre los ingredientes, predomina en cada uno de ellos aquel que da el sabor principal a la mezcla, y esto ni siquiera es así en circunstancias excepcionales, como se ha visto recientemente en el histórico cambio de posición de la CDU alemana en materia de endeudamiento. En definitiva, todos aceptan el brebaje final decantado en el alambique del consenso europeo, hecho de la combinación de sus ingredientes favoritos y de los del resto.
En puridad, el genuino credo liberal va más allá de la intervención mínima del Estado en la economía y la bajada de impuestos: una economía con un grado suficiente de independencia del poder político no deja de ser, al margen de consideraciones estrictamente económicas sobre la mayor o menor eficiencia de la fórmula de máximos, un límite adicional al poder político, como lo son una justicia y unos medios de comunicación independientes, o una sociedad civil pujante y libre de influencias ajenas a su propia actividad.
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Además, si de lo que se trata es de poner cortapisas al poder, este puede ser tanto el político-estatal como el de los grandes operadores económicos, proclives a abusar de su posición dominante sin mecanismos de control que garanticen la libre competencia y proscriban las prácticas monopolísticas o de colusión oligopolística, por lo que ningún liberal en el sentido más profundo del término abogará por que el Estado haga dejación de sus funciones de árbitro, incluido el reequilibrio de oportunidades. Más que de una ideología liberal, por tanto, se debería hablar con más propiedad de un talante liberal. Y esta ideología –o, preferiblemente, talante- debería ser ingrediente básico de cualquier triaca ideológica, desde luego en los regímenes democráticos.
Y esta es la gran paradoja del liberalismo: que su éxito principal estriba en que destiña en grado suficiente sobre el resto de las ideologías consideradas. De no ser así, todas ellas evolucionan hacia degeneraciones de la democracia, anteponiendo lo revolucionario a lo reformista: ya sea la revolución reaccionaria, que pretende retrotraernos al pasado, a pesar de que el tiempo "no vuelve ni tropieza", ya la revolución socialista, cuyos altos ideales fueron sistemáticamente frustrados por los abusos de la nomenclatura comunista, ya el fundamentalismo ecologista, aun sin ejemplos en la escena internacional, porque es labor titánica revertir en un par de legislaturas comportamientos humanos que se retrotraen a muchos siglos atrás. No se disciernen, sin embargo, efectos dañinos en una hipotética "revolución del Estado de derecho", porque toda profundización en los límites del poder, en sus pesos y contrapesos, redundará en beneficio de cualquier sociedad.
Por eso, cuando se habla de "revolución liberal", se toma el nombre del liberalismo en vano. Hubo, cierto es, un momento de la historia de Occidente en que el liberalismo cobró protagonismo y se situó en el centro de la escena, cuando se desmanteló el Antiguo Régimen, pero pronto los revolucionarios liberales esposaron la ideología conservadora, en la forma a veces, siempre en el fondo, y sin la aportación de las corrientes socialistas, feministas y ecologistas, el talante liberal no habría sido capaz, por sí solo, de jugar en el terreno de juego en que disputan el partido las democracias plenas en la actualidad.
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Porque la política, la mejor política, es siempre un juego en democracia, en que toda victoria o derrota no es el final de la partida, sino una nueva ocasión para barajar las cartas. O para alinear de nuevo a los jugadores para el partido de vuelta. El equipo conservador tratará de igualar el marcador de ida si le vale con el goal average para la victoria; el socialdemócrata, ganar con holgura, llevado por su fe en el progreso que premia a los visionarios; el ecologista, ganar por goleada, porque solo así tomará conciencia el público de los retos a los que se enfrenta la Humanidad. ¿Y el equipo liberal? Pues elegirá arbitrar el partido.
Por eso, los partidos políticos liberales no tienen la misma ambición de poder que sus rivales. O quizá sea mejor decir que la tienen, pero de distinta naturaleza. La máxima ambición sería, paradójicamente, su inexistencia, esto es, que las instituciones y órganos reguladores y de control de una sociedad fueran tan sólidos, y que la necesidad de levantar límites al poder estuviera tan interiorizada por los actores políticos, que no fuera necesaria una fuerza política con la etiqueta explícita de liberal.
Si al final entra en juego, los casos más exitosos de partidos liberales se han dado en países con democracias parlamentarias en que, con un mínimo porcentaje de votos y escaños, pueden actuar como socio menor de coalición, y, eventualmente, como partido bisagra en apoyo de una coalición diferente. El ejemplo de partido liberal más logrado fue el alemán dirigido por Hans-Dietrich Gensher, que fue ministro durante veintitrés años –y diez de ellos como vicecanciller- del Gobierno federal alemán, dirigido alternativamente por democristianos y socialdemócratas.
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¿No es más exitoso aún el caso del partido Renaissance, presidido por Emmanuel Macron, que lo llevó a la presidencia de la República en dos ocasiones, y que está integrado en el grupo liberal del Parlamento Europeo? No necesariamente. Un partido liberal mayoritario es más bien una contradicción en términos. En este caso, se trata de una suerte de sinécdoque política, porque se extrapola la habitual posición central de los liberales cuando fungen de bisagra entre conservadores y socialdemócratas para describir un partido que ocupa el centro del escenario tras haber absorbido elementos situados a su derecha e izquierda. El caso francés remite más bien a una crisis del sistema tradicional de partidos que a la ambición, mucho más modesta, de un partido liberal minoritario en un sistema parlamentario.
