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Ser Emmanuel Macron en la era de Donald Trump

La victoria del joven presidente prueba que el problema no es el mensaje sino el envoltorio. Pero su Gobierno estará lejos de ser un camino de rosas: el entorno no podría ser más hostil

Foto: Emmanuel Macron camina hacia el escenario en la plaza del Museo del Louvre para un discurso tras su victoria, el 7 de mayo de 2017. (Reuters)
Emmanuel Macron camina hacia el escenario en la plaza del Museo del Louvre para un discurso tras su victoria, el 7 de mayo de 2017. (Reuters)

A veces la historia, como las novelas, se escribe con trazos muy finos. Basta recordar que las elecciones que en 1968 llevaron a Richard Nixon a la Casa Blanca iba camino de ganarlas Robert Kennedy, hasta que cuatro balas se cruzaron en su camino.

Estaba escrito que las elecciones presidenciales francesas versaran sobre el miedo. El miedo al terrorismo internacional, que repetidamente ha golpeado el suelo francésdurante los últimos años. El miedo a que el populismo que campa a sus anchas a ambos lados del Atlántico, hiciese una parada catastrófica en el corazón de la vieja Europa. El miedo a la inmigración, a la robotización, a los acuerdos comerciales. Pero sucedieron varios hechos imprevistos.

El primero, que por primera vez en la historia de la V República francesa, un presidente en ejercicio renunciase a su reelección tras un solo mandato. No se trató de un sacrificio heroico: en noviembre de 2016, poco antes de anunciar su retirada, la valoración de Hollande se situaba en un paupérrimo 4 por ciento.

Estaba escrito que las elecciones presidenciales francesas versaran sobre el miedo. Pero sucedieron varios hechos imprevistos.

El segundo, que el candidato del centro-derecha, Francois Fillon, hasta hace unos meses indiscutible favorito, se enredase explicando por qué su mujer e hijos recibieron dinero público durante años por un trabajo que nunca realizaron, utilizando para ello una excusa que podría servir como obituario de una época: se trataba, dijo, “de una costumbre arraigada en la clase política francesa”.

Y el tercero, que los socialistas, contagiados del mismo virus que acecha a la socialdemocracia en toda Europa, eligiesen al candidato con peores expectativas electorales.

Así que las elecciones francesas tomaron un rumbo inesperado: por un lado, la candidata de la ultraderecha, Marine Le Pen, por el otro un candidato independiente, Emmanuel Macron.

Han corrido ríos de tinta para explicar la fortaleza del Frente Nacional, que ha sido constante en Francia durante los últimos quince años. Una de las más atinadas se la leí por primera vez al investigador del CSIC Fernández-Albertos, al señalar una importante diferencia entre el Estado del bienestar español y el francés: en España tienen un mayor peso la protección sanitaria y educativa, en las que la competencia entre usuarios es menor (muchos usuarios pueden disfrutar al mismo tiempo de un excelente servicio sanitario o educativo), mientras que en Francia predominan las políticas de vivienda y de rentas, cuya naturaleza es más competitiva (cuando disfrutamos de una vivienda protegida o recibimos un salario, nuestra suerte relativa resulta mucho más evidente en comparación con quienes nos rodean). Esta diferencia habría larvado las tensiones sociales durante años, especialmente en las zonas obreras desindustrializadas, con altas tasas de paro y de población inmigrante.

El surgimiento de Macron es más reciente, y responde a factores distintos. Macron es un candidato bastante peculiar para los patrones franceses. Empezó su carrera en el banco de inversión Rothschild. Después, dejó su lucrativo empleo para trabajar como asesor del Presidente Hollande, su mentor político, quien lo nombraría Ministro de Economía. Durante su mandato, promovió una agenda de reformas que puso patas arriba los atrabiliarios intereses establecidos en Francia, hasta que su ambicioso proyecto de reformas fue edulcorado por la Asamblea nacional. Pese a este pulso político (o gracias a él, según se mire) Macron se convirtió en uno de los políticos más populares del gabinete.

Macron podría haber apostado por una campaña segura, pero decidió que el FN había sido la única voz en algunas zonas durante demasiado tiempo

Macron podría haber apostado por una campaña segura. Por amarrar el apoyo de los votantes urbanos con estudios superiores, lo que en España ha sido la base electoral de los nuevos partidos. Una campaña patricia, al estilo de la de Jacques Chirac en 2002, que se negó a debatir con el fundador del Frente Nacional, el primer Le Pen. Hubiese ganado de todas formas, dado el cierre de filas del republicanismo francés en torno a su candidatura en la segunda vuelta (admirablemente expresado por el candidato socialista derrotado, al distinguir entre “adversarios políticos” y “enemigos de la República”). Pero Macron decidió que durante demasiado tiempo la única voz que se había oído en algunas zonas de Francia era la del Frente Nacional.

