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Un joven español quizá pueda repetir mi experiencia, pero todo será más farragoso
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Ramón González Férriz

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Un joven español quizá pueda repetir mi experiencia, pero todo será más farragoso

Para las clases medias españolas, lo británico era sinónimo de aspiración y modernidad. Eso cambiará a partir de esta medianoche

Foto: Boris Johnson, tras la votación de aprobación del acuerdo de Brexit. (EFE)
Boris Johnson, tras la votación de aprobación del acuerdo de Brexit. (EFE)
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Tenía 16 años. Les había asegurado a mis padres que sabía inglés de sobra para pasar 10 días en la filial británica de la empresa estadounidense en la que trabajaba mi padre en Barcelona. La empresa estaba en Telford, cerca de Gales, y ya me había hecho a la idea de que allí el acento era endiablado. Pero no me hizo falta llegar a Reino Unido para darme cuenta de dónde me había metido. De la alocución del capitán del avión a los viajeros, antes de despegar de El Prat, entendí 'ladies', 'gentlemen' y nada más. Ni una palabra. Entré en pánico. Fue el principio un poco accidentado de mi relación de amor con Reino Unido.

La cosa no mejoró al llegar a Telford. En uno de mis primeros días en la oficina, pegando sellos y llevando cajas y cartas de un departamento a otro, pero sobre todo hablando ociosamente con los empleados, una oficinista me contó preocupada que tenía planeado viajar ese verano a Canarias. Pero ahora le parecía un error, dijo, porque allí no habría leche pasteurizada para su hijo pequeño. Le dije que no había estado nunca en Canarias, pero que daba por hecho que sí la habría. Puso cara de asombro. ¿Estaba seguro? Mi relación con aquel país no prometía.

Foto: El primer ministro, Boris Johnson. (EFE)

Pero las cosas no hicieron más que mejorar. Al salir del trabajo, bebía cerveza en latas de una pinta y fumaba cigarrillos Benson & Hedges mientras leía libros de bolsillo en algún parque. Cogía autobuses a sitios como el Iron Bridge —el primer puente de hierro forjado, considerado el emblema de la primera Revolución Industrial— o Birmingham. Me esforzaba por entender cómo demonios funcionaban los pedidos en los pubs.

Luego fueron estancias en Hastings, Wolverhampton y muchos, muchos viajes a Londres: iba siempre que podía. Llegué a pensar que no había un lugar mejor donde pasar los agostos. Me hospedaba en hoteles baratos de Bayswater —cuando empecé a tener un poco más de dinero, de Notting Hill— y comía invariablemente 'fish & chips' y cenaba en restaurantes chinos o indios. Volvía —era la época en que Amazon apenas empezaba a funcionar— con toneladas de libros. La última vez que fui, 25 años después de la primera, los británicos ya habían votado a favor del Brexit; di una charla en un 'think tank' sobre política catalana y hablé con algunos financieros que comenzaban a dejar de preocuparse por lo que el 'procés' pudiera significar para sus inversiones. Como tuve insomnio, me fui a pasear a las cuatro de la madrugada por la zona de las embajadas de Belgravia. Amazon ya estaba plenamente operativo, pero igualmente volví cargado de libros comprados en Waterstones con la fórmula 'pague dos, llévese tres'.

Brexit a medianoche

Cuatro años después del referéndum del Brexit y tras uno de transición, esta medianoche (hora de Bruselas) Reino Unido ha abandonado definitivamente la Unión Europea. Ha sido el primer país en hacerlo. Anteyer, en la sesión de los Comunes que aprobó el pacto de salida, el primer ministro, Boris Johnson, afirmó que la pertenencia de Reino Unido a la UE siempre había sido “problemática” y que con esta salida “vamos a convertirnos en el mejor amigo y aliado que podría tener la UE”. Eso es posible y deseable. A partir de hoy, un joven español podrá repetir mi experiencia, aunque todo será más complicado y farragoso. Pero sospecho que no será solo eso: durante décadas, lo británico —o, de acuerdo con un malentendido duradero, lo inglés— fue un emblema aspiracional de la clase media española. Mandar allí a los hijos, aprender su idioma, tener una cierta familiaridad con esa cultura irónicamente aristocrática u orgullosamente obrera, tal vez aspirar a trabajar en su potente sector universitario o financiero: todo esto hacía de Reino Unido una especie de repositorio de experiencias y un lugar donde proyectar deseos. Esto cambiará paulatinamente. Aun en el caso de que Reino Unido sea un buen amigo, es probable que ahora los europeos nos sintamos menos bienvenidos.

Foto: El 'premier' británico, Boris Johnson, con un cartel de apoyo al Brexit. (Reuters) Opinión
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Durante décadas, Reino Unido ejerció una influencia benéfica en la UE. Sí, sus funcionarios eran de trato difícil y exigentes, y no perdían la oportunidad de recordar su singularidad dentro de lo que cada vez más veían como otro imperio que quería despojarles de esas particularidades (entre ellas, la unidad de medida de las latas de cerveza y el precio libre de los libros). Pero su aversión a los excesos regulatorios y su liberalismo casi implícito eran un buen contrapeso para los peores instintos burocráticos de la Europa continental.

Pero, de nuevo, no era solo eso: incluso después de la pérdida de su imperio, había algo en la experiencia británica que lo hacía el país más genuinamente cosmopolita de la UE, el que tenía una cultura más global, el que mejor había naturalizado —a veces con alegría y otras con resignación— su pluralismo interno y el cambio cultural profundo que este seguía provocando. El racismo nunca andaba lejos, pero su apertura era extraordinaria y además le resultaba muy rentable en términos no solo económicos, sino de reputación. Había conseguido incluso que lavar platos allí fuera considerado una experiencia formativa, y no un trabajo agotador y mal pagado.

Como una pareja divorciada

Nada de esto ha terminado drásticamente esta medianoche. Las relaciones seguirán, como entre una pareja de divorciados que durante décadas continúan teniendo pendientes pleitos y deudas. Pero harán falta papeles para cruzar la frontera y habrá que ver si unos y otros podremos seguir sintiéndonos en casa al otro lado del Canal. Para muchos españoles de mi generación, ser muy anglófilo y muy europeísta era una fórmula que parecía moderna, la síntesis de varios mundos posibles y deseables. Ahora, esta parecerá, si cabe, un poco más excéntrica. Y me pregunto si para quienes nacen ahora la cultura británica seguirá siendo el modelo a seguir y Londres la ciudad donde imaginar el éxito. Sin duda, para un europeo aún quedarán los mejores parques donde leer los mejores libros y beber la mejor cerveza mediocre.

Tenía 16 años. Les había asegurado a mis padres que sabía inglés de sobra para pasar 10 días en la filial británica de la empresa estadounidense en la que trabajaba mi padre en Barcelona. La empresa estaba en Telford, cerca de Gales, y ya me había hecho a la idea de que allí el acento era endiablado. Pero no me hizo falta llegar a Reino Unido para darme cuenta de dónde me había metido. De la alocución del capitán del avión a los viajeros, antes de despegar de El Prat, entendí 'ladies', 'gentlemen' y nada más. Ni una palabra. Entré en pánico. Fue el principio un poco accidentado de mi relación de amor con Reino Unido.

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