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Ramón González Férriz

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¿Es el fin de los progres?

En la última década, han obtenido popularidad algunas ideas sobre el género, la raza o el privilegio. No desaparecerán, pero es posible que vuelvan a ámbitos más minoritarios

Foto: Una activista de Femen se manifiesta en el Palacio de Justicia de París. (EFE)
Una activista de Femen se manifiesta en el Palacio de Justicia de París. (EFE)
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En los últimos años, algunas ideas progresistas, que llevaban décadas formándose e intercambiándose en universidades y medios alternativos, han ganado mucha visibilidad. Se trata de nociones referentes al feminismo, el género, la raza, los privilegios de la clase media y la interseccionalidad, es decir, la manera en que unas correlacionan con otras y cómo es diferente, por ejemplo, la experiencia de marginación y opresión que sufre una mujer lesbiana de clase baja de la de un hombre perteneciente a una minoría étnica pero rico.

Estas ideas han ido entrando en la conversación política mayoritaria y han adoptado rasgos mucho más populares que rehúyen los tecnicismos y el impenetrable lenguaje de la filosofía académica. Un artículo de ‘The New Yorker’, una revista de izquierdas, pero en absoluto radical, podía versar sobre las implicaciones políticas, culturales y de clase que tiene que las mujeres usen de manera generalizada ropa deportiva para actividades no deportivas; un periódico de centro izquierda como ‘El País’ podía publicar una pieza de opinión sobre la tristeza de una niña al descubrir que la protagonista de una película de dibujos animados no era lesbiana. De repente, dentro del feminismo, uno de los grandes focos de conflicto ya no era el tradicional problema sobre las relaciones de poder entre hombres y mujeres, sino sobre el papel del colectivo trans en la lucha por sus derechos.

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En el centro del debate público

Son discusiones que a la derecha, e incluso a buena parte del centro y la izquierda, le resultan incomprensibles. Tal vez ni siquiera porque recele de los derechos de mujeres, los homosexuales o las personas transgénero, sino porque le asombra que esas cuestiones estén en el centro del debate público. Sin embargo, en la guerra cultural en que estamos sumidos, esas ideas de izquierdas repentinamente populares le han resultado útiles al conservadurismo: al señalar su aparente excentricidad, se podía desacreditar a la izquierda en su conjunto por haber olvidado las cuestiones materiales de la clase trabajadora y por su obsesión, importada además de Estados Unidos, con cuestiones simbólicas o minorías irrelevantes.

En ocasiones, la derecha ha utilizado este argumento de manera tramposa. La opresión que experimenta una lesbiana de clase baja es una cuestión de naturaleza material, no simbólica. Pero en muchas otras ocasiones sí ha logrado desenmascarar el carácter narcisista de algunos de estos argumentos, que parecían considerar que el fin de la política era resarcir identidades heridas y no asegurar la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos.

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Sea como sea, es posible que el auge de esta clase de ideas se esté acabando temporalmente. No significa que vayan a desaparecer: existen desde hace décadas y están sujetas a ciclos periódicos en los que abandonan sus ámbitos naturales —los departamentos universitarios de humanidades, las revistas minoritarias— y saltan a la discusión mayoritaria, para deshincharse pocos años después y regresar a su espacio más reducido. Hay varias razones para que sea así: la primera y más evidente es la llegada al poder del centro izquierda en Estados Unidos. Durante los años de Trump, muchos editores y periodistas poco radicales han sentido una opresión y asfixia que les ha llevado a hacer circular ideas muy catastrofistas —algunas de ellas acertadas— sobre la naturaleza del poder en Estados Unidos. Y como la izquierda española ya prácticamente solo se nutre de ideas estadounidenses, acabó trasladando aquí esa percepción. (Por cierto, la derecha española hace lo mismo: es asombroso ver cómo el partido nacionalista Vox no ha hecho más que trasladar a España debates intrínsecamente estadounidenses, desde la valla antiinmigración a la legalidad de las armas o el falseamiento de los resultados electorales). En contra de lo que se cree, en las sociedades democráticas actuales, muchas veces son las ideas de la oposición, y no las del poder, las que ganan tracción.

Irene Montero declaró hace no demasiado que, en materia familiar, es mujer de ideas conservadoras

Pero no es solo eso. Esta clase de ideas ha alcanzado un cierto punto de saturación. Hace unos meses, una de las articulistas feministas más relevantes de nuestro país me dijo una frase que me dejó perplejo: “Estoy hasta el coño de las feministas”. Como señalaba hace unos días mi colega Juan Soto Ivars, una de las nuevas estrellas de la literatura feminista es Ana Iris Simón, una joven mujer de izquierdas que, sin embargo, reivindica la familia y sus imperfecciones. Incluso Irene Montero declaró hace no demasiado que, en materia familiar, es una mujer de ideas conservadoras.

La discusión no ha terminado

Eso no significa que la discusión haya terminado o que la haya ganado la derecha. En absoluto. En realidad, eso ni siquiera sería bueno: hay demasiadas cosas por hacer en materia de igualdad como para declarar el final de la partida. Y lo cierto es que si se observa cierto agotamiento en este movimiento, es porque ha acumulado un buen número de victorias en el espacio público. Ahora, ser feminista es casi la opción por defecto, aunque sea solo a nivel retórico. En Europa occidental, la mayoría de los partidos de derechas han sacado los temas sexuales de sus reivindicaciones —no así el aborto, que es una cuestión distinta—. En España, parece que incluso Vox ha dejado de hablar sobre moral cristiana porque sabe que es una batalla que tiene perdida.

Hay indicios de que la euforia ideológica y reivindicativa de estos años ha topado con su propio techo temporal

Pero, en cualquier caso, hay indicios de que la euforia ideológica y reivindicativa de estos años, protagonizados por una izquierda identitaria que quería modernizar una vez más el feminismo y las reivindicaciones de las minorías sexuales, ha topado con su propio techo temporal en el mercado de las ideas. Si no me equivoco, volveremos a unas reivindicaciones más gradualistas, más vinculadas a la familia y a un cierto orden personal. Hay otra razón para que esto suceda: si han tenido suerte, los jóvenes radicales que hace una década querían que el mundo ardiera e implantar una justicia que rehuyera la opresión de la familia pequeñoburguesa y heteropatriarcal, ahora son pequeñoburgueses y quizás hayan fundado una familia.

Vendrán otras generaciones, por supuesto. Y nuevas formas de radicalidad. Pero diría que la que hemos conocido la última década va a regresar a sus tradicionales espacios de deliberación más minoritarios. En parte, porque ha ganado. En parte, porque con la izquierda en el poder, cambian las prioridades.

En los últimos años, algunas ideas progresistas, que llevaban décadas formándose e intercambiándose en universidades y medios alternativos, han ganado mucha visibilidad. Se trata de nociones referentes al feminismo, el género, la raza, los privilegios de la clase media y la interseccionalidad, es decir, la manera en que unas correlacionan con otras y cómo es diferente, por ejemplo, la experiencia de marginación y opresión que sufre una mujer lesbiana de clase baja de la de un hombre perteneciente a una minoría étnica pero rico.

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