Tribuna Internacional
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Derribar estatuas no cambiará el pasado, pero debemos repensar algunas
Por el mero hecho de encontrarse en el espacio público, las estatuas de personajes históricos tienen en parte la finalidad de servir como modelo de conducta para los ciudadanos
El domingo pasado, en Amberes y Bruselas, durante las manifestaciones de repulsa por el asesinato de George Floyd a manos de un policía en Mineápolis, fueron atacadas con pintura y líquido inflamable dos estatuas del rey Leopoldo II de Bélgica, y en el caso de la primera el ayuntamiento decidió retirarla de su ubicación. En Virginia, Estados Unidos, los manifestantes derribaron una estatua de Williams Carter Wickham, un general confederado, y en ciudades como Montgomery o Nashville y en el campus de la Universidad de Misisipi se pintaron o derribaron estatuas de otros militares del ejército sureño y de políticos defensores de la segregación. En Londres, fueron atacadas las estatuas de Robert Milligan —un tratante de esclavos—, que ha sido retirada de la plaza del East End en la que estaba, y de Winston Churchill. El alcalde londinense ya ha dicho que esta última se quedará donde está. En Bristol, se derribó la de Edward Colson, otro traficante de esclavos.
Todos estos personajes fueron, de acuerdo con los estándares morales actuales, racistas, aunque su papel histórico sea dispar: desde la imposición de un régimen terrorífico de explotación en el Congo, en el caso del rey belga, a la corresponsabilidad en la derrota del nazismo, en el caso del primer ministro británico. Sus biografías producen desde una repulsa absoluta a una cierta incomodidad. Ahora bien, todas son importantes en la historia. ¿Acaso no deben ser recordadas, aunque en algunos casos sirvan como ejemplo negativo?
Las estatuas de personajes históricos situadas en lugares públicos no son propiamente, o no solamente, lecciones de historia. Por el mero hecho de encontrarse en el espacio público, tienen en parte la finalidad de servir como modelo de conducta para los ciudadanos. Eso conlleva problemas y ambigüedades: ¿cómo podemos determinar quién puede ser un modelo para la actualidad cuando su vida se rigió por los códigos morales de hace uno, dos o tres siglos? Por esa razón, en muchos casos, esas estatuas deberían estar en los museos. En ellos, sería posible entender el contexto histórico en el que desarrollaron su actividad y juzgarles sin caer en la falacia de que todo el mundo debe ser medido con nuestros valores presentes.
En muchos casos, esas estatuas deberían estar en museos. En ellos, sería posible entender el contexto histórico en el que desarrollaron su actividad
Tal vez a un afroamericano le parezca imposible sentirse un ciudadano igual mientras se glorifique públicamente a un militar que luchó en la guerra para poder seguir sometiendo a sus antepasados, por no hablar de un traficante que directamente vendía y compraba vidas. Pero no puede negarse el papel histórico de estos personajes. Los museos quizá puedan resolver esa paradoja de una manera que es imposible en el espacio público.
Más allá de eso, las ambigüedades seguirán existiendo. Churchill fue un tipo aborrecible en innumerables sentidos —es muy recomendable la larguísima y extraordinaria biografía que le dedica Andrew Roberts, publicada en la editorial Crítica—, pero también un emblema de la defensa de la democracia frente a la tiranía en Europa. Algunos historiadores rigurosos como David Van Reybrouck afirman que Leopoldo II fue un hombre de una crueldad extraordinaria, pero no un genocida. En sus tiempos, Edward Colson —la estatua caída en Bristol— fue considerado un hombre de negocios modélico, que entregó grandes cantidades de dinero para financiar hospitales, escuelas e iglesias —como recordaba ayer el 'Financial Times'—, pero cuyas riquezas procedían en parte del transporte de 84.000 personas que iban a ser convertidas en esclavos. De manera instintiva, diría que mantendría sin dudarlo una estatua de Churchill en la vía pública, pero no una de Leopoldo II o de Colson, por muchos matices que puedan hacerse a sus trayectorias y por mucho que sea necesario conocer sus figuras.
Todos tenemos brújulas morales distintas. Y debemos asumir que, en ocasiones, la nuestra no encaja plenamente con la de los tiempos que vivimos. Ayer mismo, y de nuevo en el contexto de las manifestaciones antirracistas, se anunció que la plataforma de películas y vídeos 'online' HBO iba a relegar 'Lo que el viento se llevó', la película sobre el sur esclavista de Estados Unidos, por su conflictivo retrato de la esclavitud, y que la BBC retira de su plataforma 'Little Britain', una comedia cruel pero divertida que se ensaña con algunos personajes de clase baja y pertenecientes a minorías. 'Lo que el viento se llevó' tiene 81 años. 'Little Britain', 15. Parece que la moral cambia con una rapidez cada vez mayor. Y, ahora mismo, en un sentido mucho más restrictivo.
La experiencia de la pobreza y la marginación, por no hablar de la esclavitud, es tan dolorosa que puede resultar atractivo pensar que si transformamos el pasado podemos superar su legado. La muerte de George Floyd es tan absurda y enervante, y el racismo en nuestras sociedades tan persistente, que es tentador apostar por medidas maximalistas: los manifestantes antirracistas británicos han hecho pública una lista de las siguientes estatuas que pretenden derribar, entre las que se encuentran la del célebre marino Francis Drake —que derrotó a la Armada Invencible española— y la del primer ministro William Ewart Gladstone. En el momento de escribir esto, es noticia que en Boston una estatua de Cristóbal Colón ha sido decapitada. Es un proceso que puede no tener fin y, por lo tanto, tampoco ninguna utilidad, aunque responda a una urgencia genuina de reparar el pasado.
Lo que es inmoral en nuestro tiempo pudo no serlo en el pasado, aunque ahora nos provoque estupefacción. Eso no es blanquear la historia
De manera inevitable, debemos asumir la ambigüedad que siempre presenta la historia. Juzgar el pasado con los ojos del presente es hacer trampas. Lo que es inmoral en nuestro tiempo pudo no serlo en el pasado, aunque ahora nos provoque estupefacción. Eso no es blanquear la historia, sino reconocer que sus coordenadas éticas cambian. Buena muestra de ello es la justa indignación actual contra el racismo, muy minoritaria en cualquier otro momento del pasado. El derribo de una estatua puede ser una declaración de que ya no admiramos al personaje que representa, pero no eliminará su legado, por desagradable que sea. Debemos abrirnos a la ambigüedad de la historia. Y, al mismo tiempo, saber detectar qué personajes del pasado no pueden servirnos en ningún caso de ejemplo. Es una línea difícil.
El domingo pasado, en Amberes y Bruselas, durante las manifestaciones de repulsa por el asesinato de George Floyd a manos de un policía en Mineápolis, fueron atacadas con pintura y líquido inflamable dos estatuas del rey Leopoldo II de Bélgica, y en el caso de la primera el ayuntamiento decidió retirarla de su ubicación. En Virginia, Estados Unidos, los manifestantes derribaron una estatua de Williams Carter Wickham, un general confederado, y en ciudades como Montgomery o Nashville y en el campus de la Universidad de Misisipi se pintaron o derribaron estatuas de otros militares del ejército sureño y de políticos defensores de la segregación. En Londres, fueron atacadas las estatuas de Robert Milligan —un tratante de esclavos—, que ha sido retirada de la plaza del East End en la que estaba, y de Winston Churchill. El alcalde londinense ya ha dicho que esta última se quedará donde está. En Bristol, se derribó la de Edward Colson, otro traficante de esclavos.