Hace unos días, Le Pen trató de reventar una visita de Macron a una fábrica de Whirlpool en Amiens, amenazada de traslado a Polonia. Le Pen llegó un par de horas antes de la anunciada visita de Macron, y se dedicó a rociar con gasolina los ánimos. Cuando llegó Macron había neumáticos ardiendo. En lugar de amilanarse, insistió en su discurso: “Los inmigrantes no son responsables de vuestra situación, y echarlos no hará nada por remediarla. Tampoco cerrar las fronteras. Lo que sí sería efectivo es reformar los servicios sociales, la administración, y las regulaciones que protegen los intereses corporativos, en contra de los trabajadores y los consumidores". A la vista de los resultados, enfrentar al populismo de cara no parece una mala estrategia: en Marsella, cuna de las tensiones sociales en Francia, en la primera vuelta Macron quedó en tercer lugar, detrás de Jean-Luc Mélenchon y Le Pen. Ayer arrasó con un 65% % de los votos.

Como ha sido una constante en nuestra historia política (Mitterrand antes que Felipe, Chirac antes que Aznar, o incluso, el Frente Popular de Blum antes que el de Azaña), lo que ocurre en Francia puede servir como entremés de nuestro destino histórico. ¿Qué lectura cabe hacer, en clave nacional, de la victoria de Macron? La primera, la más obvia, es que cuando la socialdemocracia juega a vestirse de izquierda radical, los electores suelen preferir el original a la copia. Para qué votar a Hamon cuando tenemos una opción inmaculada en Mélenchon, debieron pensar los franceses. Tan inmaculado como para resistirse a pedir el voto en contra de Le Pen en la segunda vuelta.

Una segunda lectura, menos comentada, es la siguiente: aunque no hay una única de razón de por qué Macron ha triunfado donde Hillary Clinton fracasó, en frenar al populismo, es evidente que su proyecto ofrecía novedades de las que adolecía la candidata demócrata. Puede decirse que la receta menos efectiva contra el populismo, la que peor funciona, son dos tazas de la vieja política.

No es de extrañar que, repasando los candidatos que concurren a las primarias socialistas en nuestro país, cualquier simpatizante pueda pensar aquello que se le atribuye al primer presidente de la I República española, Estanislao Figueras, que ante sus dificultades políticas exclamó en un Consejo de ministros: “Estoy hasta los coj.. de todos nosotros!”.

Y una última reflexión, más general, sobre las elecciones primarias: un método que elige a Hamon en Francia, a Jeremy Corbyn en el Reino Unido, o a Hillary Clinton en EEUU (probablemente la candidata con el peor perfil para frenar a Trump), o que en España restringe las opciones a Sánchez y Diaz, ¿es realmente un método eficaz? Los socialistas alemanes, por ejemplo, eligieron otro rumbo: iban camino de una debacle electoral. En lugar de primarias, reunieron una especie de cónclave de sabios y eligieron, sin estridencias, a Martin Schulz. Seguramente pierdan igualmente, pero han convertido en competitivas las próximas elecciones en Alemania, lo que ya de por sí tiene un notable valor político.

Macron parece haberse equivocado de lugar y de tiempo. Por el bien de los europeos, debemos desearle que acierte en todo lo demás

La socialdemocracia vive estos días su enésima crisis existencial. Vista su distinta suerte en unos y otros países, uno se pregunta si la verdadera crisis no es de fondo sino de forma, de procedimiento: en particular, sobre cuál es el mejor método para elegir a sus líderes. Por qué se eligen a candidatos derrotados de antemano. Por qué, teniendo al futuro presidente de la Republica en tu gabinete, lo empujas a tomar la puerta de salida, para elegir a un ministro que lleva años arremetiendo contra tu proyecto político.

Hasta ahora Macron, como pedía Napoleón a sus generales, ha tenido suerte. Pero su camino no está exento de incertidumbres. Incluso si confirma su victoria, Macron tendrá que gestionar la colaboración con una asamblea nacional en la que su partido no tendrá mayoría. Los cisnes negros acechan detrás de las urnas. Como un personaje de Hergé, Macron parece haberse equivocado de lugar y de tiempo. Por el bien de los europeos, debemos desearle que acierte en todo lo demás.

Decía Lincoln que EEUU representaba la última mejor ilusión sobre la faz de la tierra (“the last best hope”). Hace tiempo que los americanos renunciaron a serlo, y prefirieron representar una tragedia, una “carnicería americana” (“an American carnage”) como la bautizó el Presidente Trump. Dicen los botánicos que las flores más delicadas nacen en los entornos más inhóspitos. Es posible, solo posible, que ayer empezase a brotar una en Francia.

Isidoro Tapia es economista y MBA por Wharton

A veces la historia, como las novelas, se escribe con trazos muy finos. Basta recordar que las elecciones que en 1968 llevaron a Richard Nixon a la Casa Blanca iba camino de ganarlas Robert Kennedy, hasta que cuatro balas se cruzaron en su camino.

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