El talante liberal es la actitud menos dogmática de entre las que compiten en el espacio central o consensual de las democracias plenas. De ahí que sea la suya una actitud a la vez desconfiada y de respeto en relación con otro tipo de conjuntos de creencias y valores presentes en la vida pública. Me refiero a las religiones. En lo que se refiere desde luego al cristianismo, el talante liberal toma la palabra a su fundador, cuando dijo "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".
Superada la hostilidad inicial en su choque decimonónico con el Antiguo Régimen, imbuido y sustentado por una Iglesia con vocación de exclusividad, el liberalismo ha mantenido, por lo general, una actitud de respeto mutuo con la Iglesia. La corriente liberal actual ha normalizado su relación con esta última, pero mantiene a veces una actitud muy combativa hacia una religión cada vez más presente en las sociedades occidentales, como es el islam. Recordando lo que fue su confrontación histórica con la Iglesia, es importante que no dogmatice las razones que le asiste en su exigencia de un espacio público neutral desde el punto de vista religioso, así como que las comunidades musulmanas interioricen y adapten la práctica de su religión a un espacio público cuya evolución ha diferido en los dos últimos siglos a la registrada en la mayoría de los países musulmanes. De hecho, esto es la regla y no la excepción de lo que está ocurriendo, pero se tiende a poner el foco en los casos excepcionales. De nuevo, conviene distinguir entre el talante liberal, que debe permear todas las fuerzas políticas centrales, y los idearios de tal o cual partido político que se autodenominan como liberales.
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Vienen al caso unas breves consideraciones sobre las relaciones entre liberalismo y nacionalismo. Es quizá aquí donde los choques echen más chispas. Desde luego en España, en que se recuerda la combatividad de Ciudadanos, adscrito al grupo liberal, contra la ideología nacionalista, aunque en otros países donde los nacionalismos tienen mucha pujanza, como ocurre en Bélgica, los partidos liberales se alinean en el seno de los distintos grupos nacionales. Me limitaré a decir que de lo que se trata es de evitar dogmatismos, esto es, conseguir que el talante liberal prevalezca sobre una explícita etiqueta liberal. Y esto tanto en el ámbito nacional, como en el regional, donde compiten sentimientos identitarios nacionales que muchas veces se viven como compatibles, pero otras como contrapuestos y excluyentes.
Quiero decir, que el talante liberal ha de permear también a los partidos nacionalistas, como desde luego ha sucedido en un caso concreto en España en el pasado, olvidado en el presente. Porque, a fin de cuentas, y por volver al símil religioso que utilicé en la aproximación a la ideología ecologista, el apocalipsis y la llegada del fin de los tiempos no son inminentes, o no deben vivirse como tal. En la Iglesia, la percepción de vivir tiempos apocalípticos, recurrente a lo largo de su historia, ha sido siempre precursora de épocas de violencia, por abandono de las normas y mandamientos concebidos para situaciones de normalidad. San Agustín ya alertó contra la tentación mesiánica, y la jerarquía eclesiástica ha procurado seguir su consejo. En definitiva, en la medida que el talante liberal tenga cabida en los partidos de ideario nacionalista y/o independentista, ello favorecerá que, durante la espera hasta el cumplimiento del objetivo soñado, se acepte jugar la partida según las reglas acordadas y, por qué no, recuperar un papel arbitral, más o menos criticado, pero que existió y que hoy se ha perdido casi por completo.
No extrañará que, entendido el talante liberal de esta manera, pueda afirmarse que la Unión Europea sea la versión institucional más acabada de este enfoque, si de lo que se trata es de poner límites al poder de una persona o de unas pocas personas. Ha tenido dos destacados precedentes históricos en la era predemocrática de Europa: el Sacro Imperio Romano Germánico y la República de Venecia, cuyas respectivas autoridades ejecutivas estaban sometidas a innumerables cortapisas y contrapoderes. El recuerdo de ambos ha sido relativamente rehabilitado a la luz de la nueva realidad que es la Unión Europea, tras haber sido denigrados por el Estado nación, de vocación totalizadora si no se lo incardina en un cuadro constitucional de inspiración liberal, como los casos de los regímenes nazi y fascistas de entreguerras nos recuerdan.
Con distintos planteamientos, algunos Estados nación, dentro y fuera de la UE, vuelven a las andadas contra una criatura que rompe sus esquemas, y esta vez lo hacen so capa de democracias iliberales que menosprecian a una organización "globalista y decadente". Pero un poder constreñido no equivale a un poder inerme e indefenso: quizá no sea casualidad que el Sacro Imperio y la República de Venecia hayan sido las organizaciones políticas más longevas de la historia europea, con más de un milenio de vida, y que ambas recibieran el estoque definitivo del primer y máximo exponente de la glorificación del Estado nacional contemporáneo, Napoleón Bonaparte.
El liberalismo ha sido siempre una rara avis, hasta el punto de que no siempre se le encuentra donde se supone que está y, en cambio, se le halla a menudo bajo las más variopintas etiquetas. Es la más esquiva de las familias ideológicas que integran el llamado "consenso europeo", junto a conservadores (denomino así a todas las corrientes que integran el PPE) y socialdemócratas –y, prácticamente incluido en él, aunque no hubieran votado a favor de la actual Comisión Europea, también ecologistas-.